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El álbum (Chéjov)

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EL ALBUM



El consejero titular Craterof, hombre delgado como la flecha de un campanario, se adelanta, y volviéndose a Imikof le dijo:

—¡Excelencia! Conmovidos por la bondad que nos demostró usted durante los años que fué nuestro jefe...

—Más de diez años—interrumpe Zakusin.

—Más de diez años hemos tenido el honor de ser presididos por vuecencia, y hoy, en celebración del aniversario de su carrera, le ofrecemos este álbum con nuestros retratos y le rogamos que lo acepte como prueba de nuestro profundo respeto y gratitud, deseando que por muchos años no nos abandone...

—Ni nos prive de sus consejos paternales en el camino del progreso—intercala Zakusin, enjugándose la frente. Por lo visto él tenía un discurso preparado y experimentaba un gran deseo de hablar—. Que su bandera ondee siempre en las sendas del talento, trabajo y genio...

Por la mejilla izquierda de Imikof desciende lentamente una lágrima.

—¡Señores!—dice con voz temblorosa—. No esperaba que celebraran ustedes mi modesto aniversario... Estoy conmovido... y... hasta... hasta... la muerte me acordaré de estas atenciones. Créanme, amigos míos; nadie les desea más felicidad que yo... y si hubo alguna vez cualquier incidente desagradable, fué únicamente por el bien de ustedes...

Con estas palabras, el consejero de Estado abraza al consejero titular Craterof, el cual no contaba con un honor semejante y hasta se pone pálido de satisfacción. Luego el jefe hace un gesto con la mano, mostrando que la emoción le impide hablar, y prorrumpe en llanto, como si en vez de regalarle un hermoso álbum se lo quitaran. Recobrada la tranquilidad, pronuncia algunas palabras conmovidas, tiende a todos la mano, baja la escalera acompañado de bendiciones y alegres vivas y toma asiento en su coche. Por el camino experimenta nuevamente la sensación de ese acontecimiento feliz e imprevisto, y otra vez prorrumpe en llanto.

Otras alegrías mayores le aguardaban en casa: la familia, los amigos y conocidos le dispensan una ovación tal, que él llega a convencerse de que en realidad ha trabajado muchísimo por la gloria de la patria y de que si no fuera por él la patria estaría en peligro. En una palabra, Imikof no sospechaba tamaño aprecio.

—¡Señores!—pronuncia antes de los postres—. Hace dos horas he sido compensado de todos los sacrificios que he hecho a mi patria, de todas las penas que sufre un hombre que cumple con su deber. Siempre he sido fiel a la máxima «que somos nosotros para el público, y no el público para nosotros». ¡Hoy he sido recompensado! Mis subordinados me han regalado un álbum... Aquí está...

Todas las caras inclínanse para contemplar el álbum.

—¡Es muy mono!—declara Olia, la hija de Imikof—. Lo menos habrá costado cincuenta rublos. ¡Muy mono! Papá, dame a mí este álbum. ¿Oyes? Lo guardaré... ¡Es muy bonito!...

Después de comer, Olia se lleva el álbum a su cuarto y lo guarda en su mesa. Al siguiente día saca los retratos de los funcionarios y los tira al suelo; en lugar de ellos coloca las fotografías de sus compañeras de colegio. Los rostros barbudos son reemplazados por caritas juveniles. Kolia, el hijito del consejero, recoge los funcionarios y les pintarrajea los uniformes con pintura encarnada. Les pone bigotes y barbas largas. Cuando no queda nada por pintarrajear, recorta las figuras, les agujerea los ojos y se pone a jugar con ellas a los soldaditos. Al recortar el consejero titular Craterof, lo sujeta con alfileres en una cajita de fósforos y se lo llevó al gabinete de su padre.

—¡Mira, papá; una estatua!

Imikof, riéndose, le abraza y besa sus carrillos sonrosados, encantado de su ingenio:

—Anda, pillo; enséñaselo a mamá; ¡que lo vea ella también!