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El conde de Montecristo: 2-12

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El conde de Montecristo
Segunda parte: Simbad el Marino
Capítulo 12

de Alejandro Dumas
Capítulo doce
Apariciones

Franz encontró un término medio para que Alberto llegase al Coliseo sin pasar por delante de ninguna ruina antigua, y por consiguiente sin que las preparaciones graduales quitasen al Coliseo un solo ápice de sus gigantescas proporciones. Este término medio consistía en seguir la Vía Sixtina, cortar el ángulo derecho delante de Santa María la Mayor, y llegar por la Vía Urbana y San Pietro-in-Vincoli hasta la Vía del Coliseo.

Ofrecía otra ventaja este itinerario: la de no distraer en nada a Franz de la impresión producida en él por la historia que había contado Pastrini, en la cual se hallaba mezclado su misterioso anfitrión de Montecristo. Así, pues, había vuelto a aquellos mil interrogatorios interminables que se había hecho a sí mismo, y de los cuales ni uno siquiera le había dado una respuesta satisfactoria.

Por otra parte, había otra cosa aún que le había recordado a su amigo Simbad el Marino: eran aquellas misteriosas relaciones entre los bandidos y los marineros. Lo que dijera Pastrini del refugio que encontraba Vampa en las barcas de los pescadores contrabandistas, recordaba a Franz aquellos dos bandidos corsos que había hallado cenando con la tripulación del pequeño yate que había virado de rumbo y había abordado en Porto-Vecchio, con el único fin de desembarcarlos. El nombre con que se hacía llamar su anfitrión de MonteCristo, pronunciado por su huésped de la fonda de Londres, le probaba que representaba el mismo papel filantrópico en las costas de Piombino, de Civita-Vecchia, de Ostia y de Gaeta, que en las de Córcega, Toscana, España y aun en las de Túnez y Palermo, lo cual era una prueba de que abrazaba un círculo bastante extenso de relaciones.

Sin embargo, por muy fijas que estuviesen en la imaginación del joven todas aquellas reflexiones, por más preocupado que le tuviesen, desvaneciéronse repentinamente cuando vio elevarse ante sí el sombrío y gigantesco espectro del Coliseo, a través de cuyas puntas y aberturas la luna proyectaba aquellos pálidos y prolongados rayos que arrojan los ojos de los fantasmas.

Detúvose el carruaje a algunos pasos de la Meta Sudans. El cochero fue a abrir la portezuela, los dos jóvenes bajaron del carruaje y se encontraron enfrente de un cicerone que parecía haber salido de la tierra. Como también les había seguido el de la fonda, resultó que tenían dos.

Es totalmente imposible evitar en Roma este lujo de guías; además del cicerone general que se apodera de uno en el mismo instante en que se ponen los pies en el dintel de la puerta de la fonda, y que no os abandona hasta el día en que se ponen los pies fuera de la ciudad, hay aún un cicerone especial en cada monumento. Júzguese si no se debe ir acompañado de un cicerone en el Coliseo, o sea, en el monumento por excelencia, que obligó a decir a Marcial: «Cese Menfis de ponderarnos los estrepitosos milagros de sus pirámides, que no se canten más las maravillas de Babilonia, todo debe ceder ante el inmenso trabajo del anfiteatro de los Césares, y todas las voces de la fama deben reunirse para ponderar este monumento.» Franz y Alberto no trataron de sustraerse a la tiranía cicerónica, y a más esto sería tanto más difícil cuanto que sólo los guías tienen derecho a recorrer el monumento con antorchas. No hicieron, pues, ninguna resistencia, y se entregaron a los guías para que los condujesen.

Franz conocía este paseo por haberlo hecho diez veces; pero como su compañero, más novicio, ponía el pie por primera vez en el monumento de Flavio Vespasiano, debo confesarlo en alabanza suya, a pesar de la ignara charlatanería de sus guías, estaba fuertemente impresionado. En efecto, no se puede formar una idea, cuando no se ha visto, de la majestad de semejante ruina, cuyas proporciones están aumentadas más y más por la misteriosa claridad de la luna meridional cuyos rayos se asemejan a un crepúsculo de Occidente.

Así pues, apenas, pensativo y cabizbajo, Franz hubo andado cien pasos bajo los pórticos interiores, que abandonando a Alberto y a sus guías, que no querían renunciar al imprescriptible derecho de hacerle ver detalladamente la Fosa de los Leones, la mansión de los Gladiadores, el Podium de los Césares, se dirigió hacia una escalera medio en ruinas, y haciéndoles continuar en simétrico camino, fue a sentarse a la sombra de una columna enfrente de una abertura que le permitía abrazar al gigante de granito en toda su majestuosa extensión.

Estaba Franz allí hacía un cuarto de hora, perdido, como se ha dicho, en la sombra de una columna, ocupado en mirar a Alberto que en compañía de sus dos guías, con antorchas, acababa de salir de un vomitorium colocado al extremo del Coliseo, y los cuales, semejantes a dos sombras que siguen un fuego vago, descendían de grada en grada hasta los sitios reservados a las vestales, cuando le pareció percibir el ruido de una piedra en las profundidades del monumento, desgajada de la escalera situada enfrente de la que él acababa de subir para colocarse en el lugar en que estaba sentado. Nada hay de extraño en una piedra que se desprende bajo el pie del tiempo y cae rodando a un abismo, pero a Franz le pareció que aquella piedra había cedido bajo el pie de un hombre, y que un ruido de pasos llegaba hasta él, aunque el que lo ocasionaba hiciese cuanto pudiese para apagarlo.

Efectivamente, a los pocos momentos apareció un hombre, saliendo gradualmente de la sombra a medida que subía la escalera, conforme iban bajando se confundían en las tinieblas.

Nada impedía suponer que fuese un viajero como él que se hubiese retirado, prefiriendo una meditación solitaria a la insignificante charla de sus guías, y por lo tanto su aparición no tenía nada que pudiese sorprenderle. Pero en la indecisión con que subía los últimos escalones, en la manera con que, llegado que hubo a la plataforma, se detuvo y pareció escuchar, era probable que había venido con un fin particular y que esperaba a alguien. Por un movimiento instintivo y maquinal, escondióse Franz todo lo que pudo detrás de la columna. A diez pasos del pavimento donde ambos se encontraban, la bóveda estaba algún tanto derribada, y una abertura redonda, semejante a la de un pozo, permitía percibir el cielo sembrado enteramente de estrellas. Alrededor de esta abertura que casi más de cien años hacía daba paso a los débiles y pálidos rayos de la luna, habían nacido una multitud de hierbas silvestres, cuyas ramas se destacaban erguidas sobre el azul mate del firmamento, mientras que las enredaderas y la hiedra pendían de aquel terrado superior y se balanceaban bajo la bóveda, parecidas a cuerdas flotantes.

