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El Grande Oriente/X

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X

Era de mediana edad y fisonomía harto común, ni alto ni bajo, moreno y curtido de rostro, a excepción de la frente, que era muy blanca. Sus pobladas cejas negras y el pelo espeso y cerdoso indicaban fortaleza. Había en sus ojos la vaguedad singular propia de los tontos o de los que aparentan serlo, y a menudo reía, como tributando de este modo complaciente lisonja a cuantos le dirigían la palabra. Vestía completamente de negro, asemejándose por esta circunstancia a una persona de estado eclesiástico; afectaba la más refinada compostura, y al mirar contraía los párpados a manera de los miopes. Si los abría en momentos de sorpresa, de miedo o de ira, distinguíanse los verdosos y dorados reflejos de su iris, muy parecido al de los gatos. Cuando quería hablar algo de interés iba acercándose poco a poco al asiento de su interlocutor, y su manera de acercarse, su especialísima manera de sentarse, arrimando el codo o el hombro a la persona, eran fiel copia de los zalameros arrumacos del gato. Muchos habían observado esta semejanza, y hasta en el apellido de Re-gato, es decir, reiteración en las cualidades gatunas, hallaban motivo de burla los maliciosos.

-Antes de pedir con tanto empeño la impunidad de Vinuesa y compañeros -dijo D. José Manuel-, yo me pondría en paz con Dios por lo que pudiera tronar. Defendiendo a tales víctimas se corre el peligro de ser una de ellas. Gil de la Cuadra es uno de los peores. ¡Valiente pajarraco defiende usted, amiguito Monsalud! Con la mitad de lo que él ha hecho se va de bureo a la plazuela de la Cebada. No es crueldad, señores; pero si a este candoroso anciano no le ponen la corbata de cáñamo, no hay justicia en el mundo.

-A quien hay que poner la corbata de cáñamo -dijo Salvador con súbita ira- es a los serviles que impulsaron a Vinuesa y compañeros mártires para abandonarles en el momento del peligro. Quizás celebran hoy que la muerte de esos infelices borre la huella de trabajos más formales; quizás se mezclan hipócritamente a la canalla soez que pide horca y hogueras... para distraer de sí la atención del pueblo honrado y del Gobierno.

-Quizás... -repitió serenamente Regato.

-Si sigues por esa senda de sentimentalismo -dijo Campos, dando a Monsalud familiar espaldarazo-, es muy posible, ¡oh joven!, que te pongan entre los sospechosos o poco adictos al sistema.

-Pónganme donde quieran -manifestó Salvador-. Yo sé dónde estoy y conozco bien los sitios y las personas. Desprecio los juicios malignos que aquí o fuera de aquí puedan hacerse de mi conducta.

-Enérgico estás -dijo Cicerón con jovialidad-. Verdad es que quien se ha extralimitado en el templo, bien puede salir de sus casillas en la sacristía.

-¿Qué es eso de sacristía? -indicó Canencia, desperezándose, después de contado el dinero, como hombre que ha terminado un gran trabajo-. No se pongan motes de clerigalla a estos venerables lugares. Esto se llama la Cámara de Meditaciones... Cuente usted otra vez lo suyo, señor Regato. Son 836 reales y tres maravedises.

-No vuelvo a ensuciar mis manos en esta inmundicia -dijo Regato-. ¡Válgame Santa Mónica, cuánta calderilla! Parece mentira que una hermandad tan ilustre y a la cual pertenece tanta gente adinerada no ponga más que estos miserables huevecillos.

-Los gordos son para el hermano Sócrates -dijo Monsalud-. Mire usted, Sr. Regato, cómo va echando carrillos y rejuveneciéndose el buen masón de Salamanca.

-Cállate, picarillo -repuso Canencia-. Ya sabes que puedo sacarte los colores a la cara siempre que quiera.

-Señal de que tengo vergüenza.

-O de que la tuviste... Pero basta de boberías. Cobre usted, señor Regato, y venga recibo.

-Las cuentas de estos señores -dijo Salvador- son tan embrolladas como las leyes masónicas.

-Es sencillísimo -contestó Regato-. Se me deben 1.233 reales. Aquí está mi cuenta... «Por dos calaveras que mandé traer de la bóveda de San Ginés en 6 de Noviembre, 42 reales... Por el bordado de cuatro mandiles, 268... Por echar una pieza al sol, 12... Por pintar las llamas, 30... Por una escuadra nueva y siete malletes, 58... Por aguardiente que se dio a los de policía el 5 de Enero, 14... Por lo que se repartió cuando tiraron la pedrada al coche de Narices, 4 10... Por papel de circulares, 60... Por saldo del piquillo que se le debía a Grippini el cafetero de La Fontana, 140... y así sucesivamente, señores. Total, 1.233 reales». Ahora papá Sócrates ajusta las cuentas de otro modo, y no quiere darme más que 836 reales. Estas mermas son las recompensas de un hombre de bien que consagró su tiempo a ser secretario de la masonería durante cinco meses... ¡Vean ustedes qué pago! Adelanta uno su dinero para que el Orden no carezca de nada, y al pagar... ¡Luego se espantan de que me haya hecho comunero!...

