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El Angel de la Sombra/LXI

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El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo LXI
LXI


Desde que el tren partió, las seis semanas de ausencia desvaneciéronse ante él. La imagen de Luisa ocupó absoluta su mente. Verla!—pensaba—verla otra vez!... Y reía enternecido en la soledad de su camarote, abriendo los brazos para dilatarse el pecho, ahogando en la propicia baraúnda de la marcha su grito de recobrada dicha, su tumultuoso arrebato de libertad ante la fuga de los campos tendidos al júbilo del sol-con un regocijo tan agudo que er a casi dol or oso.

Luego, al contundente ritmo del arrastre que precipitaba con martillado compás su pulso de hierro, fué concentrándose en reflexiva ternura.

Cómo habría soportado la separación? Qué habría sido de ella en la terrible delicia de su secreto?...

Resuelta al heroísmo que consideraba justo precio de su amor, Luisa perfeccionó su disimulo. Asistía al taller de costura con rigurosa asiduidad, hasta tres veces por semana, imprimiéndole provechosa disciplina y aparejando a su insospechada competencia en ello, visible interés mundano.

No fué ya extraño verla en teatros y salones, y hasta sospecháronle la aceptación de algún festejo entre los muchos que suscitó su presencia, aunque otros atribuíanlo a deferencia natural ante el ya inminente compromiso de su hermano.

Aquella actitud defendía su secreto con mayor eficacia. Como toda alma realmente valerosa, protegíase con la lucha; digna en esto de aquella "doctrina de la espada" que Suárez Vallejo solía recordar al doctor: la defensa está en la punta, no en la guarda. Una noche, al salir del teatro, Toto y el amigo que más de cerca la cortejaba, propusieron finalizar la reunión en la confitería de moda, con Adelita y su mamá que formaban parte del grupo. Pero al trasponer el portal, las señoras advirtieron que el tiempo acababa de descomponerse y que era imprudente proseguir, dado el desabrigo de las muchachas.

Reinaba, en efecto, una helada brisa de las que solían alterar el acabo de la primavera con chubascos cuya inclemencia exasperaba la ya anómala frialdad.

Pero la gente joven protestó de las precauciones extremosas. No iban a asustarse por un poco de viento, ni amenazaba lluvia. Y aunque así fuera... Los coches estaban allí...

Con todo, la detención a que hubo de obligarlos en la acera el turno, retardado aun más por la simultánea salida de un music-hall vecino, resultó sumamente desagradable. Luisa sintióse aterida hasta tiritar, y una tosecita seca que sin embargo apenas advirtió, acometióla dos o tres veces en el trayecto.

Al salir de la confitería, donde todo pareció haberse calmado, repitiósele la tos y pasóle el pecho una honda puntada. Contúvose discreta; pero más aun que el dolor, angustióla casi brutal la desolación de su amor ausente.

Oyó como lejana la voz de Toto que acababa de consultar su reloj:

—La una menos diez...

El abrego del coché volvió a aliviarla, aunque el brusco dolor habíale dejado un fatigoso encogimiento.

Ganó su alcoba sin detenerse; y al encender la luz, vióse de pronto en la luna del armario.

Repentina demacración parecía reducirle el rostro al lóbrego hueco de las ojeras. La puntada volvía con su nitidez dura y honda de daga.

—Me estoy muriendo de quererte, mi amor!... —murmuró como si lo viera, cerrados los ojos en sombría preñez de lágrimas.

Una helada viscosidad de congoja serpenteóle, súbita, en sacudón de escalofrío.

—Me estoy muriendo, mi amor!... —lamentó más bajito, llevándose a la garganta las manos, tan ardientes, que la espantaron como si fuesen ajenas.