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De la desigualdad personal en la sociedad civil :17

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Capítulo XIII


De la desigualdad por las cualidades interiores


Nada es más cierto a primera vista que el dicho de que las virtudes y los talentos son un título justo para hacer desiguales las personas. Pero necesita desmenuzarse y examinarse bien esta proposición.

Las cualidades de la persona son la salud, las fuerzas, la hermosura, las habilidades, la virtud, el valor y la sabiduría.

La desigualdad, según se dijo, consiste en el desigual trato, es decir, en el acatamiento espontáneo que el superior excita naturalmente en el inferior.

Con relación a esta regla es fácil reconocer cada una de las cualidades referidas. Pues aquéllas que naturalmente excitan acatamiento, desigualan; y las que no lo excitan, no desigualan, por mucho que distingan.


  • Salud


Al sano o al robusto no se le trata con más cumplimiento que al enfermo o al débil. Al contrario, los débiles o enfermos se condescienden y contemplan más. Bien que como esto no procede de admiración, sino de compasión, no es título para que se eleven, sino más bien para que agradezcan.


  • Fuerzas


Las fuerzas no pueden ser objeto de mucha distinción. Es muy raro hallar quien sea tan fuerte como dos juntos. Si un débil, a solas con un fuerte, le tiene respeto, es por miedo y no por admiración. El público no le tiene miedo, y así no se le acata. Por débil que sea uno, pretende pertenecerle tan buen asiento como al más fuerte. Las fuerzas, pues, por mucho que distingan, y por mucha desigualdad física que produzcan, no producen ninguna desigualdad moral de la persona.


  • Hermosura


Aunque es cierto que las mujeres hermosas hallan en los jóvenes mayor acatamiento y fuero que las feas, las demás personas no hacen esa distinción, y por tanto la hermosura no es objeto natural del rango.


  • Virtud


Aquí se entiende por virtud la cualidad del timorato. Éste se hace amable, pero no infunde cortedad al circunstante, antes al contrario, la misma confianza que se tiene de su justificación y mansedumbre, alienta a tratarlo con más llaneza. A excepción de los que tienen nombradía de hacer milagros o participar del poderío de Dios, ningún timorato tiene séquito, es decir, ningún timorato excita aquella deferencia y acatamiento que es el constitutivo de la desigualdad. El que por la mera fama de virtuoso, se abrogase licencia y superioridad en el trato, no pareciera virtuoso, pues entendemos que la virtud debe ir acompañada de la humildad. La virtud no es cualidad que mueva a nadie a envidia, porque cada cual puede tenerla si quiere, y nadie envidia aquello que está en su mano.


  • Habilidades


El ansia que se tiene por las riquezas consiste en que las riquezas son objeto de un uso general, perenne y duradero. No están en ese caso las habilidades. Pocas de ellas son objeto del ansia general, y mucho menos de un ansia vehemente y perenne.

El que no sabe bailar, tocar, pintar, ni tiene ninguna habilidad, pretende no obstante tan buen asiento como el que tiene esas u otras habilidades. Las habilidades, pues, no infunden en los circunstantes aquella cortedad y acatamiento que constituye la desigualdad espontánea.


  • Valor


Entendiendo por valor el mero no temer la muerte, no infunde desigualdad alguna. Cualquiera arriesga la vida o se acostumbra a ello con mucha facilidad. En la tropa veterana es muy raro el soldado cobarde. Cualidad, pues, tan general y fácil de adquirir, no puede producir desigualdad alguna.

Pero entendiendo por valor aquella serenidad, tino y desembarazo que es efecto de tener talento marcial, esto es, de tener talento para entender la situación y operaciones del enemigo, hacer las que convienen para burlarla o vencerlo, y ganar la confianza y ascendiente de las tropas y de los pueblos, esta habilidad, esta arrogancia y talento, como que muestra un82 alma superior nacida para acaudillar las naciones y hacerse dueños del mundo, es la que admira más y mueve mayor ansia. Nada infunde mayor respeto a los compatriotas y a sus enemigos que un caudillo semejante. Toda la tierra tiembla de respeto a los pies de un héroe. Y definido de esta suerte el valor, es la cualidad que mayor desigualdad produce. El imperio parece pertenecerles a los héroes naturalmente. Todos sienten una propensión interior de ponerse bajo sus banderas; todos admiran al conquistador aunque sea un bárbaro y desalmado; todos, por un movimiento espontáneo, se le hincan de rodillas; y el derecho de conquista, en medio de ser ajeno de la razón seca, es un derecho respetado naturalmente, no por fuerza, sino por el acatamiento espontáneo que mueve aquél, en cuyo carácter, ventura o talento se ostenta el pregón de la naturaleza que lo destina a capitanear y a señorear sus semejantes.


