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El cardenal Cisneros/XXI

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España.


XXI.

Ilusionado Cisneros con estas facilidades, ya no tuvo miramientos con nada ni con nadie. Absuelto en su conciencia por la rectitud de sus propósitos, fijo en el fin á que se encaminaba, no reparó en medios. Ya no eran sólo halagos y dádivas los que empleaba: eran castigos y violencias también. En vano muchos varones doctos le expusieron, según Robles y Gómez de Castro, que convenia, dejar extinguir insensiblemente la secta mahometana, y no acelerar un negocio que el tiempo mismo lo habia de acabar. En vano que los medios empleados no eran evangélicos y estaban vedados por las capitulaciones de Granada. En vano que la caridad debia producir la persuasión, no los presentes y amenazas. En vano que los Concilios de Toledo habían prohibido severamente cualquier violencia para traer á la fe, mandando que no se recibiese en ella sino á aquellos que la habian deseado con voluntad libre y sincera, después de madura deliberación. Cisneros replicaba que era preciso aniquilar la secta en el momento en que empezaba á enflaquecer antes que sus dispersas partes se volvieran á unir y coligar estrechamente, añadiendo que, después de todo, se hacía un beneficio á aquellas almas rebeldes y desidiosas, poniéndolas en camino de salud y haciéndolas ganar á Jesucristo.

Así, para aterrar á los Moros, se empleaban procedimientos verdaderamente inquisitoriales, lo mismo con los humildes que con los poderosos, con éstos con preferencia, para que el ejemplo tuviera eficacia. Distinguíase éntrelos Moros por su estirpe, que era Real, por su valor y por su entendimiento, uno llamado el Zegrí Azaator, que se señaló además por su obstinación en seguir en su ley, á pesar de la elocuencia y de los regalos de Cisneros, por lo cual éste, dejada aparte toda humanidad, según se expresa Luis del Mármol en su Rebelion y castigo de los moriscos, dispuso que uno de los Capellanes que le acompañaban se encargase de ablandar carácter tan empedernido, y el tal, llamado Pedro de León, que lean era, dice un cronista jugando con el equívoco, así de corazón como de nombre, al cabo de algunos dias presentó trasformado el altivo moro, quien dijo al Arzobispo que la noche anterior Alá se habia dignado aparecérsele para manifestarle el error en que estaba y mandarle que al punto recibiera las aguas del bautismo, si bien mezclando lo festivo á lo grave, añadia, señalando á su celoso guardián: Para reducir á los moros mas obstinados, no tiene V. R. más que entregarlos á este León, gue no quedará musulmán que no se haga cristiano en pocos dias. ¡Tan persuasivos y eficaces debían de ser sus argumentos, allá en la oscuridad del calabozo!

El ejemplo del Zegrí decidió á muchos, á tantos como antes los razonamientos y dádivas del Arzobispo, que acaso entre los humanos, fuera de las conversiones que hiciera la gracia divina, no es menor el número de pusilánimes que el de los codiciosos. Todavía avanzó más Cisneros, deseoso de borrar hasta la última huella de dominaacion árabe en España, y fué mandar traer todos los Alcoranes y libros que hicieran relación á la doctrina para alimentar con ellos una inmensa hoguera, á pesar de los grandes ruegos que se le hicieron para conservar algunos. Este tremendo auto de fe forma, á cierta distancia de tiempo, como las represalias que se tomó el Cristianismo, en el seno de un pueblo civilizado y alboreando ya la edad moderna, de aquel incendio, verdadero ó falso, mayor ó menor, cierto en nuestro concepto, pero no de las proporciones que algunos historiadores suponen, consumado por el Islamismo y por su Califa Omar en la Biblioteca de Alejandría. Presa fueron de las llamas en Granada millares de volúmenes, y á excepción de trescientos tratados de medicina que Cisneros apartó para su Colegio de Alcalá, ninguno más alcanzó gracia, ya la pidieran á grandes gritos, éstos por sus primorosas labores, aquellos por los asuntos de que trataban, los otros por su notoria riqueza. Este hecho, que alguna disculpa puede tener con relación á la época en que tales pruebas de fanatismo é intolerancia se daban en todas partes, es lamentable para la buena fama de Cisneros, espíritu superior, de quien era de esperar que en esto, como en tantas otras cosas lo hizo, se adelantase á su tiempo, mucho más cuando se compadece tan mal con su protección á las ciencias y á las letras y á los sabios que las profesaban, esta persecución literaria, más perjudicial si cabe, como dice Prescott, qué la que va contra la vida misma, pues rara vez se deja sentir, la pérdida de un individuo más allá de su generación, cuando la destrucción de una obra de mérito, es decir, la destrucción del espíritu revestido de forma permanente, es pérdida que sufren todas las generaciones futuras Contradicción en el carácter de Cisneros, que sólo explica la intolerancia religiosa, de que por fortuna, y bajo ciertos puntos de vista, nos vemos aliviados hoy en que, en una guerra contemporánea con infieles, respetamos escrupulosamente su religión en la única ciudad que ocupamos, y enviamos allí jóvenes ilustrados, como el ya difunto Lafuente Alcántara, á recoger manuscritos árabes, quizás los que escaparon del auto de fe granadino, ocurriendo ahora mismo en nuestra España que el respetable Obispo de Córdoba y todo su cabildo dediquen sus pobres economías á desenterrar y descubrir á la luz del dia los arabescos y filigranas de aquella portentosa catedral, bárbaramente tapiados en otra edad por las incultas manos del fanatismo.

Como se ve, no excusamos las faltas y los errores de Cisneros. Por grande que sea nuestro entusiasmo por las glorias patrias, es mayor el respeto que profesamos á la conciencia de la humanidad. La historia no conoce el patriotismo, ese patriotismo estrecho, restringido y localizado, que consiste en amar ó aborrecer lo que ama ó aborrece el pueblo en que nacemos y vivimos. A veces, dominada por un espíritu más alto, por un instinto más noble, por un sentimiento más grandioso, el espíritu, el instinto, el sentimiento inmortal de la justicia, acaso con pesar, ya que no con remordimientos, derrama ñores sobre la olvidada tumba de los vencidos, y esculpe un anatema al pié de la estatua triunfal de los vencedores.