El personaje cuya misteriosa llegada había llamado la atención de Franz se hallaba situado en la penumbra, que aunque impedía examinar sus facciones, no era sin embargo lo suficiente oscura para impedir que se distinguiese su traje. Iba envuelto en una gran capa parda, cuyo embozo caído sobre el hombro izquierdo, le ocultaba la parte inferior del rostro, mientras que su sombrero de anchas alas cubría la parte superior. Solamente el extremo de su vestimenta, que se hallaba iluminada por la luz oblicua que atravesaba la abertura, permitía distinguir un pantalón negro, cuyo botín cuadraba coquetamente una bota charolada. Este hombre pertenecía evidentemente, si no a la aristocracia, a los menos a la alta sociedad.

Hacía algunos minutos que estaba allí y ya comenzaba a impacientarse, cuando un ligero ruido se dejó oír en la parte superior. Al punto una sombra interceptó la luz. Un hombre apareció en la abertura, arrojó una ojeada penetrante por las tinieblas, y al fin distinguió al hombre de la capa. Después, cogiéndose a un puñado de aquellas enredaderas y de aquellas hiedras flotantes, se dejó deslizar, y cuando llegó a tres o cuatro pies del pavimento, dejóse caer ligeramente. Es de advertir que el nuevo personaje vestía un traje de transtevere.

-Disculpadme, excelencia -dijo en dialecto romano-, si os he hecho esperar; sin embargo, no me he retardado más que algunos minutos, porque las diez acaban de dar en San Juan de Letrán.

-Más bien soy yo quien se ha adelantado -respondió el extranjero en el más puro toscano-; así, pues, nada de cumplidos y luego, aunque hubieseis tardado más, ya me habría figurado que sería por una causa ajena a vuestra voluntad.

-Y os lo hubierais figurado con razón, excelencia. Vengo del castillo de San Angelo, y me ha costado gran trabajo el hablar a Beppo.

-¿Quién es Beppo?

-Beppo es un empleado de la cárcel al que le tengo destinada una rentita para saber todo cuanto ocurre en el interior del Castillo de Su Santidad.

-¡Ah!, ¡ah!, veo que sois un hombre cauto, querido.

-¡Qué queréis, excelencia! Nadie sabe lo que cualquier día puede acontecer. Tal vez a mí mismo me echarán un día el guante, como ha sucedido con el pobre Pepino, y necesitaré entonces un ratón que me roa las puertas de la cárcel.

-En fin, ¿qué habéis averiguado?

-El martes habrá dos ejecuciones, a las dos, como es costumbre en Roma; un condenado será mazzolato; éste es un miserable que ha asesinado a un sacerdote que le educó, y que no merece ningún interés; el otro será decapitado, y éste es el pobre Pepino.

-¡Ya veis, querido! Inspiráis tanto terror no solamente al gobierno pontifical, sino a los reinos vecinos, que quieren hacer un ejemplar castigo.

-Pero Pepino no forma parte de nuestra banda, es un pobre pastor que no ha cometido más crimen que el de proporcionamos víveres.

-Pues eso basta y sobra para que se le considere como vuestro cómplice; así pues, ya veis que le guardan algunas consideraciones. En vez de martirizarlo como harían con vos, si os llegaran a echar la mano, se contentan con guillotinarlo. Esto variará los planes del pueblo y habrá espectáculo para toda clase de gustos.

-Sin el que yo preparo y con el cual no cuentan -prosiguió el transtevere.

-Amigo mío, permitidme deciros -prosiguió el hombre de la capa-, que me parecéis dispuesto a hacer alguna simpleza.

-Estoy dispuesto a todo para impedir la ejecución del pobre diablo que morirá por causa mía; ¡por la madonna!, me consideraría muy cobarde si no hiciese algo por ese valiente muchacho.

-¿Y qué es lo que pensáis hacer?, veamos...

-Apostaré unos veinte hombres alrededor del cadalso, y en el momento en que le conduzcan, a una señal mía, nos lanzaremos, daga en mano, sobre la escolta, y le libertaremos.

-Eso me parece muy peligroso, y decididamente creo que mi proyecto vale mucho más que el vuestro.

-¿Y cuál es vuestro proyecto, excelencia?

-Daré dos mil piastras a una persona que yo sé y que obtendrá que la ejecución de Pepino se dilate hasta dentro de un año; luego daré otras mil piastras a otra persona que también conozco y le haré evadir de la prisión.

-¿Estáis seguro de obtener buen éxito?

-¡Diantre! -dijo en francés el hombre de la capa.

-¿Qué decís? -preguntó el transtevere.

-Digo, querido, que más he de hacer yo con mi oro que vos y toda vuestra gente con sus puñales, sus pistolas, sus carabinas y sus trabucos. Dejadme y veréis.

-Perfectamente; pero, por si acaso, estaremos prestos.

-Bueno, estad prestos si así lo deseáis, pero estad también seguros de que he de obtener la dilación indicada.

-No olvidéis que el martes es pasado mañana y que por consiguiente no os queda más día que mañana.

-¡Y bien! ¿Qué? Un día está compuesto de veinticuatro horas, cada hora se compone de sesenta minutos, cada minuto de sesenta segundos, y en ochenta y seis mil cuatrocientos segundos se pueden hacer muchas cosas.

-¿Y cómo sabremos si habéis obtenido buen éxito?

-De un modo sencillísimo: He alquilado los tres últimos balcones del café Rospoli; si he obtenido la prórroga, los dos balcones de los lados estarán colgados de damasco amarillo, y el del centro de damasco blanco, con una cruz roja.

-Magnífico. ¿Y por quién haréis entregar el perdón?

