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De tal palo, tal astilla/Capítulo XI

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En cuanto la tuvo escrita y cerrada, mandó llamar a Macabeo. Presentóse éste con la puntualidad que se le impuso en lo apremiante del recado, y le dijo Águeda:

-¡Necesito que inmediatamente me hagas el más grande favor que puedes hacerme en tu vida, por larga que sea!

Macabeo respondió sin titubear:

-La carne soy; usté el cuchillo: corte por donde quiera!

-¿Sabes tú ir a Treshigares?

-Jamás allá estuve; pero quien lengua lleva...

-Pues en Treshigares vive mi tío don Plácido Quincevillas. Es preciso que de tu misma mano reciba esta carta.

-La recibirá.

-Y si por cualquier evento se te perdiera, dile que vas de mi parte a prevenirle que me veo sola y amenazada de grandes peligros...; que me veo sola, porque Dios quiso llevarse del mundo a mi madre... Asómbrate, Macabeo, ¡todavía no lo sabe!

Asombróse el hombre, en efecto, y hasta respondió haciéndose cruces:

-¡Pero si yo mismo llevé a la estafeta la carta en que usté se lo contaba!... Y no me dejará mentir el señor don Sotero, que me la cogió de la mano, al llegar a la puerta, para echarla en el cajón con otras que él sacó del bolsillo.

-¡Conque fue don Sotero quien recogió la carta de tus manos! -exclamó Águeda-. Algo por el estilo tenía que ser. ¡Me lo daba el corazón! El caso es, Macabeo, que mi tío no llega; que urge muchísimo su venida, y que es preciso que con esta carta o con tu recado venga sin perder un instante.

-¡Vendrá, caráspitis! -dijo Macabeo contagiado de la ansiedad en que se hallaba la joven-. Vendrá conmigo aunque tenga que traerle a cuestas. No sé qué males son los que la amenazan a usté; pero sé que hay males que la amenazan, porque usté me lo asegura; y esto me basta.

-No digas a nadie en el pueblo adónde vas, ni preguntes por el mejor camino hasta que salgas del valle... Andando sin detenerte más que lo preciso para descansar, podéis estar aquí los dos en cinco días... Seis faltan todavía para San Juan.

-¡Aunque fuera mañana, caráspitis!... Los hombres son para las ocasiones.

-Lo sé, Macabeo; pero también sé que te costaría una pesadumbre el hallarte ese día fuera de Valdecines... A Dios gracias, todo se puede conciliar esta vez.

-Pues yo digo que no hay que hablar del asunto, sino mover los pisantes... y muy a prisa. Conque venga la carta, que voy de un salto a ponerme las atrevidas y a dejar en orden la poca hacienda.

-Yo me encargo de que te la cuiden bien en tu ausencia.

-Dase por hecho, aunque no se merece, señorita.

-Toma la carta...

Recibióla Macabeo, y un momento después un puñado de monedas que Águeda sacó de un cajón de su escritorio.

-¡Pero si hay aquí para una casa! -dijo Macabeo contemplando el dinero con asombro.

-Pues a la vuelta -repuso Águeda sonriéndose- he de darte para el huerto.

-¡Caráspitis! -dijo el otro-. Siento la oferta porque no se tome a cubicia el reventón que pienso darme!

Y con esto y una reverencia, salió Macabeo de la estancia, y luego del corral.

Por listo y afanoso que anduvo, mientras arregló la ceba de las novillas para cuando se las recogieran por la noche, y se puso la ropa nueva, y se calzó las alpargatas, y guardó las escasas provisiones de boca en el arcón de la harina, y metió a subio la leña que tenía en el corral, y volvió a dejar la llave de la casa en la de su señora, ya era por filo más de media tarde.

Al tomar, por delante de la iglesia, el camino del valle, se encontró con Tasia que pasaba de la heredad que acababa de resallar, a otra que tenía en la Llosa del Cotero. Reanudóse la interrumpida conversación, y púsose Macabeo hecho un jarabe; pero no hubo modo de que dijera adónde se encaminaba, y eso que la moza lo intentó con gran empeño.

-De lo mío -dijo él en conclusión- puedes disponer como de cosa propia. Pero en este viaje mandado soy y a lejanas tierras me llevan, sin lengua en la boca, cuidados ajenos... ¡Quítame tú el mayor de los que tengo encima, y verásme volver en el aire!... ¿Te pido, Tasia?

-¿Ese es el cuidado que te mata, probetón?

-¡Ese mesmo es el que la entraña me consume!

