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El caballero de las botas azules/XXII

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XXI
El caballero de las botas azules: Cuento extraño (1867)
de Rosalía de Castro
Capítulo XXII
XXIII

Capítulo XXII

Y sucedió que en una de las calles más principales de la corte se presentó cierta mañana un ciego de semblante enjuto y marmóreo. Acompañándose con una guitarra, cantaba o recitaba, en son extraño y monótono, lo que sigue:

«¡Oíd!, ¡Oíd!, y meditad después.

Yo soy el nuevo profeta de lo que se desea y se siente, aunque no se conoce.

Yo soy el que ha escrito con letras de oro el libro de los libros y los triunfos de un nuevo porvenir.

Cuando ese libro aparezca, yo habré muerto, pero queda un heredero de mi ciencia, que extenderá por la tierra los frutos de mi sabiduría, empezando por las tierras de Occidente.

Ese hombre llevará en pos de sí la atención de las gentes, porque en sus pasos brillará el resplandor del cielo y ostentará en su pecho el símbolo del espíritu que le anima.

Él hará lo que ninguno ha hecho en nuestros tiempos... ¡Él es! Reconocedle y buscadle... apresuraos a reuniros en torno suyo, para ver lucir la nueva aurora que ha de salir de las tinieblas.


Así un Moravo, profundo
sabio y profeta eminente,
dijo la morava gente
antes de irse al otro mundo.


Y, al acabar el recitado y la copla, rascaba el ciego de tal modo las cuerdas de la guitarra, que se dijera quería rascar asimismo los oídos de cuantos le rodeaban.

-¡Jesús! -exclamaban algunos-, tiene garras y no uñas el hombre. A ¡vaya con lo que reza!... ¿quién le entiende?

-¡Oh!... mucho quiere decir con lo que dice -añadía otro-, y de buena gana le haría yo preguntillas a no haber aquí tanta gente que las oyera. ¿Habráse visto tanta boca abierta?

-Lo mismo que la de usted que, a fe, no se ha quedado corta -respondía chillando alguna mujer, que se daba por aludida.

Multitud de damas y caballeros se apeaban también de sus carruajes para oír al dichoso ciego, diciendo, después que le habían examinado de cerca:

-Preciso será que llamemos a este hombre para que nos explique el significado de sus palabras: además, parece que su rostro no es desconocido aquí.

De este modo, la fama del ciego cundió aquel mismo día por toda la corte, mientras el periódico Las Tinieblas decía a la tarde, con su acostumbrada malicia, que encontraba cierta afinidad directa entre el ciego y el duque de la Gloria; notabilidad única en su género y muy semejante en su aparición a la invención de los fósforos.

Ninguna prueba aducía el periódico Las Tinieblas para afirmar tan extraña suposición; pero las gentes creyeron sus palabras y el ciego fue buscado aquella misma noche y presentado en varios círculos políticos y aristocráticos, en donde se le aguardaba con una impaciencia digna de mejor causa. El ciego era al parecer más taimado que aquel a quien servía el Lazarillo de Tormes.

-Poseo secretos -decía-, que no me los arrancarían ni el fuego ni el hierro. Pero el que ha de ponerle el cascabel al gato los publicará sin esfuerzo ni violencia, bajo el dominio de su absoluta voluntad.

-Y, ¿quién es el dichoso que ha de poner el cascabel al gato? -le preguntaban.

-Es el que el Moravo anuncia.

-Pero, ¿quién es ese que el Moravo anuncia?

-Es el que anuncia.

-Por supuesto; mas su nombre, ¿cuál es?

-Él lo sabe.

-¿Él? ¿Quién es él?

-El que el Moravo anuncia.

-¿Si querrá burlarse? Amigo, gringo se llama tal juego de palabras y no contestaciones: diga, si quiere, si es verdad, como se asegura, que conoce usted al duque de la Gloria.

-El Moravo sí...

-O es loco de atar o malicioso como una zorra. ¡Dejémosle!

En efecto; era imposible luchar contra la mala intención o la falta de juicio de aquel hombre cuyo semblante, lleno al mismo tiempo de una misteriosa impasibilidad, imponía respeto, casi miedo al que lo contemplaba.

-Aquí hay misterio -decían algunos, temerosos de su propia sombra-. Lo que el ciego dice de ese libro maravilloso y del Moravo y del que ha de poner el cascabel al gato... es sospechoso: ¿por qué dejar ese hombre en libertad?

Mas a pesar de todo esto, el ciego se alejaba tan libremente como había venido y no bien salía de un sitio cuando ya le aguardaban para conducirle a otro.