-Enviadme uno de vuestros hombres disfrazado de penitente, y se lo daré. Gracias a su traje llegará hasta el pie del cadalso, y entregará la orden al jefe de la hermandad, que la pasará al verdugo. Mientras tanto, haced saber esta noticia a Pepino, para que no se vaya a morir de miedo o a volverse loco de desesperación, lo cual sería causa de que hubiésemos hecho un gasto inútil.

-Escuchad, excelencia -dijo el aldeano-, os profeso un gran afecto, bien lo sabéis, ¿no es así?

-Así lo creo al menos.

-¡Pues bien! Si salváis a Pepino, no será afecto lo que os profesaré, será obediencia.

-Mide lo que dices, amigo mío, porque acaso algún día lo recuerde, y ese día será el que te necesite.

-Entonces, excelencia, me encontraréis en la hora de la necesidad, como yo os he encontrado en esta misma hora y aun cuando os fueseis al fin del mundo, no tendréis más que escribirme: “Haz esto” , y lo haré, a fe de...

-¡Callad! -dijo el desconocido-, oigo ruido.

-Son viajeros que visitan el Coliseo.

-Es peligroso que nos encuentren juntos. Estos demonios de guías podrían reconocernos, y por honrosa que sea vuestra amistad, amigo mío, si llegaran a enterarse de que estábamos tan unidos como lo estamos, esta unión me haría perder un poco de mi crédito.

-¿Conque si conseguís la prórroga...?

-El balcón del centro colgado de damasco blanco con una cruz roja.

-¿Y si no?

-Tres colgaduras amarillas.

-¿Y entonces...?

-Entonces, querido amigo, manejad el puñal como gustéis, os lo permito, y yo estaré allí para veros maniobrar.

-Adiós, excelencia, cuento con vos; contad vos conmigo.

Y dichas estas palabras, el transtiberino desapareció por la escalera, mientras que el desconocido, embozándose bien en su capa y ocultándose enteramente el rostro, pasó a dos pasos de Franz, y descendió al circo por las gradas exteriores. Un segundo después, Franz oyó resonar su nombre en aquellas bóvedas.

Era Alberto que le llamaba. Antes de responder, esperó a que los dos hombres se hubiesen alejado, procurando no revelarles que habían tenido un testigo que, si no había visto su rostro, no había al menos perdido una sola palabra de su conversación. No habían transcurrido aún diez minutos cuando Franz estaba ya en camino de la fonda de Londres, escuchando con una distracción impertinente el erudito discurso que Alberto hacía, según Plinio y Calparini, sobre las rejas guarnecidas de puntas de hierro que impedían a los animales feroces lanzarse sobre los espectadores. Franz le dejaba hablar sin contradecirle, pues deseaba hallarse solo para pensar sin distracción alguna en lo que acababa de presenciar.

De los dos hombres, el uno seguramente era extranjero, y aquélla era la primera vez que le veía y oía, pero no ocurría lo mismo con el otro, y aunque Franz no hubiese distinguido su rostro constantemente envuelto en la sombra u oculto en su capa, el acento de aquella voz le había llamado demasiado la atención desde la primera vez que la oyera para que pudiese resonar alguna vez en su presencia sin que la reconociese. Sobre todo, en las entonaciones irónicas, había algo de agudo y metálico que le había hecho estremecer en las ruinas del Coliseo, lo mismo que en la gruta de Montecristo. Así, pues, estaba perfectamente convencido de que aquel hombre no podía ser otro que Simbad el Marino.

En cualquier otra circunstancia, la curiosidad que le había inspirado aquel hombre le hubiera arrastrado a darse a conocer, pero en aquel caso la conversación que acababa de oír era sobrado íntima para que no se detuviese por el temor demasiado fundado de que su aparición les causaría una sorpresa bien poco agradable. Le dejó, pues, que se alejara, como hemos visto, pero prometiendo si le encontraba otra vez no dejar escapar la segunda ocasión como lo había hecho con la primera. Impidióle la preocupación entregarse al sueño, de modo que toda aquella noche la empleó en renovar en su imaginación todas las circunstancias que parecían hacer de aquellos dos personajes el mismo individuo; además, mientras más pensaba Franz, más se afirmaba en esta opinión. Se durmió, cerca del amanecer, lo que hizo que no despertara sino muy tarde. Alberto, a fuer de verdadero parisiense, había tomado ya sus precauciones para la noche: había enviado por un palco al teatro Argentino y como Franz tenía que escribir muchas cartas para Francia, cedió el carruaje a Alberto por todo el día.

Entró Alberto a las cinco. Había entregado las cartas de recomendación, tenía billetes para todas las tertulias y había visto Roma. Le había bastado un día a Alberto para todo esto. Y todavía había tenido tiempo para informarse de la pieza que se representaba y de los actores que la ejecutaban. El título de la pieza era «Parisina» y los actores se llamaban Coselli, Moriani y la Spech.

Nuestros dos jóvenes no eran tan desgraciados como se ve, pues que iban a asistir a la representación de una de las mejores óperas del autor de Lucia di Lammermoor, ejecutada por tres artistas de los de más nombradía en Italia. No había podido jamás acostumbrarse Alberto a los teatros ultramontanos, cuya orquesta no se puede oír, y que no tienen ni balcones ni palcos descubiertos; esto era bastante duro para un hombre que tenía su luneta en los Bouffes y su parte de palco en la ópera. No impedía, sin embargo, que Alberto se vistiese de gran etiqueta siempre que iba a la ópera con Franz. Tiempo perdido, pues, preciso es confesarlo, para vergüenza de uno de los representantes de nuestra elegancia: después de cuatro meses que paseaba por Italia en todos sentidos, Alberto no había tenido ni lo que se llama una sola aventura.

Y no era que no hiciese lo posible para que ésta se le presentara, no, porque Alberto de Morcef era uno de los jóvenes que más fastidiados debían estar por hallarse en tal descubierto. La cosa era tanto más penosa, cuanto que según la modesta costumbre de nuestros queridos compatriotas, Alberto había salido de París con la convicción de que iba a tener los mejores lances, y que volvería a entretener a sus amigos del boulevard de Gand contándoles sus aventuras; pero, desgraciadamente, nada de esto había sucedido.

