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Don Segundo Sombra/X

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Le saqué el freno que recién se estaba acostumbrando a cascar; le aflojé el maneador lo más posible para que bebiera tranquilo.

El bayo se arrimó al agua, que tocó con cauteloso hocico, y apurado por la sed bebió a sorbos interrumpidos, sin apartar de mí su ojo vivaz. Era un buen pingo arisco aún y lleno de desconfiadas cosquillas. Lo miré con orgullo de dueño y de domador, pues estaba seguro de que pronto sería un chuzo envidiable. Los tragos pasaban con regularidad de pulso por su garguero. Levantó la cabeza, se enjuagó la boca, aflojando los belfos al paso de su larga lengua rosada. De pronto se quedó estirado de atención, las orejas rígidas, esperando la repetición de algún ruido lejano.

-Comadreja -dije bajo, llamándolo por su nombre.

El bayo se volvió hacía mí, resopló como inquieto y comenzó a mordisquear la fina gramilla ribereña. Tranquilizado comió glotonamente, recogiendo entre sus labios movedizos los bocados, que luego arrancaba haciendo crujir los pequeños tallos.

Mi vista cayó sobre el río, cuya corriente apenas perceptible hacía cerca mío un hoyuelo, como la risa en la mejilla tersa de un niño.

Así, evoqué un recuerdo que parecía perdido en la aburrida bruma de mi infancia.

Hacía mucho tiempo, cinco años si mal no recordaba, intenté una recopilación de los insulsos días de mi existencia pueblera, y resolví romperla con un cambio brusco.

Era a orillas de un caserío, a la vera de un arroyo. A pocos pasos había un puente y hacia el medio del arroyo un remanso en el que solía bañarme.

¡Qué distintas imágenes surgían de mi nueva situación! Para constatarlo no tenía más que mirar mi indumentaria de gaucho, mi pingo, mi recado.

Bendito el momento en que a aquel chico se le ocurrió huir de la torpe casa de sus tías. Pero ¿era mío el mérito?

Pensé en don Segundo Sombra que en su paso por mi pueblo me llevó tras él, como podía haber llevado un abrojo de los cercos prendido en el chiripá.

Cinco años habían pasado sin que nos separáramos ni un solo día, durante nuestra penosa vida de reseros. Cinco años de esos hacen de un chico un gaucho, cuando se ha tenido la suerte de vivirlos al lado de un hombre como el que yo llamaba mi padrino. Él fue quien me guió pacientemente hacia todos los conocimientos de hombre de pampa. Él me enseñó los saberes del resero, las artimañas del domador, el manejo del lazo y las boleadoras, la difícil ciencia de formar un buen caballo para el aparte y las pechadas, el entablar una tropilla y hacerla parar a mano en el campo, hasta poder agarrar los animales dónde y cómo quisiera. Viéndolo me hice listo para la preparación de lonjas y tientos, con los que luego hacía mis bozales, riendas, cinchones, encimeras, así como para ingerir lazos y colocar argollas y presillas.

Me volví médico de mi tropilla, bajo su vigilancia, y fui baquiano para curar el mal del vaso dando vuelta la pisada, el moquillo con la medida del perro o labrando un fiador con trozos de un mismo maslo, el mal de orina poniendo sobre los riñones una cataplasma de barro podrido, la renguera de arriba atando una cerda de la cola en la pata sana, los hormigueros con una chaira caliente, los nacidos, cerda brava y otros males, de diferentes modos.

También por él supe de la vida la resistencia y la entereza en la lucha, el fatalismo en aceptar sin rezongos lo sucedido, la fuerza moral ante las aventuras sentimentales, la desconfianza para con las mujeres y la bebida, la prudencia entre los forasteros, la fe en los amigos.

Y hasta para divertirme tuve en él a un maestro, pues no de otra parte me vinieron mis floreos en la guitarra y mis mudanzas en el zapateo. De su memoria saqué estilos, versadas, y bailes de dos, e imitándolo llegué a poder escobillar un gato o un triunfo y a bailar una huella o un prado. Coplas y relaciones sobraban en su haber para hacer sonrojar de gusto o de pudor a un centenar de chinas.

Pero todo eso no era sino un resplandorcito de sus conocimientos y mi admiración tenía donde renovarse a diario.

¡Cuánto había andado ese hombre!

En todos los pagos tenía amigos, que lo querían y respetaban aunque poco tiempo paraba en un punto. Su ascendiente sobre los paisanos era tal que una palabra suya podía arreglar el asunto más embrollado. Su popularidad empero, lejos de servirle, parecía fatigarlo después de un tiempo.

-Yo no me puedo quedar mucho en nenguna estancia -decía- porque enseguida estoy queriendo mandar más que los patrones.

¡Qué caudillo de montonera hubiera sido!

Pero por sobre todo y contra todo, don Segundo quería su libertad. Era un espíritu anárquico y solitario, a quien la sociedad continuada de los hombres concluía por infligir un invariable cansancio.

Como acción amaba sobre todo el andar perpetuo, como conversación el soliloquio.

Llevados por nuestro oficio, habíamos corrido gran parte de la provincia. Ranchos, Matanzas, Pergamino, Rojas, Baradero, Lobos, el Azul, Las Flores, Chascomus, Dolores, el Tuyú, Tapalqué y muchos otros partidos, nos vieron pasar cubiertos de tierra o barro, a la cola de un arreo. Conocíamos() las estancias de Roca, Anchorena, Paz, Ocampo, Urquiza, los campos de «La Barrancosa» «Las Víboras», «El Flamenco», «El Tordillo» en que, ocasionalmente, trabajamos, ocupando los intervalos de nuestro oficio.

