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De Cartago a Sagunto/XXVI

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XXVI

Mi privilegio de ubicuidad permitiome presenciar las pomposas audiencias que daba doña Nieves a los Jefes de su mesnada de matachines: salían éstos llevándose el aplauso y albricias de su Generala por los asesinatos y desvergüenzas con que castigaban al pueblo infeliz. En esto, anunciaron la llegada de una Comisión del Ayuntamiento que iba, con toda sumisión y protestas de fidelidad, a impetrar de Sus Altezas clemencia para los vencidos. Como medida preventiva, metieron a los comisionados en las habitaciones bajas donde estaban las cuerdas de Voluntarios presos. No quise dejar de ver a los que representaban el organismo municipal, algunos del antiguo Ayuntamiento, otros de la nueva hornada carlista. En todos vi caras afligidas y largas, y admiré las arrugadas levitas que habían sacado del fondo de los cofres para presentarse ante las reales personas, así como las chisteras abolladas y peinadas a contrapelo en las precipitaciones que la etiqueta les imponía.

Francamente, naturalmente, diré con mi amigo Ido que me acompañaba por las escaleras y pasillos de la casa episcopal, me dieron lástima los señores concejales tratados como perros, y aun el propio don Avelino Palomeque, concejal de nuevo cuño, me fue menos antipático, por verle en tan humillante situación. No pensaba yo hablarle, pero él se dirigió a mí con menos arrogancia de lo que yo esperaba, diciéndome estas palabras: «No pase usted pena por doña Silvestra, que está bien segura en mi casa, al lado de mi madre. Si los excelsos Príncipes acceden a lo que les pediremos, todo se arreglará».

-Quédese Chilivistra al lado de su señora madre -contesté yo cumplidamente-, que allí estará como en la gloria. Y si la nobilísima doña María de las Nieves la toma bajo su protección, miel sobre hojuelas. Silvestra es una malva como usted habrá visto, un carácter angelical, dulcísimo. Para mí será muy grato que permanezca en la honesta y sagrada casa de usted hasta que Dios fuere servido de poner término a los males que a todos nos afligen.

Díjome entonces el estirado señor Palomeque que si yo gozaba, como parecía, de algún predicamento cerca de la brava doña Nieves y de su augusto esposo, les hiciese presente la conveniencia de que fuera pronto recibida la Comisión municipal que ansiaba ofrecerles sus respetos. Sin negar yo mi supuesta influencia, respondí que hablaría de buen grado a los Serenísimos Infantes, procurando llevar a feliz término aquellas diferencias, y añadí que esperaran sentaditos a que de arriba viniera la orden de ser recibidos en audiencia solemne.

Volví con Ido del Sagrario al piso principal, y lo primero que vi fue el venerable Obispo sentado en el banco del portero, aguardando ser admitido a la presencia de doña Nieves. Diferentes personas había en la antesala, y entre ellas... no sé si por testimonio de mis ojos o de mi exaltada imaginación... creí distinguir la faz de Mariclío en un grupo de señoras que hablaban con Payá y Rico, lastimándose de la humillación que sufría. Estoy bien seguro de haber oído de labios del Prelado estas tristes palabras: «Ayer me pedían ustedes su protección: hoy la necesito yo». Puse toda mi alma en cerciorarme de si era verdad la presencia de Mariclío, mas no pude obtener la certidumbre que buscaba porque el buen Ido me cogió de un brazo, y llevándome al cercano pasillo donde aguardaban varios clérigos en actitud expectante, me dijo: «Véngase acá, Ilustrísimo Señor, que quiero presentarle al Canónigo Pagasaunturdua. Este buen señor desea conocer a Vuecencia».

Presentado al Canónigo, nos estrechamos las manos con familiaridad cortesana. Era un clerizonte guapo, joven y rollizo: su desenvoltura de lenguaje y ademanes revelaban el gusto del buen vivir y el menosprecio de las trabas y preocupaciones que entorpecen la existencia. Después de los saludos campechanos, quedamos en que honraría yo su casa aquella misma tarde para tomar juntos una copita de Jerez y fumar un buen habano.

Al volver a la antesala vi que entraba una caterva de vándalos, arrastrando los sables y metiendo mucha bulla. Entre denuestos y amenazas decían que la canallacipaya trataba de asesinar a los Príncipes, y que para castigar su intento sería conveniente acabar con ella. De estas inauditas barbaridades resultó que Sus Altezas dieron orden de despedir a la Comisión municipal, mandándola que se largara con viento fresco. Poco después fue admitido en audiencia el reverendo Prelado, y al gozar yo el extraordinario privilegio de presenciarla reconocí la proximidad de mi excelsa Madre, que por interés de ella y honor mío se dignaba ponerme en directo contacto con las verdades netamente históricas.

Vi a doña Nieves en pie frente a una mesa forrada de damasco. Rodeaban a la Infanta su insignificante esposo y unos cuantos bigardos de su cuadrilla: Monet, Grollo, Freixá, Villalaín, el cura de Flix y otros. La Generala vestía un traje de amazona, cuya falda recogía con la mano izquierda; en la derecha empuñaba un latiguillo que era como el cetro de su realeza, lo mismo a caballo que a pie. El perro de presa no faltaba en aquel acto solemne, vigilante al lado de su ama. Con la boina roja encasquetada, los cabellos rubios mal recogidos en un voluminoso moño, el cuerpecillo tieso, la mirada fría, el rostro avinagrado, condensando en sus duras facciones toda la energía de un alma dominadora y salvaje, aguardó la entrada del Obispo.

El venerable Payá se adelantó con sereno continente, y anticipando sus finas reverencias, rogó a la Infanta que perdonase la vida a los Voluntarios presos y que pusiera término a los actos de inhumana crueldad, tan contrarios a la Religión que el Rey don Carlos ostentaba en su bandera.

«Ya he dicho a las señoras -contestó colérica y nerviosa la terrible mujer- que mis soldados necesitan un poco de expansión, después de los trabajos y privaciones que han sufrido». Y tras esto, atreviéndose a tutear a persona tan venerable, investida de la autoridad evangélica, esgrimió el látigo para imprimir acento y vigor a estas infames palabras: «Da gracias a Dios porque no hacemos contigo lo mismo que con todos esos miserables».

Aguantó el Obispo con firme ánimo la rociada y dijo, tarde ya pero aún a tiempo, lo que debió decir a los Príncipes cuando entraron en Cuenca pidiéndole que les cantara un Tedéum. Allá va el verdadero Tedéumy la sagrada voz evangélica de un Prelado que sabe su obligación: «Señora: con esa conducta ni se conquistan tronos en la tierra ni coronas para el cielo. Adiós, adiós».

Dio media vuelta el buen Payá, y retirose de la sala sin hacer la menor reverencia.