Las encantadoras condesas genovesas, florentinas y napolitanas, habían temido, no a sus maridos, sino a sus amantes, y Alberto había adquirido la cruel convicción de que las italianas tienen a lo menos sobre las francesas la ventaja de ser fieles a su infidelidad. Con todo, ello no quiere decir que en Italia, como en todas partes, no haya regla sin excepción.

Y con todo, Alberto era no solamente un joven muy elegante, sino un hombre de mucho talento. Era además vizconde, vizconde de moderna nobleza, es muy cierto, pero en el día que no se hacen pruebas, ¿qué importa que sea uno noble desde 1399 o desde 1815? Sobre todo esto, tenía cincuenta mil libras de renta, y siendo más de lo necesario para vivir en París a la moda, era pues, algo humillante el no haberse hecho notable en ninguna de las ciudades por donde había pasado.

Sin embargo, confiaba que no sería lo mismo en Roma, mucho más siendo el carnaval, una de las épocas de más libertad y en que las más severas se dejan arrastrar a algún acto de locura. Como el carnaval empezaba al siguiente día, era muy importante que Alberto echara a volar su prospecto antes de aquella apertura.

Había alquilado, pues, con esa intención, uno de los palcos más visibles del teatro, y se había vestido con mucha elegancia. Estaba en la primera fila, que reemplaza la galería en nuestros teatros. Por otra parte, los tres primeros pisos son tan aristocráticos los unos como los otros, y por esta razón son llamados los palcos nobles. Aquí diremos, como de paso, que aquel palco, donde podrían estar doce personas sin estrechez, había costado a los dos amigos un poco más barato que un palco de cuatro personas en el ambigú cómico.

Es preciso decir que Alberto tenía aún otra esperanza y era que si llegaba a encontrar cabida en el corazón de una bella romana, esto le conduciría naturalmente a conquistar un puesto en un carruaje, y por consiguiente, a ver el carnaval en algún balcón de príncipe.

Todas estas circunstancias unidas hacían que Alberto fuese más emprendedor de lo que nunca lo había sido. Volvía la espalda a los actores, inclinándose fuera del palco, y mirando a todas las personas con unos prismáticos de seis pulgadas de largo, lo cual no hacía que ninguna mujer recompensase, con una sola mirada, ni aun de curiosidad, todos sus estudiados ademanes y movimientos. Cada cual hablaba, en efecto, de sus asuntos, de sus amores, de sus placeres, del carnaval que comenzaba al día siguiente, de la próxima Semana Santa, sin fijar la atención ni un solo instante ni en los actores, ni en la ópera, excepto en los momentos muy destacados en que todos se volvían, sea para oír un trozo del recitado de Coselli, sea para aplaudir algún rasgo brillante de Moriani, sea en fin para gritar ¡bravo! a la Spech. Pasados estos instantes tan fugaces y momentáneos, las conversaciones particulares recobraban su objeto primordial.

Hacia el fin del primer acto, la puerta de un palco que hasta entonces había permanecido vacío se abrió y Franz vio entrar a una mujer a la cual había tenido el honor de ser presentado en París, y que creía aún en Francia. Alberto advirtió el movimiento que hizo su amigo al aparecer aquella dama, y volviéndose hacia él dijo:

-¿Conocéis acaso a esa dama?

-Sí, ¿qué os parece?

-Es una rubia encantadora, querido. ¡Oh!, qué cabellos tan adorables. ¿Es francesa?

-No, veneciana.

-¿Y se llama?

-La condesa G...

-¡Oh!, la conozco de nombre -exclamó Alberto-. Aseguran que además de ser hermosa tiene mucho talento. ¡Diantre! ¡Cuando pienso que hubiera podido ser presentado a ella en el último baile dado por la señora de Villefort, en el cual estaba, y que entonces no quise! ¿No es verdad que soy un imbécil?

-¿Queréis que repare esa falta? -preguntó Franz.

-¡Cómo! ¿La conocéis tan íntimamente para conducirme a su palco?

-He tenido el honor de hablar con ella tres o cuatro veces en mi vida, pero, bien lo sabéis, es lo bastante para no cometer una indiscreción.

En aquel instante, la condesa reparó en Franz y le hizo con la mano un ademán gracioso, al cual respondió él con una respetuosa inclinación de cabeza.

-¡Vaya! ¡Me parece que estáis en buena armonía! -dijo Alberto.

-Pues os engañáis, y he aquí lo que nos hará cometer mil tonterías a nosotros los franceses en el extranjero, por someterlo todo a nuestro punto de vista parisiense. En España y en Italia, sobre todo, no juzguéis jamás de la intimidad de las personas por lo expresivo de los cumplimientos. Hemos simpatizado la condesa y yo, pero eso es todo.

-¿Simpatía de alma? -preguntó con una sonrisa Alberto.

-No, de carácter -respondió gravemente Franz.

-¿Y en dónde empezó, en dónde tuvo lugar la tal simpatía?

-En un paseo que dimos por el Coliseo, parecido al que juntos hemos dado.

-¿A la luz de la tuna?

-Sí.

-¿Solos?

-Casi.

-Y hablasteis...

-De los muertos.

-¡Ah! -exclamó Alberto-, pues entonces la conversación no dejaría de ser agradable, y por lo mismo os prometo que si tengo la dicha de servir de acompañante a la bella condesa en un paseo semejante al vuestro, no le hablaré sino de los vivos.

-Y tal vez haréis más.

-Mientras tanto, vais a presentarme a ella como me lo habéis prometido.

-Tan pronto como se baje el telón.

-¡Cuán largo es este diablo de primer acto!

-Escuchad el final, querido, porque a más de ser muy bello, Coselli lo canta admirablemente.

-Sí, ¡pero qué talle... !

-La Spech está sumamente dramática.

-Sí, no lo discuto, pero ya conocéis que cuando se ha oído a la Lontag y la Malibrán...

-¿No os parece excelente el método de Moriani?

-No me gustan los morenos que cantan rubio.

-Amigo mío -dijo Franz volviéndose, mientras que Alberto continuaba mirando con los anteojos-, a decir verdad estáis hoy muy insulso y distraído.

