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Crónica General del No. 2, 1880

De Wikisource, la biblioteca libre.
La Ilustración Española y Americana (1880)
Crónica General del No. 2, 1880
de José Fernández Bremón

Nota: Se han modernizado algunos acentos.

CRÓNICA GENERAL


15 de enero de 1880

Las Cortes españolas han reanudado sus tareas, y la crónica, que huye siempre que es posible de la política, no puede menos de pararse un momento y considerar la situación difícil a que parece haber llegado, segun presentimiento general. ¿Podrémos ser imparciales en medio de las corrientes de contrarias opiniones?

Si el sosiego material no se ha interrumpido, es indudable que la tranquilidad moral se ha perturbado de algún tiempo a esta parte. Hay síntomas de dislocación en el partido que ha dominado cinco años el país, dándole paz, y la mayoría de las gentes, que tiene poca fe política, siente, como una fría y desagradable sensación, la proximidad de algún cambio inesperado y acaso repentino. Si los Gobiernos considerasen que el cuerpo social, como el cuerpo humano, necesita de vez en cuando un cambio de postura, prepararian la evolución que les separa del poder con la misma habilidad con que procuran alcanzarle. Pero ¿quién aprecia esta oportunidad con entera sangre fría, ni sacrifica el interes del momento al permanente, cuando se tiene por arte de gobernar y por talento político, no el captarse el aprecio y el respeto de su patria mirando por su esplendor y encaminándola a altos fines, sino el conservar a los suyos el poder a toda costa? Tosco error de la opinión, que flota más, y por ser más ligera sube a los puntos más visibles.

El Sr. Cánovas del Castillo no es un político adocenado, cuyo amor propio se satisfaga con capitanear un ejército de empleados, que acaso obedecerá mañana, en contra suya, a otro presidente que le conserve sus destinos. Su conocimiento de la historia, la noción exacta de su valor intelectual y del prestigio de su nombre le obligan moralmente a realizar pensamientos más elevados que el de entregarse a la voluptuosidad del mando. Le falta en este momento, a nuestro juicio, algún ideal con que satisfacer ese anhelo, humano siempre, pero más sobreexcitado hoy que nunca en todos los países cultos, de prosperar y engrandecerse. Rodeado de obstáculos, necesita gran actividad y esfuerzo para atenderá su defensa, y todos se hacen una reflexión inny natural: por mucho valor que tenga su entidad política, merece el problema de su duración por algún tiempo en el Gobierno, que todas las fuerzas sociales, paralizadas y absortas, contengan sus impulsos para presenciar la singular batalla que va a reñir con las oposiciones coaligadas, que si triunfan le dejarán muy malparado, y de cuyo vencimiento no reportará el público más ventaja que la de aplaudir, si gusta, el triunfo del actual jefe del Gobierno?

El Sr. Cánovas del Castillo ha prestado grandes servicios al país; pero el público es un monstruo insaciable, que no se satisface de ellos, ni permite a nadie jubilarse en el Gobierno; necesita explotar a sus hombres de valer para arrojarlos a un lado cuando ya están exprimidos: el mal del señor Cánovas, lo que le quita fuerza y da audacia a sus adversarios, es que parece como que ha realizado su destino y no tiene por delante ningún beneficio que prestar. Y a no ser por esta posición falsa del jefe del Gobierno, se atreverían las oposiciones a hacer materia de retraímiento de una causa tan nimia como la que les lanzó del Parlamento, y, sobre todo, después de las explicaciones del Senado? Tuviera en estos momentos el Sr. Cánovas, para atraerse la opinión, que se le va, grandes reformas administrativas y sociales que realizar, con el pulso y consideración que permite a los partidos medios; acometer empresas vastas, a que tan aficionado es nuestro tiempo, y el país se cuidaría poco de las cuestiones de etiqueta, que en la paralización actual parecen y son tan graves en efecto.

