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El anillo de amatista: VII

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El anillo de amatista
de Anatole France
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VII

Al rector de la Universidad, señor Leterrier, filósofo espiritualista de carácter absorbente, nunca le fue simpático el espíritu crítico del señor Bergeret; pero una circunstancia bastante memorable los armonizó. El señor Leterrier tenía sus ideas respecto al proceso y había firmado un documento en el cual se protestaba contra la sentencia, juzgándola ilegal y errónea, por cuyo motivo fue objeto de la cólera y del desprecio público. En la ciudad, que constaba de ciento cincuenta mil habitantes, no habría más que cinco personas de su misma opinion en lo referente al proceso, y eran: el señor Bergeret, dos oficiales de artillería, el señor Boulet y el señor Leterrier. Los dos oficiales cuidaban mucho de ocultar su opinión, y Eusebio Boulet, redactor jefe de El Faro, se veía obligado por deber profesional a expresar con violencia opiniones contrarias a su convencimiento, y lanzaba contra el señor Leterrier invectivas para denunciarlo a las iras de las gentes honradas.

El señor Bergeret escribió a su rector una carta de felicitación. El señor Leterrier fue a visitarlo.

—¿No ve usted en la verdad —le dijo el señor Leterrier— una fuerza que la hace invencible, y asegura, en hora más o menos próxima, su triunfo definitivo? Esto era lo que pensaba el ilustre Ernesto Renán; esto es lo que, más recientemente, ha sido expresado en una frase digna de ser grabada en bronce.

—No creo tal cosa —dijo el señor Bergeret—. Por el contrario, me parece que la verdad se halla muy a menudo expuesta a sucumbir oscuramente bajo el desprecio y la injuria. Podría ilustrar este supuesto con pruebas abundantes. Considere usted que la verdad tiene, con relación a la mentira, condiciones de inferioridad que la condenan a desaparecer. Desde luego, la verdad es una, como dice su admirador entusiasta el padre Lantaigne; y, a mi juicio, no hay para entusiasmarse, porque siendo la mentira múltiple, desde luego, es más poderosa por el número. Por añadidura, la verdad es inerte; no es susceptible de modificaciones; no se presta a las variantes que le permitirían penetrar fácilmente en la inteligencia o en los apasionamientos de los hombres. La mentira, por el contrario, tiene recursos maravillosos. Es dúctil, es práctica y también, ¡atrevámonos a decirlo!, es natural y moral. Es natural, como todo producto ordinario del mecanismo de los sentidos, fuente y recipiente de ilusiones; es moral, por lo que concuerda con las costumbres de los hombres que, al vivir en comunidad, fundaron la idea del bien y del mal, y sus leyes divinas y humanas, sobre las interpretaciones más antiguas, más santas, más absurdas, más augustas, más bárbaras y más falsas de los fenómenos naturales. La mentira es el principio de toda virtud y de toda belleza entre los hombres; por esto vemos que adornan sus jardines, sus palacios y sus templos con figuras aladas y con imágenes sobrenaturales. Siempre se oyen con gusto las mentiras de los poetas. ¿Quién nos induce a librarnos de la mentira y a rebuscar la verdad? Semejante empresa sólo podría ser inspirada por una curiosidad de decadentes, por una culpable temeridad de intelectuales; significaría un atentado contra la naturaleza moral del hombre, contra el orden social, y constituiría un agravio para los amores y las virtudes de los pueblos. El triunfo de la verdad sería funesto si pudiera, de pronto, realizarse; lo destruiría todo. Pero es imposible. Nunca se impone la verdad contra la mentira.

—Sin duda —replicó el señor Leterrier— no toma usted en cuenta las verdades científicas, cuyo progreso es rápido, irresistible, bienhechor.

—Está, desgraciadamente, fuera de duda —dijo el señor Bergeret— que las verdades científicas penetran en las turbas como en un pantano donde se ahogan, y como no estallan, carecen de fuerzas para destruir los errores y los prejuicios.

"Las verdades de laboratorio, que ejercen sobre usted y sobre mí un poder soberano, no hacen mella en la masa del pueblo. Sólo citaré un caso: et sistema de Copérnico y de Galileo es absolutamente inconciliable con la física cristiana. Sin embargo, vemos que ha penetrado en Francia y en todo el mundo, hasta en las escuelas primarias, sin modificar del modo más leve los conceptos teológicos, que debiera destruir en absoluto. Es indudable que las ideas de Laplace acerca de la formación del Universo convierten la antigua cosmogonía judeocristiana en algo tan pueril como un cuadro de reloj construido por un obrero suizo, a pesar de lo cual, las teorías de Laplace han sido explicadas claramente durante cerca de un siglo, sin que las tradiciones judaicas y caldeas referentes al origen del mundo, que se encuentran en los libros sagrados de los cristianos, pierdan lo más mínimo de su crédito entre los hombres. La ciencia nunca perjudicó a las religiones, y es posible demostrar lo absurdo de un rito cualquiera, sin que por esto disminuya ei número de personas que lo practican.