-Bendito D. José -dijo vivamente Cicerón-, poco a poco. No nos espantamos de que usted se haya hecho comunero; nos espantamos y nos enojamos de que usted, tan favorecido por este Gran Oriente, prescindiendo de piquillos, alcances y descuentos, fomentara la escisión funesta que acaba de realizarse en la sociedad; que arrastrara fuera del Orden a esos desgraciados fundadores de la gárrula comunería, y que ahora, después que forman iglesia aparte, les incite contra nosotros, les predique la anarquía y el desorden, convirtiéndoles en desalmados jacobinos.

-Yo me marché de la masonería -dijo Regato con firmeza-, yo fomenté el cisma, yo contribuí a fundar la Sociedad de los Hijos de Padilla, porque la masonería vino a ser rápidamente una sociedad ñoña y que no sirve para nada, como dijo Voltaire. Yo no oí las verdades amargas que dijo el Sr. Monsalud esta noche, porque como hermano durmiente a perpetuidad, no puedo pasar de la sacristía ni aun entrar aquí, sino recatadamente y a ciertas horas; pero por lo que me contó el Sr. Canencia, sé que este joven puso el dedo en la llaga. Señores, esto es una farsa; esto no conduce más que a un servilismo no menos infame que el servilismo del año 14. Aquí se hacen los decretos a gusto de dos o tres maestros del grabado sublime; aquí se eligen los diputados; aquí no hay otra cosa que los manejos de cuatro fatuos que mandan y a su gusto disponen de todo. No les quiero citar, porque no hay para qué. Pero ellos quieren establecer el gobierno perpetuo de los tibios y adjudicarse todos los destinos. Esto no puede ser, y no será. Hemos fundado la comunería para establecer la verdadera libertad, sin boberías de orden y servilismo encubierto, para darle al pueblo su total soberanía, y que se hagan todas las cosas como al santo pueblo le dé la gana; para desenmascarar a tanto pillo farsante y hacer que obtengan destinos los verdaderos hombres de bien, adictos al sistema. Basta de papeles y comedias bufonas. Nosotros vamos a la verdad, a la realidad. Odio eterno, señores, entre unos y otros; queremos separación eterna, irreconciliable, de los que desterraron a nuestro querido héroe, de los que contemporizan con la Corte y la Santa Alianza, de los que disuelven el ejército libertador, de los que persiguen a las sociedades patrióticas de La Fontana y La Cruz de Malta, de los que hacen la mamola a los obispos y al Papa, de los que ponen dificultades a la organización de la Milicia Nacional; separación eterna de los que en una mano tienen el libro de la Constitución y en otra el cetro de hierro del Rey neto. Éste es el Orden de Padilla; ésta es la Confederación de Padilla, que hará en España la revolución verdadera, que establecerá el sistema constitucional en toda su pureza y pondrá fin al reinado de los pillos e hipócritas. El Orden de Padilla derribará el infame Ministerio de las páginas y de los hilos antes de ocho días, señores; óiganlo bien, antes de ocho días.

Nadie contestó en los primeros momentos. Cicerón meditaba apoyando su sien en el dedo índice. Canencia sonreía. Monsalud, indiferente a la perorata, se levantó para retirarse.

-¡Gran suerte será para nosotros -dijo al fin Campos-, que el señor Regato nos perdone la vida!

-Yo no amenazo. Al contrario, invito a todos los buenos amigos a que se vengan conmigo.

-Es muy cómodo eso -indicó Cicerón-. Vivir con la Masonería, cobrar 800 reales por calaveras, remiendos echados al sol y aguardiente dado a la policía, y marcharse después con los comuneros para hacernos la guerra.

-No pueden ustedes acusarme de interesado -dijo Regato, levantándose también para marcharse-. La Comunería es pobre; no da destinos.

-Pero los dará tal vez dentro de ocho días. Ya se puede esperar.

-Antes que se me olvide, Sr. D. José Manuel -dijo el filósofo Canencia, que no se apartaba de lo positivo-. Me han dicho que allá tienen falta de espadas y broqueles. Aquí tenemos algunas piezas de sobra.

-Veo que esto acabará en Rastro -repuso el comunero, guardando sus cuartos -. Nosotros usamos espadas de acero, no de latón.

-Pues buen provecho, hombre, buen provecho.

-Para mis amigos soy el mismo de siempre -dijo Regato echándose la capa sobre los hombros-. ¿Quién sabe si...?

-El hermano Sócrates y yo tenemos que ajustar ahora otra especie de cuentas. Buenas noches, señor Regato.

-Yo me retiro también -dijo Monsalud-. Repito lo del destino, señor Marco Tulio. Muchas gracias, muchas gracias por la secretaría; pero que sea para otro.

-Adiós, puerco espín... Señor Regato, mucho cuidado con ese granuja que sale con usted. Es capaz de hacerse comunero si usted se lo dice tres veces.

Cuando ambos salieron a la calle, el más joven dijo:

-Sr. D. José Manuel Regato, yo quiero ser comunero.

Uno y otro hablaron breve rato, separándose después.