Ello es que está debilitada y en declinación su autoridad, y que al mismo tiempo no existe en el país otro prestigio que la sustituya plenamente, en todas sus condiciones personales y fuerza colectiva que posee. Hay Gobierno, pero éste, jaqueado por las oposiciones, parece obligado a la inmovilidad, produciendo esta situación anómala un malestar inexplicable en los que no tienen interés personal directo en los cambios políticos, que constituyen la mayoría del país, para la cual no hay, como hemos dicho, más que una política muy alta, la de la conveniencia y engrandecimiento de la patria. Una idea popular levanta del polvo y da el poder a un partido olvidado. ¡Cuánto podría hacer el Sr. Cánovas, teniendo por apoyo su talento y la fuerza del Gobierno, con una idea popular!

No creemos haber sido ministeriales ni de oposición al ocuparnos de la actual situación política de España, que, por la anómala y difícil situación en que se encuentra, tenía necesariamente que fijar nuestra atención: los amigos se separan: los adversarios se conciertan: ¿qué resultará?

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—¿Usted defiende a las minorías ó al Sr. Cánovas?– preguntábamos ayer a un amigo nuestro.

—No acostumbro a mezclarme en cuestiones de familia —contestó;— la experiencia me demuestra que en estos asuntos pierden siempre los extraños. Los que ayer parecían mutuamente agraviados, resultan al día siguiente reconciliados y enteramente satisfechos.

Los republicanos franceses tienen razón, considerando la cuestión con un criterio español, al cambiar los funcionarios públicos y colocar en su puesto hombres positivamente afectos a las instituciones del país: el porvenir dirá a Fran- cia si obra con prudencia al reemplazar su administración neutral e inteligente por una administración política, imitando nuestros procedimientos. La semilla de la empleo- manía está sembrada, y dará necesariamente los frutos que da en otros países.

Desde luego resultarán encomendados los servicios públicos, no a un personal antiguo y educado en la práctica de los negocios, sino a sujetos poco diestros, que no han de considerar su paso efímero por las esferas oficiales como el objeto preferente de su vida: los servicios se desorganizarán a cada cambio político, la responsabilidad en el desempeño de los cargos distribuidos entre diversos ocupantes ha de ser muy vaga, y la moralidad estará menos asegurada con el empleado expuesto a perder solamente un destino que con aquel que teme perder una carrera.

Bajo su aspecto democrático también tiene el sistema inconvenientes. Al desviar hacia la administración pública a personas que vivian de profesiones más modestas, se expone ésta a cierto desamparo y menosprecio, en perjuicio del trabajo, y las categorías oficiales, influyendo insensiblemente en las ideas y costumbres de los nuevos empleados, modificarán sus opiniones en sentido aristocrático. Y la política, en vez de ser la resultante de las convicciones generales, será el choque de los intereses privados. El cambio de prefectos, la invasión del paisanaje en las oficinas de Guerra, la dislocación de la magistratura y el aluvión de empleados nuevos en todas las carreras es un error, de que los republicanos no reportarán grandes beneficios, y que puede producir a Francia muchos males.

Desde luego introducen en la sociedad francesa un tipo lastimoso, que en España forma ya una clase numerosa: el cesante. En lo sucesivo tendrán al político al pormenor, ese subalterno de nuestros partidos, agente electoral, parecido a un sujeto con quien hablábamos hace pocos días.

–Mi posición es insostenible, nos decía con tristeza, si no vienen los míos al poder.

–Trabaje V., buen hombre.

—Bien lo quisiera, pero soy un honrado padre de familias que hago política por no saber hacer zapatos.