Celebrábase aquella noche una de las reuniones literarias más brillantes y escogidas. En ella, escritores mimados por la gloria rendían culto a editores, que se dignaban mostrarse amables con aquella juventud, mina inagotable de su risueña prosperidad, y directores de periódicos, cuya posición social era cada vez más respetable, ostentaban su poderío en medio de su corte de redactores, gente ilustrada y tan generosamente modesta que aparentaba no notar siquiera cómo su digno director hacía pasar por propios ajenos pensamientos. ¡Sin duda creía que en sus labios parecerían más delicados y profundos, o que el que compra un escrito se hace absoluto posesor de la idea que ese escrito entraña!

Todo era animación y entusiasmo. Habíanse leído muchas poesías, buenas y malas, aunque siempre aplaudidas, y varios trozos de novelas que ponían a prueba el empedernido corazón de los editores. Pero atentos éstos al buen éxito más bien que al mérito de la obra, guardaban una prudente reserva, por aquello de que nunca el que compra debe alabar los géneros del mercader.

-Lo pensaré -decía alguno con diplomática sonrisa al infeliz que imploraba una esperanza-, tengo grandes compromisos con el autor de La mujer honrada y El amor sacrificado, del cual estoy imprimiendo ahora La pobreza sin mancilla. ¡Oh!... es un éxito fabuloso el que estas novelas obtienen. Casi todos los maestros y maestras de primera enseñanza, casi todas las obreras de Madrid se han suscrito, sin contar las directoras del Hospicio, de la Inclusa y de otros colegios particulares, que las compran para que las niñas, al mismo tiempo que se entretienen los días de fiesta con su amena lectura, se instruyan y aprendan en ellas a ser virtuosas.

-¡Desgraciadas niñas!... ¿No hubiera sido mejor un catecismo? -respondía el paciente con ironía.

-No hay catecismo mejor que las novelas de..., además de estar llenas de escenas tiernas y conmovedoras, además de que el movimiento y la acción no cesa en ellas ni un instante, encierran al mismo tiempo una moral que la misma inquisición no hubiera reprobado.

-Quizá; pero, en cambio, la gramática reprueba su lenguaje, y el buen sentido, sus dislates, reñidos con la bella literatura.

-¿Qué importa todo eso? ¡Aprensiones!... Las mujeres que son las que realmente aman y se impresionan con esa clase de libros, no saben gramática en nuestro país, y muy pocos son los hombres que tienen buen sentido desde que han muerto los Cervantes y Quevedos.

-No tanto: aquí estamos viendo una juventud que promete.

-¡Oh, vaya usted a aventurarse con lo que promete! Y por otra parte, amigo mío, no está probado que los buenos libros hagan los buenos negocios. Pero aun cuando yo desee, más que mi propia conveniencia, ilustrar el país, no siempre las circunstancias que me rodean son favorables a mis patrióticos deseos. En fin, más adelante, se servirá usted, si gusta, pasar por mi casa y hablaremos largamente.

El desdichado, se iba entonces con la música a otra parte, o, lo que es lo mismo, hacia otro grupo en donde se peroraba de este modo, sin duda para ensayarse en la oratoria.

-Señores, difícilmente, aun en aquellos tiempos oscuros en que la literatura se hallaba en mantillas y se esforzaba el poeta en dar una forma a las nebulosas creaciones de su fantasía, pudieran verse abortos literarios como los que hoy se admiran, vilipendio del arte y de las musas. ¿Por qué ese criminal silencio, por qué esa injusta tolerancia con todo lo que es malo? ¿Por qué los hombres de verdadero talento no lanzan sus anatemas contra los dislates y aberraciones de ciertos entendimientos? Pero en vez de esto, señores, la moda, o más bien dicho, el mal gusto, hace a todos los escritores, buenos o malos, ¡distinguidos!, ésta es la palabra sacramental. Por favor, señores y amigos míos, jamás me hagan ustedes distinguido, lo pido en nombre de mi dignidad. Tampoco me digan ustedes ¡inspirado!, porque desde que existen ciertos libros inspirados me parece abominable esta palabra. Ya no les basta a algunos que falte el buen gusto por completo en sus obras, ni que la idea sea tan pobre y mezquina que se pierda a cada paso entre la despilfarrada acumulación de ampulosas frases, sino que, traspasando los límites de la paciencia humana, se ven aparecer descaradamente y sin pudor y -lo que es más- con pretensiones de ser conservados para mejores tiempos, libros cuyo monstruoso conjunto pudiera llamarse el sueño de un demente; libros escritos en una especie de jerigonza que no pertenece a ningún idioma ni dialecto, y cuyas frases incoherentes y retorcidos giros -no podemos hallar una palabra que exprese mejor aquel estilo sin nombre- pueden compararse por su desaliño al sonido de un instrumento roto. En cambio, llenan otros páginas y páginas de no sabemos qué insustancial clasicismo, indigno de corazones poetas y que pudiera decirse inspirado por una momia egipcia: mas es lo cierto que unos y otros pretenden sin pudor ocupar los primeros puestos, reservados a los genios inmortales: ¡Irritante iniquidad, contra la cual es preciso que se proteste con energía! Hablo de este modo, señora, porque me ha indignado la reciente lectura de una novela desconocida que lleva por epígrafe: El caballero de las botas azules. En ella, una gracia bellaca, como diría Cervantes, unas pretensiones que se pierden en lo infinito, una audacia inconcebible y un pensamiento, si es que alguno encierra, que nadie acierta a adivinar, se hermanan lastimosamente con una falta absoluta de ingenio; he leído la mitad, y no puedo saber todavía en qué capítulo empieza, puesto que es en todos a la vez.