  • Sabiduría


El heroísmo militar y el político se envidia o es objeto del ansia general en virtud del flujo que tenemos todos por capitanear a los demás, por dirigirlos y llevar la voz en todo. Por extender, digámoslo así, nuestra voluntad a los pechos de los demás. Procede, en suma, del flujo innato85 por ser el centro de la armonía en que se subordinen espontáneamente nuestros semejantes. La sabiduría se hace envidiable por razón de la curiosidad que nos inquieta y que, sin disputa, es uno de los flujos naturales. Todos desean saber qué son los cielos y los astros, qué cosas hay abajo de nosotros en las entrañas de la tierra, cómo se forma o quién arroja el trueno, el rayo, la lluvia, de qué modo se hacen los eclipses, qué vivientes nos acompañan en este mundo, y qué podrá ser de nosotros en muriendo. El que en la opinión de las gentes entiende de esto, se llama un sabio.

Como el vulgo no tiene alcances para inquirir estos objetos por sí, mira como hombre de otra esfera a aquél que está en concepto de entenderlos. Le parece debe gozar mayor felicidad quien penetra en cosas de tanta ansia. Y así la astrología, la medicina, y el sacerdocio constituyen unos rangos tanto más respetados cuanto más ignorante es el vulgo. A proporción que éste se ilustra, decae la admiración y el viso de aquellas profesiones o clases hasta mirarse como ridícula la primera, como sospechosa la segunda, y como más humana la tercera.

En los pueblos cultos, la abundancia de letrados, la proporción fácil para serlo, y la reflexión de que los conocimientos no provienen tanto de superioridad de entendimiento como de educación y de trabajo, disminuyen la admiración y rango de los hombres de letras, hasta no hacerse caso sino de los talentos muy sobresalientes y originales.

Pero como el vulgo carece de la lectura que se requiere para conocer quién es un talento original, y quién un mero aprendedor o como pregonero de aquello que los otros han escrito, es imposible distinga ya a los que propiamente merecen el nombre de sabios. Y así no forma de suyo juicio de ninguno.

Los sabios, pues, en los pueblos cultos no hallan distinción y acatamiento sino en los que pueden graduarlos, es decir, en la gente fina, principalmente en los ricos. El aprecio de los de las clases altas es lo que excita a los de las bajas a acatarse y a tener en alguna consideración al sabio.

La desigualdad producida por la riqueza depende de la admiración que se hace de ella. Y el admirarla dimana de la idea palpable de su utilidad, y del perpetuo y transmisible descanso y dicha que proporciona. Cuanto más pobre es uno, tanta más idea tiene de la riqueza; pero cuanto más ignorante es uno, tanta menor idea tiene de la sabiduría. Lo general del público es tener mucha ignorancia y pocos haberes. La sabiduría, pues, excita en el público menos admiración y menos acatamiento que la riqueza: quiere decir, la sabiduría desiguala menos que la riqueza.

Si se intentase algún distintivo solemne de la sabiduría, no podrían conferirlo con conocimiento sino los mismos sabios. Aquellos a quienes se les confiriese el distintivo, se acarrearían la envidia y la murmuración de los otros literatos que, descreditándolos por todas partes, destruirían en el vulgo el concepto que les infundiese el distintivo. El distintivo, pues, perdería el significado que se le intentaba, y no argüiría clase de sabio sino, cuando más, una clase política de otra especie. Es imposible establecer distintivo solemne de sabiduría.

El mismo discurso se puede aplicar a cualquiera otra cualidad que sea difícil de graduar o conocer.

En la virtud concurren circunstancias particulares para hacer más imposible el exteriorizarla con distintivos.

Virtud, propiamente, quiere decir, no una cosa mediana, un mero cumplimiento exacto de las obligaciones, sino una cosa sobresaliente, extraña, extremosa, unos rasgos particulares que hagan eco. Cada estado, cada profesión, necesita sus cualidades particulares. El soldado necesita el valor, y el religioso la mansedumbre; el juez la severidad, y la mujer el agrado; el secretario la reserva, y el niño la franqueza; el cirujano la crueldad y el enfermero la compasión; el poderoso el esplendor, y el pobre la parsimonia; el hombre del campo debe ser duro, y el de la ciudad debe ser blando. Unas virtudes son incompatibles con otras, y el reunirlas todas en una persona es tan imposible como el recibir en ella todos los oficios. Cada cual cree que su oficio es el más importante y necesario, cada cual da la preferencia a las cualidades morales más propias de su estado; nadie une con el que no es de su igual, nadie se pasma sino del que brilla en lo que él conoce. Por consiguiente, poner distintivo a las virtudes interiores de ningún individuo es desazonar a los demás. Nadie puede aprobar semejante distinción. Y un distintivo de ese género nunca puede ser condecoración, si no se le agrega alguna otra cosa. En cuyo caso, la clase sería por lo accesorio, no por la virtud.

Pero puede exteriorizarse ya tanto de suyo una cualidad, que también sea en vano el distintivo. Luciendo el sol, es en vano anunciar que es de día. A los de mucha estatura sería ridículo ponerles ninguna señal para distinguirlos de los enanos. La práctica de los antiguos Romanos en solemnizar la vestidura de los muchachos para distinguirlos de los adultos, no tiene otra defensa sino la especie de sacramento que se celebraba al declararlos varones. En los pueblos ilustrados sería muy ridículo instituir distintivos de edades. La curiosidad y el asombro general hacen conocer harto a un héroe sin necesidad de distintivos. La riqueza es la única cualidad que luzca con los distintivos en los pueblos grandes. El capítulo siguiente apurará la naturaleza de los distintivos.