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El Angel de la Sombra/XXX

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El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo XXX

XXX


Desde el despacho interior donde por fineza de Cárdenas trabajaba solo, en el segundo piso de la escribanía, Suárez Vallejo, asomándose a la ventana de reja que dominaba el extenso patio y el portal sombrío de aquel anticuado caserón, vió que Blas acudía con su habitual puntualidad. Dicha ventana conservaba desde un tiempo en que la habitación fué dormitorio del escribano, los visillos y una cortina de felpa granate que pendía a un costado, arrastrándose en polvoriento desuso.

Aunque Suárez Vallejo intentara disimularse todavía la intensidad de su propio cariño, el recuerdo de Luisa dominábalo de tal modo, que al sentir los pasos, el polvo acumulado en un pliegue de la cortina, renovóle con punzante vivacidad la impresión del yeso en los cabellos de la joven.

—La que me hiciste anoche!—reprochó un poco atropelladamente a Blas, apenas lo vió en la puerta. Ya sé que ahora a las cuatro vas a declarar ante el juez. Anda tranquilo. Estás bien recomendado. Pero ¡meterse así, en una casa respetable! Qué miedo te entró?... No tenías armas?.... ¡Y qué cuestión era esa... Con un individuo de esa calaña... Polleras, seguramente!...

—Si nunca cargo armas, pues, señor!... Cómo iba a pensar! Y por unos miserables pesos!... Una deudita que tengo con unos vecinos. El se encargó del cobro, metiéndose de puro malo... y porque no quise tratar con él—¡cuándo es juez ni procurador!—ya sacó revólver. Me aventuró, y me asusté, don Carlos... Pa qué lo vaya negar... Pero las niñas ya me habrán perdonado... y usted también... Qué se van a fijar en el mal paso de un pobre... Y por eso yo... esta mañana...

—Esta mañana qué?...

—Llevé allá un ramo de flores.

—Un ramo?... Allá?...

—Sí, pues. Unas azucenas y unas rosas más lindas!... Estuve por presentarlo en su nombre... Después no me animé...

—Y quién te autorizaba a meterte en eso?

—Como usted le dijo a don Fausto el otro día... no?... cuando volvíamos del hipódromo... que andaba.... que andaba... Bueno, que tal vez le faltaría para regalar unas flores... Y yo supe que le había ido mal en las carreras.... Entonces...

—¡Magnífico! Entonces tú te entregaste al derroche en mi lugar, como un potentado.

—No, don Carlos, no. No fué por ponerme en su lugar. No fué, señor, ni tiene importancia. Poco es lo que eso me cuesta. Yo tengo un crédito a plazos con aquel jardinero... —usted se ha de acordar—Giacomo Sassone, que es casado con una parienta mía...

Suárez Vallejo echóse a reír ante la serie de galantes compromisos que ese crédito suponía; mas casi al punto lo inquietó una sospecha:

—Y a quién le llevaste el ramo?

—A quien iba a ser, pues... A la niña... A su novia...

El joven se exaltó con indignada alarma:

—Qué barbaridades son las que estás ensartando? De dónde sacas eso? ¡A que has ido a decir allá...

Blas retrocedió un poco: y confuso, pero convencido:

—De dónde quiere que saque... Pero uno comprende, pues, señor...

—¡Te advierto, pedazo de imbécil, que esa niña no es mi novia!

Bajó la cabeza, y blanqueando ojos y dientes con humilde malicia:

—Cómo no va a ser... Si es tan linda y tan valiente!...

En lo recóndito de su alma, Suárez Vallejo vaciló entre darle un empellón o un abrazo. Pero, insistiendo en su severidad:

—Bueno, entonces. Te prohibo hablar una palabra más de todo esto. Lo que yo quiero decirte es...

—Sí, don Carlos—rió francamente—que no haga cosas de negro...

—Y que tienes que respetar a esa señorita...

—Sí, don Carlos—interrumpió otra vez, enclavijando las manos con veneración. —Sí, don Carlos: como a una virgen de altar.

En su ingenua humildad, creía que se lo ordenaban, porque a una señorita así, debía ofenderla hasta la alabanza de un negro.