Al fin bajó el telón, con gran satisfacción del vizconde de Morcef, que tomó su sombrero, se arregló sus cabellos, compuso su corbata y sus puños, e hizo observar a Franz que le esperaba. Como por su parte la condesa, a quien Franz interrogaba con la mirada, le dio a entender que sería bien recibido, no tardó éste en satisfacer la impaciencia de Alberto y dirigiéndose al palco seguido de su compañero, que se aprovechaba del paseo para componer los falsos pliegues que los movimientos habían podido imprimir en el cuello de la camisa y en las solapas de su frac, llamó al palco número 4, que era el que ocupaba la condesa. Esta se levantó al punto, cediendo su lugar al recién llegado, según es costumbre en Italia y según se cede siempre cuando llega una visita.

Presentó Franz a la condesa a Alberto como uno de los jóvenes franceses más distinguidos por su posición social, por sus nada escasos conocimientos y por las muchas otras cualidades que le adornaban, todo lo cual no dejaba de ser cierto, porque tanto en París como en cualquier parte que estuviese, se tenía a Alberto por un perfecto caballero.

Franz procuró añadir que, pesaroso su amigo de no haber sabido aprovechar la estancia de la condesa en París para hacer que le presentasen a ella, le había encargado que reparase su falta, misión que cumplía, rogando a la condesa, a cuyo lado también él hubiera necesitado un introductor, que excusase su indiscreción. La condesa respondió con un saludo encantador a Alberto, y presentando la mano a Franz. Invitado por ella, Alberto se sentó en el lugar desocupado de la delantera, y Franz lo verificó en segunda fila, detrás de la condesa.

Alberto había hallado un excelente tema de conversación, París, y por consiguiente hablaba a la condesa de sus conocimientos comunes. Franz comprendió que se hallaba en su terreno. Dejóle, pues, y pidiéndole sus gigantescos anteojos, se puso a su vez a explorar el salón. Sentada en un sillón delantero de un palco de tercera fila enfrente de ellos, estaba una mujer de una hermosura admirable, vestida con un traje griego que llevaba con tanta gracia y soltura que era evidentemente su traje habitual. Detrás de ella, entre la sombra, se dibujaba la silueta de un hombre cuyo rostro era imposible distinguir. Franz interrumpió la conversación de Alberto y de la condesa para preguntar a esta última si conocía a la hermosa albanesa, digna de atraer no solamente la atención de los hombres, sino también de las mujeres.

-No -dijo-, todo cuanto sé es que está en Roma desde el principio de la estación, porque desde que está abierto el teatro la he visto cotidianamente en el mismo palco que hoy se encuentra, unas veces acompañada del hombre que en este momento se encuentra con ella, y otras seguida tan sólo de un criado negro.

-¿Qué os parece, condesa?

-Muy bonita; Medora debió asemejarse a esa mujer.

Franz y la condesa cambiaron una sonrisa, volviendo de nuevo esta última a entablar su interrumpida conversación con Alberto y Franz a mirar a su albanesa. Se levantó entonces el telón. Era uno de esos bailes italianos puestos en escena por el famoso Henry, que se ha formado como coreógrafo una reputación tan colosal en Italia, y que el desgraciado ha venido por fin a perder en el teatro Náutico; uno de esos bailes que todo el mundo, desde el primer bailarín al último comparsa, toman una parte tan activa en la acción, que ciento cincuenta personas hacen a la vez el mismo ademán y levantan a un tiempo el mismo brazo o la misma pierna. Es llamado este baile Dorliska.

A Franz le tenía demasiado preocupado su hermosa albanesa para ocuparse del baile por muy interesante que fuese. En cuanto a la desconocida, parecía experimentar un placer visible en aquel espectáculo, placer que formaba un notable contraste con el profundo desdén del que la acompañaba, y que mientras duró la escena coreográfica, no hizo un movimiento, pareciendo, a pesar del ruido infernal producido por las trompetas, los timbales y los chinescos de la orquesta, gustar de las celestiales dulzuras de un sueño pacífico y embelesador.

Al fin terminó el baile, y el telón volvió a caer en medio de los frenéticos aplausos de un público embriagado de entusiasmo. Gracias a esa costumbre de interpolar un bailecito en las óperas, los entreactos son muy cortos en Italia, teniendo tiempo para descansar y cambiar de traje mientras que los bailarines ejecutan sus piruetas y ensayan sus cabriolas. Unos instantes después empezó el acto segundo.

A los primeros sonidos de la orquesta, Franz vio al soñoliento desconocido, levantarse lentamente y acercarse a la griega, que se volvió para dirigirle algunas palabras, y se apoyó de nuevo sobre el antepecho del palco. La fisonomía de su interlocutor seguía oculta en la sombra, y Franz no podía distinguir ninguna de sus facciones.

Empezado ya el acto, la atención de Franz fue atraída por los actores, y sus ojos abandonaron un instante el palco de la hermosa griega para fijarlos en el escenario.

El acto comienza, como es sabido, por el dúo del sueño. Parisina, acostada, deja escapar delante de Azzo el secreto de su amor por Hugo. El esposo engañado sufre todos los furores de los celos, hasta que, convencido de que su esposa le es infiel, la despierta para darle a conocer su próxima venganza. Este dúo es uno de los más hermosos, de los más expresivos y de los más terribles que han salido de la fecunda pluma de Donizetti. Franz lo oía por tercera vez, y sin embargo, produjo en él un efecto profundo. Iba, pues, a unir sus aplausos a los del salón, cuando sus manos, prontas a chocar, permanecieron separadas, y el ¡bravo! que iba a escapar de su boca expiró en sus labios.

Se había levantado el hombre del palco y acercando su cabeza hasta el punto en que le diera de lleno la luz, había permitido a Franz reconocer en él al mismo habitante de Montecristo, a aquel cuya voz y talle había creído descubrir en las ruinas del Coliseo. Ya no le cabía duda, el extraño viajero vivía en Roma.

La expresión del rostro de Franz estaba sin duda en armonía con la turbación que en él produjera semejante encuentro, porque la condesa le miró, empezó a reír y le preguntó qué era lo que tenía.

-Señora -respondió Franz-, hace poco os he preguntado si conocíais a esa mujer albanesa; ahora os pregunto si conocéis a su marido.

-Menos todavía -respondió la condesa.

-¿Nunca os ha llamado la atención?

-¡He aquí una pregunta enteramente francesa! ¡Bien sabéis que para nosotras, las italianas, no hay otro hombre en el mundo más que aquel a quien amamos!

-Es verdad -respondió Franz.