Tasia se royó un poquitín la uña del índice que tenía entre los dientes, y respondió, sacudiéndose toda, como quien torna una pronta y decisiva resolución:

-¡Pídeme a la vuelta, Macabeo!

Éste, fuera de sí, echó el sombrero al aire, y exclamó:

-Pues pide tú ahora por esa boca de bendiciones... ¡y vengan leguas por delante, y sálgame el Ojáncano en el monte; que lo mismo será para mí que si llovieran pajucas!... ¡Tasia, aticuenta que no salgo de Valdecines, y que ya estoy de vuelta!

Pero Tasia la había dado con el cuerpo hacia la Llosa, y se alejaba de Macabeo.

Éste enderezó sus pasos al valle, y al entrar en él, los ojos de su alegría se le pintaron anegados en agua de limón y chocolate: las dos ambiciones insaciables de su deseo, en lo tocante a regalos del paladar y del estómago. Tuvo un relincho en el gaznate y un cantar entre los labios; pero se acordó de que era triste el motivo de su viaje, y de que se había encargado la mayor reserva al emprenderlo, y se contentó con hacer dos zapatetas y restregarse las manos, mientras descendía volteando el garrote que lanzó al espacio.

Aquella misma noche fue Bastián, dando zancadas y recatándose hasta de su sombra, a casa de Tasia. Esperó en el portal a que ésta, según costumbre, saliera a la fuente, que estaba muy cerca, y la dijo, queriendo enfadarse más de lo que podía:

-¡Buen verde te has dado esta tarde!... ¡Dios!

-¿Enónde, animal?

-Yendo a la Llosa, Tasia... ¡A rejalgar me supo a mí! ¡Cómo se arrimaba él!... ¡Ah, perro!... ¡Cómo manoteaba!... ¡Dios!... ¡Si llego a bajar y le echo mano!... Di que me celaban, ¡que si no!...

-¡Vaya un miedo que tiene el obispo a los curas!...

-¿De cuándo acá te ronda ese pelón, Tasia? ¿Conque era verdad lo que se me dijo y yo negaba? ¡Así él me zamarreó con tanto rejo cuando me vio llegar de súpito a Valdecines!... ¡Dios!

-Pero, ¿de quién hablas, borrico?

-¡De Macabeo, Tasia!... ¡De ese pelifustrán malenconido!

-¡Pues dígote, con la sartén que injuria al cazo!... No te quieras hepir tanto, Bastián, que de sandifesio a sandifesio, no va un palmo.

-Saca la cara por él, ¡Dios! ¡Y luego dime que le estimas!

-¿Y a ti qué te importa, al fin y a la postre? ¿Por qué me he de guardar para ti cuando en tu casa me tienen en poco? ¿Piensas que no sé que desde que viniste te tienen a llave y cadena para que no se te manche la casaca en el banco de la mi cocina? Pues el que en él se asiente ha de tenerlo a mucha honra; que la mía está más limpia que los mismos soles.

-Quiérate yo, Tasia, y lo demás es chanfaina.

-Es que yo no puedo querer a quien se recata para quererme; que han de decírmelo a la luz del mediodía, y no por las bardas y a medianoche... Y como a fiel no me ganas tú, sábete ahora que si hablé con Macabeo fue porque se despedía de mí.

-¿De veras, Tasia?... Pues ¿tan lejos iba?

-Muy lejos, Bastián, y no por su culpa.

-Pero volverá.

-En su día, es claro, si allá no fenece.

-¡Dios! ¡Mira que si me engañas!...

-¡Dame a mí el cantazo y ponte tú la venda!...

-¡Tasia... suelto o a pesebre, tuyo he de ser!

Aquí llegaba Bastián, cuando un estacazo que cayo sobre él, como llovido del cielo, le cuarteó de la derecha y casi le dejó sin aliento.

-¡Diossssss!... ¡Qué barbaridáaaa! -exclamó entre quejidos, llevándose ambas manos a los lomos.

Tasia huyó hacia la fuente, y se perdió en la oscuridad de la calleja.

-¡Anda, zopenco! -rugió uno voz detrás de Bastián, mientras un nuevo estacazo le torcía hacia la izquierda-. ¡Yo te daré el remosco entre las nalgas!

La voz y la estaca y los estacazos eran del piadosísimo don Sotero, que salía de la iglesia de rezar el cuarto de oración. Tío y sobrino, éste delante y rengueando, y el otro aguijoneándole con la voz y midiéndole a trechos las costillas con la estaca, tomaron el rumbo del viejo caserón, y llegaron a la corralada sin otra novedad que digna de mencionarse sea en este imparcial y verídico relato.