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El clavo/III

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- III -
Catástrofe

¡Desventurado! No bien dije una palabra galante a la beldad, conocí que había puesto el dedo sobre una herida...

En el momento perdí todo lo que había ganado en su opinión.

Así me lo dijo una mirada indefinible que cortó la voz de mis labios.

-Gracias, señor, gracias -me dijo luego, al ver que cambiaba de conversación.

-¿He enojado a usted, señora?

-Sí; el amor me horroriza. ¡Qué triste es inspirar lo que no se siente! ¿Qué haría yo para no agradar a nadie?

-¡Algo es menester que usted haga, si no se complace en el daño ajeno!... -repuse muy seriamente-. La prueba es que aquí me tiene pesaroso de haberla conocido... ¡Ya que no feliz, por lo menos yo vivía ayer en paz..., y ya soy desgraciado, puesto que la amo a usted sin esperanza!

-Le queda a usted una satisfacción, amigo mío... -replicó ella sonriendo.

-¿Cuál?

-Que si no acojo su amor, no es por ser suyo, sino porque es amor. Puede usted, pues, estar seguro de que ni hoy, ni mañana, ni nunca... obtendrá otro hombre la correspondencia que le niego. ¡Yo no amaré jamás a nadie!

-Pero, ¿por qué, señora?

-¡Porque el corazón no quiere, porque no puede, porque no debe luchar más! ¡Porque he amado hasta el delirio..., y he sido engañada! En fin, ¡porque aborrezco el amor!

¡Magnífico discurso! Yo no estaba enamorado de aquella mujer. Inspirábame curiosidad y deseo, por lo distinguida y por lo bella; pero de esto a una pasión había todavía mucha distancia.

Así, pues, al escuchar aquellas dolorosas y terminantes palabras, dejó la contienda mi corazón de hombre y entró en ejercicio mi imaginación de artista. Quiere esto decir que comencé a hablar a la desconocida un lenguaje filosófico y moral del mejor gusto, con el que logré reconquistar su confianza, o sea, que me dijese algunas otras generalidades melancólicas del género Balzac.

Así llegamos a Málaga.

Era el instante más oportuno para saber el nombre de aquella singularísima señora.

Al despedirme de ella en la Administración, le dije cómo me llamaba, la casa donde iba a parar y mis señas en Madrid.

Ella me contestó con un tono que nunca olvidaré:

-Doy a usted mil gracias por las amables atenciones que le he merecido durante el viaje, y le suplico que me dispense si le oculto mi nombre, en vez de darle uno fingido, que es con el que aparezco en la hoja.

-¡Ah! -respondí-. ¡Luego nunca volveremos a vernos!

-¡Nunca!..., lo cual no debe pesarle.

Dicho esto, la joven sonrió sin alegría, tendióme una mano con exquisita gracia, y murmuró:

-Pida usted a Dios por mí.

Yo estreché su mano linda y delicada, y terminé con un saludo aquella escena, que empezaba a hacerme mucho daño.

En esto llegó un elegante coche al parador.

Un lacayo con librea negra avisó a la desconocida.

Subió ella al carruaje; saludóme de nuevo, y desapareció por la Puerta del Mar.

Dos meses después volví a encontrarla.

Sepamos dónde.