-Sin embargo, os diré -dijo ella acercando los gemelos de Alberto a sus ojos y dirigiéndolos hacia el palco- que debe ser algún recién desenterrado, algún muerto salido de su tumba, con el correspondiente permiso del sepulturero, se entiende, porque me parece horriblemente pálido.

-Pues siempre está lo mismo -respondió Franz.

-¿Entonces le conocéis? -preguntó la condesa-. Así, yo soy la que os preguntará quién es.

-Estoy seguro de haberle visto antes de ahora, pero no atino ni dónde ni cuándo.

-En efecto -dijo ella haciendo un movimiento con sus hermosos hombros como si un estremecimiento circulase por sus venas-, comprendo que cuando se ha visto una vez a un hombre semejante, jamás se le puede olvidar.

El efecto que Franz había experimentado no era, pues, una impresión particular, puesto que otra persona lo sentía también.

-Y decidme -preguntó Franz a la condesa después que le hubo observado por segunda vez-, ¿qué pensáis de ese hombre?

-Que creo ver a Lord Ruthwen en persona.

Este nuevo recuerdo de Lord Byron admiró a Franz, porque, en efecto, si alguien podía hacerle creer en los vampiros, no era otro que el hombre que tenía ante sus ojos.

-Es preciso que sepa quién es -dijo Franz levantándose.

-¡Oh, no! -exclamó la condesa-, no, no me dejéis sola. Cuento con vos para que me acompañéis, y os quiero tener a mi lado.

-¡Cómo! -le dijo Franz al oído-, ¿tendríais miedo?

-Escuchad -le dijo ella-. Byron me ha jurado que creía en los vampiros e incluso que los había visto. Me ha descrito su rostro, que es absolutamente semejante al de ese hombre; esos cabellos negros, esos ojos tan grandes, en que brilla una llama extraña, esa palidez mortal; además, observad que no está con una mujer como las demás, está con una extranjera..., una griega..., una cismática..., sin duda una hechicera como él... Os ruego que no os vayáis. Mañana podréis dedicaros a buscarlos, si así os parece, pero hoy os suplico que me acompañéis.

Franz insistió.

-Pues bien -dijo la condesa levantándose-, me voy. No puedo quedarme hasta el fin de la función, porque tengo tertulia esta noche en mi casa..., ¿seréis tan poco galante que me rehuséis vuestra compañía?

Franz no tenía otra alternativa que la de tomar el sombrero, abrir la puerta y ofrecer su brazo a la condesa, y esto fue lo que hizo.

La condesa estaba efectivamente muy conmovida, y el mismo Franz no dejaba tampoco de experimentar cierto terror supersticioso, tanto más natural, cuanto que lo que era en la condesa el producto de una sensación instintiva, era en él el resultado de un recuerdo. Al subir al carruaje sintió que temblaba. La condujo hasta su casa; no había nadie, y no era esperada por nadie. Franz la reconvino.

-En verdad -dijo ella-, no me siento bien, y tengo necesidad de estar sola. La vista de ese hombre me ha conmovido.

Franz procuró reírse.

-No os riáis -le dijo ella-. Prometedme además una cosa.

-¿Cuál?

-Prometédmela.

-Todo cuanto queráis, excepto renunciar a descubrir a ese hombre. Tengo motivos, que me es imposible comunicaros, para desear saber quién es, de dónde viene y adónde va.

-Ignoro de dónde viene, pero dónde va puedo decíroslo; va al infierno, no lo dudéis.

-Volvamos a la promesa que queríais exigir de mí, condesa -dijo Franz.

-¡Ah!, es la siguiente: entrar directamente en vuestra casa y no buscar esta noche a ese hombre. Hay cierta afinidad entre las personas que se separan y las que se reúnen. No sirváis de intermediario entre ese hombre y yo. Mañana corred tras él cuanto queráis, pero jamás me lo presentéis, si no queréis hacerme morir de miedo. Así, pues, buenas noches, procurad dormir, yo sé bien que no podré cerrar los ojos en toda la noche.

Con estas palabras la condesa se separó de Franz, dejándole fluctuando en la indecisión de si se había divertido a su costa, o si verdaderamente sintió el temor que había manifestado.

Al entrar en la fonda, Franz encontró a Alberto con batín y pantalón sin trabillas, voluptuosamente arrellanado en un sillón y fumando un buen tabaco.

-Ah, ¡sois vos! -le dijo-. Verdaderamente no os esperaba hasta mañana.

-Querido Alberto -respondió Franz-, me felicito por tener una ocasión de deciros una vez por todas que tenéis la idea más equivocada de las mujeres italianas, y no obstante, me parece que vuestras desdichas amorosas ya debían habérosla hecho perder.

-¿Qué queréis? ¡Esas mujeres, el diablo que las comprenda! Os dan la mano, os la estrechan, os hablan al oído, hacen que las acompañéis a su casa; con la cuarta parte de ese modo de tratar a un hombre, una parisiense perdería pronto su reputación.

-Pues precisamente porque nada tienen que ocultar, porque viven con tanta libertad, es por lo que las mujeres se cuidan tan poco del público en el bello país donde resuena el sí, como decía Dante. Además, bien habéis visto que la condesa tenía miedo.

-Miedo ¿de qué?, ¿de aquel honrado caballero que estaba enfrente de nosotros con aquella hermosa griega? Pues yo al salir me los encontré por el pasillo y, ¡a fe que no sé de dónde diablos os han venido esas ideas del otro mundo! Es un hombre buen mozo y muy elegante, no parece sino que se viste en Francia en casa de Blin o de Humanes. Un poco pálido, es cierto, pero bien sabéis que la palidez es un signo de distinción.

Franz se sonrió; Alberto tenía también pretensiones de estar pálido.

-Sí, sí -le dijo Franz-, estoy convencido de que las ideas de la condesa acerca de ese hombre no tienen sentido común; pero, decidme, ¿ha hablado a vuestro lado y habéis podido oír algo de lo que decía?

-Ha hablado, pero en griego. He reconocido el idioma en algunas voces griegas desfiguradas. ¡Oh! ¡Me acuerdo que en el colegio el griego me hacía pasar muy malos ratos!

-¿Conque hablaba griego?

-Es probable.

-No hay duda -murmuró Franz-, es él.

-¡Cómo! ¿Qué decís...?