¿Ha conseguido en efecto Edisson subdividir la luz eléctrica, poniéndola al alcance de todos, como hace tiempo se anunció y hoy vuelve a repetirse? Así parece, aunque las noticias son contradictorias todavía, lo cual es natural, habiendo intereses opuestos, a quienes favorece y perjudica el descubrimiento. Las Compañías del alumbrado con gas suponen grandes capitales invertidos en un objeto de interés general, en innumerables poblaciones, y capitales distribuidos entre infinitos accionistas. Sería el descubrimiento la ruina de muchos tenedores de papel, la evaporación de una propiedad cuantiosa y el aniquilamiento de una industria que tiene grandes ramificaciones en diversos y variados órdenes del trabajo. En cambio habría nacido otra industria, que daría alimento a otras nuevas, y pasada la crisis, redundaría, como todos los adelantos positivos, en provecho general.

Ahora bien. La especulación puede estar interesada en producir una alarma en los accionistas ó empresarios del gas, para adquirir a bajo precio esos valores, así como en callar la verdad, si lo es realmente, para deshacerse de ellos con perjuicio de tercero. Y en esta duda, ni se debe asegurar ni negar lo que, después de un largo silencio, reproducen los periódicos.

La lucha entre el gas y la electricidad estaba empeñada hace algún tiempo. El primero se había apoderado de las poblaciones importantes, barrenando el suelo para extender sus cañerías, y horadando los edificios hasta introducirse en las chimeneas y cocinas por sus conductos metálicos: las escorias de sus fábricas nos surtían del cok con que calentamos nuestras habitaciones, mientras que la luz eléctrica se consideraba alumbrado lujoso, de escasas aplicaciones industriales todavía.

¿Sustituirá al fin la electricidad a la vela de sebo que aun arde en la buhardilla del pobre? Si esto se consigue, por respetables que sean los intereses que resultan hoy amenazados, tendrían que inclinarse ante la conveniencia general. El carro del progreso no se detiene ante los gemidos de aquellos a quienes aplasta en su carrera.

No parece cierto que se haya presentado la filoxera en la provincia de Salamanca: nos alegramos por los viticultores de aquella comarca laboriosa y por la ley referente a aquella plaga, que probablemente volvería a ser desatendida.

No censuranos a nadie, pero exponemos una consideración a los políticos.

¿Creen captarse la consideración del país y merecer su apoyo dando tanta importancia, por ejemplo, a un gesto del Sr. Cánovas del Castillo, y enmudeciendo completamente si dejan de cumplirse con rápida energía las leyes votadas en defensa de uno de los principales ramos de la riqueza pública?

No respondemos de la anécdota, pero nos han referido que uno de los comisionados para combatir la plaga en otra localidad dijo a su señora:

— Dispón la maleta, porque salgo esta noche para exterminar la filoxera.

—¿Y sabes lo que has de hacer?
—Sólo sé que la filoxera es un insecto.
— Pero ¿cómo se le mata?
—Tengo un medio seguro: apretarle entre las uñas.

De vez en cuando nos molesta la prohibición que tenemos de ocuparnos de los libros que se publican, y una de esas ocasiones es la actual, pues la obra a que nos referimos nos daría probablemente un buen asunto. Conste, pues, que no quebrantamos el precepto ocupándonos de un libro que aun no ha visto la luz cuando escribimos, sino de una cuestión previa, que suscita entre las personas aficionadas a la literatura, la publicación en La Época de la amena y erudita Introducción a la novela griega Dáfnis y Cloe, por su traductor, que se firma un aprendiz de helenista. ¿Quién es ese aprendiz que sabe tanto? No se necesita ser muy avisado para conocer el estilo de un maestro. Pero ¿por qué se disfraza?

A lo que parece, el traductor, encantado del mérito literario y de la sinceridad bucólica de la obra, la ha prestado el concurso de su talento, trasladándola al castellano; pero considerando que es un bello estudio del desnudo, no se ha determinado a publicarla con su nombre.

Es decir, alza en sus manos la estatua y la expone al público en toda la espléndida morbidez de sus formas, teniendo cuidado, antes de ejecutar su acción, de ponerse una careta.