-¡Singular ocurrencia! Sin duda el autor habrá juzgado más cómodo no acabar nunca, método que no dejarán de seguir algunos.

-Leeré esa novela, y con su crítica divertiré a mis lectores ávidos siempre de cosas nuevas -dijo Pelasgo.

-No admite crítica -replicó el orador-. Sólo puede decirse de tal novedad que le falta todo para serlo. Argumento, pensamiento, moral..., en fin es una simple monstruosidad, lo peor entre lo peor.

-Sólo por ser tan mala la leeré -añadió otro-; casi la prefiero a muchas otras que no salen nunca de su pasito clásico... ¿y Las Tinieblas le echó su andanada?

-Ayer decía de ella entre otras cosas. «Érase una novela titulada El caballero de las botas azules, éranse unas botas azules en los pies de un caballero, érase un caballero que no se sabe lo que era». ¡Oh, qué espíritu burlón debe animar a quien discurrió todo eso, cuando no vaciló en ridiculizar su propio ingenio con tan mala caricatura!

-Está bien, ya que lo merece. ¿Y qué más dice?

-Se ocupa con preferencia del nuevo libro anunciado por el ciego que llamó hoy la atención de Madrid con su rostro de mármol, sus salmodias y su Moravo, que antes de irse al otro mundo les dijo a sus compatriotas no sé qué profecías sobre el que después de su muerte había de publicar el libro de los libros, y ponerle el cascabel al gato. Y añaden Las Tinieblas que el ciego, el Moravo y el duque de la Gloria, son una cosa muy semejante al laberinto de Creta.

-Y tiene razón, pues si Madrid tuviese una sola cabeza ya se la hubieran vuelto loca.

-Háblase de semejante libro desde que ese señor duque apareció en el palenque de las notabilidades del siglo, como campeón invencible. El buen caballero hace, deshace, rompe cuando quiere con las costumbres sociales, se burla descaradamente de ellas, habla a las mujeres como un sultán a sus concubinas y a los hombres como si tuviese el poder de vencerlos con su sola palabra.

-¡Mentira! -dijeron algunos a una voz-; ninguno ha logrado todavía tener con él una pequeña conversación, no da audiencias a nadie, absolutamente a nadie.

-Es íntimo amigo del de la Albuérniga.

-O su enemigo, pues, según cuentan no le deja reposar tranquilo, y el apacible señor se halla con esto fuera de sí... ya es otro hombre.

-En efecto, aseguran que el duque de la Gloria maneja al rico sibarita como se le antoja.

-A no verlo, no lo creyera; pero ese duque es un verdadero duende puesto que no hay medio de descubrir el misterio que le rodea. Grandes diplomáticos y personajes de diversas naciones, celosos de su popularidad, que amenaza hacerse universal como su gloria, han ofrecido ya cantidades fabulosas al que haga unas botas y una corbata como las suyas. Mas ninguno se atreve: todos confiesan su impotencia para el caso.

-Entre esos personajes se cuenta un lord inglés y un cercano pariente del emperador de las Rusias.

-Ítem más, un título francés que dará al contado cincuenta mil francos al que consiga hacerse editor y saber antes de su publicación lo que contiene el gran libro que va a publicar el duque; pues no es otro, señores, el que el Moravo anuncia en su profecía.

-Negocio no despreciable -dijo uno.

-Renuncio al premio y a la gloria de adquirirlo -repuso con cándida indiferencia cierto editor descontentadizo.