-Nada. ¿Qué estabais haciendo?

-Os estaba preparando una sorpresa.

-¿Qué sorpresa?

-Bien sabéis que es imposible encontrar un coche.

-¡Diantre!, por lo menos se ha hecho cuanto humanamente se podía hacer.

-¡Pues bien! Se me ha ocurrido una idea maravillosa.

Franz miró a Alberto como dudando del estado de su imaginación.

-Querido -dijo Alberto-, me honráis con una mirada que merecería os pidiese reparación.

-Dispuesto estoy a dárosla, querido amigo, si la idea es tan maravillosa como decís.

-Escuchad.

-Escucho.

-¿No hay posibilidad de encontrar carruaje?

-No.

-¿Ni caballos?

-Tampoco.

-¿Pero una carreta bien se podrá encontrar?

-Quizás.

-¿Y un par de bueyes?

-También.

-Pues bien; ésa es la nuestra. Mando adornar la carreta, nos vestimos de segadores napolitanos, y representamos al natural el magnífico cuadro de Leopoldo Robert. Y si la condesa quiere vestirse de campesina de Puzzole o de Sorrento, esto completará la mascarada, y seguramente la condesa es demasiado hermosa para que la tomen por el original de la mujer del niño.

-¡Diantre! -exclamó Franz-, tenéis razón por esta vez, Alberto, y ésa es una idea feliz.

-Y nacional. ¡Ah, señores romanos! ¿creéis que se correrá a pie por vuestras calles como unos lazzaroni, porque no tenéis calesas ni caballos? ¡Pues bien!, ya se inventarán.

-¿Y habéis comunicado a alguien esa estupenda idea?

-Sólo a nuestro huésped. Al entrar le hice subir y le manifesté mis deseos. Me ha asegurado que nada era más fácil. Yo quería dorar los cuernos de los bueyes, pero él ha dicho que para eso se necesitarían tres días, por lo que será preciso pasar sin ese detalle superfluo.

-¿Y dónde está?

-¿Quién?

-Nuestro huésped.

-Ha ido a buscar la carreta, porque mañana sería ya tarde.

-¿De modo que esta misma noche tendremos la contestación?

-Así lo espero.

En este momento la puerta se abrió y maese Pastrini asomó la cabeza.

-¿Se puede entrar? -dijo.

-¡Pues claro! -exclamó Franz.

-¡Y bien! -dijo Alberto-. ¿Habéis encontrado la carreta y los bueyes?

-He encontrado algo mejor que eso -respondió con aire ufano.

-¡Ah!, mi querido huésped, andad con tiento en lo que decís.

-Confíe vuestra excelencia en mí -dijo maese Pastrini.

-Pero, en fin, ¿qué hay? -exclamó Franz a su vez.

-¿Ya sabéis -dijo el posadero- que el conde de Montecristo vive en este mismo piso...?

-Ya lo creo -dijo Alberto-, puesto que gracias a él no hemos podido alojarnos sino como dos estudiantes en la calle de Saint Nicolas-du-Charnedot.

-Y bien, está enterado del apuro en que os encontráis y os ofrece dos asientos en su carruaje y dos sitios en sus ventanas del palacio Rospoli.

Alberto y Franz se miraron.

-Pero -preguntó Alberto-, ¿debemos aceptar la oferta de ese extranjero? ¿De un hombre a quien no conocemos?

-¿Y qué clase de hombre es ese conde de Montecristo? -preguntó Franz a su huésped.

-Un gran señor siciliano o maltés, no lo sé a ciencia cierta, pero noble como un borgliese y rico como una mina de oro.

-Me parece -dijo Franz a Alberto -que si ese hombre fuese de tan buenas prendas como dice nuestro huésped, hubiera debido hacernos su invitación de otra manera, ya fuese escribiéndonos, ya...

En este momento llamaron a la puerta.

-Adelante -dijo Franz.

Un criado con una elegante librea apareció en el marco de la puerta.

-De parte del conde de Montecristo, para el señor Franz d'Epinay y para el señor vizconde Alberto de Morcef -dijo.

Y presentó al huésped dos tarjetas que éste entregó a los jóvenes.

-El señor conde de Montecristo -continuó el criado- me manda pedir permiso a estos señores para presentarse mañana por la mañana en su cuarto como vecino. Tendré el honor de informarme de estos señores a qué hora estarán visibles.

-A fe mía -dijo Alberto a Franz-, que no podemos quejarnos.

-Decid al conde -respondió Franz- que nosotros tendremos el honor de anticiparnos a su visita.

El criado se retiró.

-Eso es lo que se llama un asalto de elegancia -dijo Alberto-, vamos, decididamente vos teníais razón, maese Pastrini, y el conde de Montecristo es un hombre perfecto.

-¿Luego aceptáis su oferta? -dijo el huésped.

-Con mucho gusto -respondió Alberto-, sin embargo, os lo confieso, siento que no se realice nuestro plan de la carreta y los segadores; y si no hubiese lo del balcón del palacio Rospoli, para compensar lo que perdemos, creo que volvería a mi primera idea, ¿qué os parece, Franz?

-Creo que también son los balcones los que me deciden -respondió Franz a Alberto.

En efecto, esta oferta de dos sitios en un balcón del palacio Rospoli, recordóle a Franz la conversación que había oído en las ruinas del Coliseo entre su desconocido y el transtiberino, conversación en la cual el hombre de la capa había prometido obtener la gracia del condenado. Ahora, pues, si el hombre de la capa era, según todo se lo probaba a Franz, el mismo cuya aparición en la sala de Argentina le había preocupado tanto, sin duda alguna le reconocería y entonces nada le impediría satisfacer su curiosidad sobre este punto.

Franz pasó una parte de la noche pensando en sus dos apariciones y deseando que llegase el día siguiente. En efecto, el siguiente día debía aclararlo todo, y esta vez, a menos que su huésped de Montecristo poseyese el anillo de Gyges y merced a este anillo su facultad de hacerse invisible, era evidente que no se le escaparía. Así, pues, se despertó a las ocho, hora en que Alberto, como no tenía los mismos motivos que Franz para madrugar tanto, dormía aún apaciblemente. Franz mandó llamar a su huésped, que se presentó con sus habituales saludos.

-Maese Pastrini -le dijo-, ¿no debe haber hoy una ejecución?