"Las verdades científicas no son simpáticas al vulgo. Los pueblos viven de mitología: buscan en la fábula todas las nociones indispensables a su existencia. No es mucho lo que desean, y algunas humildes patrañas bastan para dorar millones de vidas. La verdad no encuentra buen acogimiento entre los hombres, y sería una desdicha que lo encontrase, porque se ajusta mal a su genio y a su conveniencia."

—Señor Bergeret, discurre usted como los griegos —dijo el señor Leterrier—; formula sofismas deliciosos, y sus razonamientos parecen modulados en la flauta de Pan. Sin embargo, creo con Renán, creo con Emilio Zola que la verdad lleva en sí una fuerza penetrante de que no gozan la mentira ni el error. Al decirle "verdad", me comprende usted sin más explicaciones, porque las hermosas palabras Verdad y Justicia bastan, sin definirse, para expresar perfectamente su exacto sentido. Tienen por sí mismas una belleza que resplandece y un fulgor celestial. Creo en el triunfo de la Verdad, y esto me sostiene y me anima para resistir las pruebas a que ahora me hallo sometido.

—Me complacería que acertara usted, señor mío —dijo Bergeret—. Pero, en tesis general, las ideas que nos formamos de los hechos y de los hombres, rara vez estarán de acuerdo con los hombres mismos y con los hechos reales. Los recursos de que se vale nuestra inteligencia para conseguir esta conformidad son incompletos e insuficientes; y si el tiempo descubre algo nuevo, siempre nos quita más de lo que nos dio. A mi manera de ver, la señora Roland, en la cárcel, demostraba una confianza demasiado candorosa en la justicia humana cuando, con entereza y rectitud, apeló al juicio de la posteridad. La posteridad sólo puede mostrarse imparcial en lo que le sea indiferente, y olvida lo que no le interesa. La posteridad no es un juez, como creía la señora Roland: es una turba ciega, miserable, irascible, como todas las turbas: ama y odia, pero se inclina más al odio que al amor; tiene prejuicios, vive del presente, ignora el pasado, no tiene futuro.

—Sin embargo, hay horas de justicia y de reparación —dijo el señor Leterrier.

—¿Cree usted —preguntó el señor Bergeret— que sonará nunca para Macbeth esa hora?

—¿Para Macbeth? —preguntó el señor Leterrier con extrañeza.

—Para Macbeth, hijo de Finleg, rey de Escocia. La leyenda y Shakespeare, dos grandes poderes intelectuales, nos lo presentan como un criminal, y tengo la convicción de que fue un hombre excelente. Protegía a las clases populares y a los eclesiásticos contra las violencias de los nobles, era un rey económico, justiciero, amigo de los artesanos; la crónica lo atestigua. No asesinó al rey Duncan. Su mujer no era infame, se llamaba Grouch, y tenía tres motivos de odio contra la familia de Malcolm. Su primer esposo fue quemado vivo en su castillo. Ahí está, sobre mi escritorio, una revista inglesa donde abundan razones para probar la virtud de Macbeth y la inocencia de lady Macbeth. ¿Supone usted que tomaría otro rumbo la opinión universal aun cuando se vulgarizaran tales pruebas?

—De ningún modo —respondió el señor Leterrier.

—Tampoco yo lo considero posible —suspiró el señor Bergeret.

En aquel momento se oían clamores en la plaza pública. Eran los ciudadanos que, según costumbre, iban a romper los cristales del zapatero Meyer, para reiterar su respeto al Ejército.

Gritaban: "¡Muera Zola! ¡Muera Leterrier! ¡Muera Bergeret! ¡Mueran los judíos!" Y como el rector expresase alguna tristeza y alguna indignación, el señor Bergeret le argumentó que era preciso transigir con los entusiasmos de las muchedumbres.

—Esa turba —dijo— va a romper los cristales de una zapatería. Lo conseguirá sin esfuerzo. ¿Cree usted que todos esos hombres conseguirían con tanta facilidad poner cristales o campanillas en casa del general Cartier de Chalmot? Seguramente no. El entusiasmo popular no es creador, sino esencialmente subversivo. Ahora se alza contra nosotros; pero no debemos apoyarnos en esta circunstancia particular para inquirir las leyes a que obedece su pensamiento.

—Sin duda —respondió el señor Leterrier, hombre de un candor extraordinario—; pero lo que sucede me consterna. ¿Es posible ver, sin lamentarlo, cómo se rebela contra la Justicia y la Verdad este pueblo francés, que ha sido el maestro de Derecho en Europa y en el mundo, y enseñó la justicia al Universo?