-Tampoco aspiro a tamaña honra -repuso otro sonriendo irónicamente.

-Ni yo -añadió un tercero-, temería que esa fabulosa fortuna, a imitación de las que, según dicen, proporciona el diablo, desapareciese de entre mis manos al tocarla.

-¿Cuál será entonces el que se digne recoger la piña de oro que tantos desprecian?

-Aquí traigo quien puede saberlo -gritó una voz alegre-. Y se vio entrar a un joven de esos que llevan la travesura pintada en el semblante, dando el brazo a un hombre muy alto y envuelto en una capa burda.

-¡Es el ciego!... ¡el ciego!... -exclamaron todos-. ¿A dónde le ha ido a buscar el demonio de Jorge?

-A donde pudo -replicó el joven, que pertenecía a esa clase de criaturas siempre dispuestas a hacer algo que no aciertan a hacer los demás-. Y dirigiéndose al ciego le preguntó:

-Buen hombre, ¿podrá usted decir a estos señores quién es el editor del libro que anuncia?

-Sábelo él -repuso el ciego con su acostumbrado laconismo y severidad.

-¿Y quién es él?

-El que ha de poner el cascabel al gato.

Al oír estas palabras, Pelasgo, que las tenía grabadas en su corazón, se levantó de un salto y acercándose al ciego le dijo:

-Bienvenido el amigo del que ha de poner el cascabel al gato.

-Bienhallado el gato -repuso impasible el taimado ciego.

Esta respuesta produjo grandes carcajadas y aplausos que partieron de un grupo en donde se hallaba Ambrosio, quien añadió al punto:


Nacen en opuestos polos,
y los acerca al destino.


-Pelasgo -añadió enseguida-, en donde menos lo esperamos nos sale al paso un adversario.

-No los temo -dijo el crítico con byroniana ironía, y dirigiéndose otra vez al ciego prosiguió-: A través del blanco de los ojos, ¿puede usted verme, amigo?

-Si el ciego no ve, siente cuando le arañan.

-¡Hola! Porque comprendí que era el ciego el cabo de una madeja que quiero desenredar, fue porque le dejé sentir mis uñas.

-Pequeñas son -contestó el ciego pausadamente.

-Las tengo mayores. Se lo probaré a usted si lo desea.

-¿Al ciego?... es ridículo.

Al decir esto, el ciego se rió de tal modo que cuantos le miraban experimentaron cierto rubor, semejante al que nos cubre el rostro cuando un enemigo invencible se burla de nosotros traidoramente, sin que podamos tomarle por ello satisfacción. Después de haberse reído, el viejo añadió.

-El que ha de poner el cascabel al gato sabe resistir las garras de los leones.

-¿Es domador de fieras? -contestó Pelasgo, con grandes deseos de arrojarse sobre el ciego.

-Y de hombres -repuso aquél.

-No me domará a mí...

-Él lo dirá.

-¿Por qué no ha declarado que era gitano y le hablaríamos en su jerga?

-Todos los gatos la hablan.

No bien el ciego acabó de pronunciar estas palabras cuando en la puerta del salón apareció un lacayo con librea azul, diciendo:

-El muy alto y magnífico señor duque de la Gloria se conceptuará muy honrado si los individuos de esta reunión se dignan asistir a una cena que dará esta noche en el palacio de la Albuérniga.

Y dejando algunos cientos de papeletas de convite sobre la mesa, se alejó saludando respetuosamente. La reunión se deshizo al punto mientras un leve chubasco rociaba las calles y templaba el calor de la atmósfera.

Uno de aquellos editores que habían hablado con desdén del gran libro del duque de la Gloria, se acercó entonces al ciego y le dijo:

-Mi amigo, no permitiré que usted se moje. Sírvase entrar en mi coche, pues tenemos que hablar.

-¿Quién es usted, señor?

-Uno de los editores más ricos y conocidos en la corte. Soy N***.

-¡Ah!... pues no acepto. ¿He de ir yo en coche cuando tantos literatos esperan humildemente en el portal a que pase el chubasco?

-¿Qué tiene usted que ver con ellos? Cada uno cuida de sí.

-No es precisamente por ellos, sino por mí el que yo no acepte.

-Pues, ¿cómo?

-Un ejemplo -replicó el ciego, con el rostro más impasible y severo que nunca-, así peca el usurpador, disfrutando lo que no es realmente suyo, como el que le ayuda a disfrutarlo.

-¡Insolente! -murmuró el editor, justamente indignado, y, poniendo el pie en el estribo del carruaje que partió al galope, dejó plantado al taimado ciego en medio del arroyo.