Una virtud de mi protector me fue revelada en las tranquilas pláticas de fogón. Don Segundo era un admirable contador de cuentos, y su fama de narrador daba nuevos() prestigios a su ya admirada figura. Sus relatos introdujeron un cambio radical en mi vida. Seguía yo de día siendo un paisanito corajudo y levantisco, sin temores ante los riesgos del trabajo, pero la noche se poblaba ya para mí de figuras extrañas y una luz mala, una sombra o un grito, me traían a la imaginación escenas de embrujados por magias negras o magias blancas.

Mi fantasía empezó así a trabajar, animada por una fuerza nueva, y mi pensamiento mezcló una alegría a las vastas meditaciones, nacidas de la pampa.

A esa altura de mis mecedoras evocaciones, el bayo Comadreja dio una espantada que casi me quita el maneador de entre las manos.

Siguiendo su mirada vi en la orilla opuesta del río, asomar la socarrona cabecita de un zorro.

Me dio vergüenza, como si hubiera burla en la atención de aquel bicho astuto.

Me levanté, tosí, acomodé las jergas del recado, enriendé el caballo y una vez montado emprendí el retorno a las casas.

Saliendo de las barrancas, vi tendido delante mío un vasto potrero y a lo lejos divisé el monte.

La estancia era grande y bien poblada. Diez leguas, ocho puestos, monte grande, con calles cuidadas, galpones, casa lujosa y un jardín de flores como nunca antes vi. Habíamos changado en unos trabajos de aparte y ese día de Navidad, el patrón daba un gran baile para mensuales, puesteros y algunos conocidos del campo.

A la mañana había yo ayudado a limpiar y adornar el galpón de esquila, que quedó emperifollado como una iglesia y mientras volvía, que era para la oración, prometíame una buena noche de parranda como no se presenta en muchas ocasiones. Además, allí, en un puesto medio perdido en los juncales de un bajo, había conocido una mocita con más coqueterías que un jilguero. No sería mal arrimar un poquito de leña a ese fuego.

Entretanto, mi bayo iba pisando con desconfianza entre matas de paja colorada y esparto. A mis espaldas quedaba la laguna cubierta por la bruma de un griterío confuso y ya tímido. Entré a una calle del monte. Los troncos vibraban aún de luz. Me encontré de improviso con otro jinete ante cuya semblanza mis ojos dudaron un momento.

-¿Sos vos Pedro?

-Barrales de apelativo. Yo mesmo soy. He sabido que andabas por acá y he venido a toparte sólo pa que me contés de tu vida.

-Y es claro que vos no más habías sido. Con razón cuanto te vide las viruelas me dije: Esa es cara con hocico.

-¿Y yo hermanito? ¡Si te habré extrañao! ¿Creerás que dende que no te veo no puedo miar?

Con qué gusto encontraba a mi bueno y viejo compañero del primer arreo, cuya alegría dicharachera había dejado en mi memoria la resonancia de un cencerro.

Hasta llegar al palenque, me hizo decir cuanto quiso sobre lo sucedido en mi existencia, desde que no nos habíamos visto, y comentaba a antojo mis relatos con ingeniosos parangones o burlas simpáticas. Convinimos andar juntos en el baile y comimos codo a codo, en cuclillas, al lado del asador rodeado por unos treinta hombres.

Desde la cocina entreveíamos el galpón, al que iban llegando como avanzadas de fiesta algunos charrés y gente de a caballo. Adivinábamos risas de mujeres en los carruajes y poco a poco la cocina fue llenándose de paisanos que saludaban, alegres o taimados.

Ya la gente se había amontonado por demás y salimos con Pedro a curiosear lo que sucedía en el salón del baile.

Intimidados, a pesar de nuestros alardes, nos asomamos al recinto antes lleno de bolsas, maquinarias y cueros, entonces preparado con ostentación de lámparas, velas, candiles y banderitas, a contener la alegría de un centenar de parejas.

El centro, despejado y limpio, asustaba y atraía como un remanso. En las sillas que formaban cuadro, apoyadas contra la pared, había mujeres de todas las edades, algunas con chicos en las faldas, los que asustados miraban con grandes ojos, o cansados dormían sin reparar en conversaciones, ni luces, ni colores.

Las mujeres, según la edad, vestían ropas oscuras o claras faldas floreadas. Algunas llevaban pañuelo en el puescuezo, otras en la cabeza. Todas parecían recogidas en una meditación mística, como si esperaran el advenimiento de un milagro o la entrada de algún entierro. Pedro me golpeaba disimuladamente el muslo con el puño:

-Vamoh'ermanito, que aurita dentra el finao.

Del galpón nos dirigimos a una carpa improvisada con las lonas de las parvas, donde nos tentó una hilera de botellas y misteriosas canastas, tapadas con coloreados pañuelos, que según nuestros cálculos debían esconder alfajores, pasteles, empanadas y tortas fritas.

Pedro interpeló al muchacho que se aburría entre tanta golosina con ojos hinchados de sueño:

-Pase un frasco compañero que se van a redamar de llenos y nosotros estamos vacidos.

-¿No serán ustedes los llenos?

-De viento puede ser.

-Y de intenciones.

-No sé mamarme con eso mozo.

-Ni quiere tampoco el patrón que naides se mame.

-¿Y los pasteles?

-Después que se hayan servido las señores y las mozas.

-Jue'pucha -concluyó Pedro- usté nos ha resultao un chancho que no da tocino.

El guardián de las golosinas y los licores se rió y nos volvimos, con propósito de asearnos un poco, porque ya los guitarreros y acordeonistas preludiaban y no queríamos perder el baile.