¿Acaso el sabio traductor lucha entre dos sentimientos contrarios? ¿Cree por ventura que en su acción hay algun punto censurable, siendo, sin embargo, la obra digna de presentarse al público? No lo entendemos así; tiene la convicción de haber obrado bien, pero calcula que acaso no será de su opinión la mayoría, y busca el término medio del anónimo para conciliar sus convicciones y lo que juzga preocupación de los demás. El eclecticismo tiene manera de acomodarlo todo.

Anoche se hablaba de Dáfnis y Cloe en mi tertulia.

—Yo no la leeré—decía una señora—y cuando vea al traductor le reñiré por lo que debe haber escrito en esa obra.

—La culpa sería del autor Longo, que murió hace muchos siglos.

—No tal; el autor lo escribió en griego para que no lo entendieran las señoras.

Alfredo Escobar, ya que no puede conseguir que se suprima la pena de muerte, desea y propone que las sentencias se ejecuten en los patios de las cárceles, sin más testigos que los presos y las personas que hayan de dar fe y cuenta del suceso. Siempre hemos sido de opinión contraria, pero no estableceremos polémica, en la seguridad de no convencernos mutuamente. Referiremos otra opinión que oímos en un café hace algunas noches.

Edgar Poe tenía razón; hay en el hombre un instinto dañino, que llamaba de la perversidad, y es necesario darle algún alimento.

—Yo creo en ese instinto, decía un individuo. Por él hallaron los hombres belleza en el horror e inventaron la tragedia; por él crea el poeta personajes inocentes y se complace en atormentarlos y matarlos; como si no hubiera bastantes crímenes en la realidad, idea otros que no han sucedido, y el público devora con ansiedad esas terribles producciones. Ese instinto reune a los hombres en rededor del patíbulo, donde se disputan los sitios más próximos para no perder una sola emoción del tremendo espectáculo. Siento decírtelo a ti, que eres optimista; la guillotina, la horca ó el garrote son la tragedia de la muchedumbre, para la cual es el cadalso un escenario y la ejecución un placer. Y si esto es exacto y la ley no cree conveniente suprimir esa pena, ¿puede en justicia privarse a la multitud de un espectáculo que la atrae y la deleita? ¿Por qué se ha de reservar ese goce para un público selecto y poco numeroso?

–Calla —le respondió su amigo— eso que dices es bárbaro y repulsivo.

—No lo sé; pero es profundamente humano.

Cuando el periodista recibe la noticia de uno de esos crímenes que exceden a los ordinarios en barbarie, comprende que ha hecho una adquisición para dar interés a su periódico, que se lee con verdadera fruición aquel día: por eso los novelistas franceses, comprendiendo el interés de ese género de narraciones, crearon la novela judicial, cuyo buen éxito ha excedido a todos los demás. El instinto de la perversidad, que a unos les arrastra a cometer el crimen, se limita en otros a regocijarse en la simple lectura de lo que otros realizan, y el instinto de conservación indujo a algunos a buscar un medio de asesinar sin responsabilidad ni temor al castigo, matando en folletines y comedias.

—¡Calla, calla!

—Mozo, otra botella, exclamó con gesto extraviado el orador...

Nos retiramos: era la tercera botella de ron que se bebía el energúmeno.

—La temperatura ha mejorado—decíamos ayer a un ingeniero amigo nuestro.

—Voy a medirla—dijo sacando un termómetro de bolsillo, que marcó algunos grados sobre cero.

—¡Qué prevenido es V.!—exclamamos.

—Lo soy mucho más aún–respondió, enseñándonos un metro arrollado y el reloj, cuyo dije era un diapasón normal.—Traigo siempre conmigo útiles para medirlo todo. Vea V.: puedo medir el calor, el espacio, el tiempo y el sonido...

—Y las costillas— añadimos examinando con respeto su bastón.

José FERNÁNDEZ BREMÓN.