-Sí, excelencia, pero si preguntáis eso para tener un balcón, os acordáis de ello muy tarde.

-No -prosiguió Franz-; por otra parte, si lo hiciese únicamente para ver ese espectáculo, encontraría sitio en el monte Pincio.

-¡Oh!, yo creía que vuestra excelencia no querría mezclarse con la canalla, cuyo anfiteatro es ése.

-Probablemente no iré -dijo Franz-, pero desearía obtener algunos detalles.

-¿Cuáles?

-Quisiera saber el número de condenados, sus nombres y el género de sus suplicios.

-¡Oh!, no los podía pedir más oportunamente, excelencia. Ahora justamente me acaban de traer las tavolette.

-¿Qué es eso de las tavolette?

-Las tavolette son unas tabletas de madera que se cuelgan en todas las esquinas de las calles la víspera de las ejecuciones, y en las cuales están escritos los nombres de los condenados, la causa de su condenación y la clase de suplicio. Tienen por objeto invitar a los fieles a que rueguen a Dios para que dé a los culpables un sincero arrepentimiento.

-¿Y os traen esas tabletas para que unáis vuestras súplicas a las de los fieles? -preguntó Franz irónicamente.

-No, excelencia. Yo me entiendo con el repartidor y me trae esos anuncios, como también me trae los anuncios de espectáculos de otros géneros, a fin de que si alguno de los viajeros que tengo la honra de albergar en mi casa desea asistir a la ejecución, lo sepa por anticipado.

-¡Ah!, ya comprendo, maese Pastrini -exclamó Franz-, ¡sois hombre en extremo solícito y delicado, que se desvive por complacer a sus huéspedes!

-¡Oh! -dijo maese Pastrini sonriendo-, puedo vanagloriarme de hacer cuanto está en mi mano para satisfacer los deseos de los nobles extranjeros que me honran con su confianza.

-Eso es lo que veo, querido huésped, y lo repetiré a quien quiera oírlo, no lo dudéis. Mientras tanto, desearía leer una de esas tavolette.

-Nada más fácil -dijo el huésped abriendo la puerta-, he dado órdenes de poner una en el corredor.

Salió, descolgó la tavoletta, y la presentó a Franz. He aquí la traducción literal del cartel patibulario:

«Se hace saber a todos los que la presente vieren y entendieren, que el martes, 22 de febrero, primer día de Carnaval, y en virtud de sentencia dada por el tribunal de la Rota, serán ejecutados en la plaza del Popolo los llamados Andrés Róndolo, culpable de asesinato en la persona muy respetable y venerada de D. César Torloni, canónigo de la iglesia de San Juan de Letrán, y el llamado Pepino, alias Rocca Priori, convicto de complicidad con el detestable Luigi Vampa y los demás de su banda. El primero será mazzolato, y el segundo decapitado. Se ruega a las almas caritativas que pidan al Ser Supremo un sincero arrepentimiento para estos dos infelices reos.»

Esto mismo era lo que Franz había oído la antevíspera en las ruinas del Coliseo, y nada habían cambiado en el programa; los nombres de los condenados, la causa de su suplicio y el género de su ejecución eran exactamente los mismos. Por consiguiente, según toda probabilidad, el transtiberino no era otro que el bandido Luigi Vampa, y el hombre de la capa, Simbad el Marino, que en Roma como en PortoVecchio y en Túnez continuaba con sus filantrópicas expediciones.

Entretanto, el tiempo corría; eran las nueve y Franz iba a despertar a Alberto, cuando con gran asombro de su parte, le vio salir de su cuarto vestido ya de pies a cabeza. El carnaval le había hecho despertar más de mañana de lo que su amigo esperaba.

-¡Vamos! -dijo Franz a su huésped-, ahora que ya estamos listos, ¿creéis, señor Pastrini, que podremos presentarnos en la habitación del señor conde de Montecristo?

-¡Oh!, seguramente -respondió- El conde de Montecristo acostumbra a madrugar, y estoy convencido de que hace dos horas que se ha levantado.

-¿Y creéis que no será indiscreción el irle a ver ahora mismo?

-En modo alguno.

-En tal caso, Alberto, si estáis dispuesto...

-Sí, amigo mío, sí; estoy dispuesto a todo -dijo Alberto.

-Vamos a dar gracias a nuestro vecino por su atención.

-Vamos enhorabuena.

Franz y Alberto no tenían que atravesar más que el pasillo. El posadero se adelantó y llamó; un criado salió a abrir.

-I signori francesi -dijo Pastrini.

El criado se inclinó y les hizo señas de que entrasen.

Atravesaron dos piezas amuebladas con un lujo que no creían encontrar en la fonda de maese Pastrini y finalmente llegaron a un salón sumamente elegante. Cubría el pavimento una alfombra de Turquía, y magníficas sillas de blandos almohadones y de anchos espaldares enervados hacia atrás, brindaban con un descanso tan cómodo como agradable; riquísimos cuadros pintados al óleo, retratos de diferentes personajes, trofeos de magníficas arenas, colgaban de las paredes y anchas cortinas de hermosa tapicería flotaban delante de cada puerta.

-Si sus excelencias gustan sentarse -dijo el criado-, pueden hacerlo mientras entro aviso al señor conde.

Y salió por una de las puertas.

Al abrirse esta puerta, el sonido de una guzla llegó a los oídos de los dos amigos, pero al punto se apagó. La puerta, cerrada casi al mismo tiempo que abierta, no había podido, por decirlo así, dejar penetrar en el salón más que un soplo de armonía. Franz y Alberto cambiaron una mirada y volvieron los ojos hacia los muebles, los cuadros y las arenas. Todo esto les pareció ahora más magnífico que al primer golpe de vista.

-¿Qué os parece? -preguntó Franz a su amigo.

-A fe mía, querido -dijo-, que es preciso que nuestro vecino sea algún agente de cambio que ha jugado a la baja sobre los fondos españoles, o algún príncipe que viaja de incógnito.

-¡Silencio! -le dijo Franz-, eso es lo que vamos a saber, puesto que ahí viene.

En efecto, el ruido de una puerta que giraba sobre sus goznes acababa de llegar a los oídos de los amigos, y casi al mismo tiempo, levantándose el cortinaje, dio paso al dueño de todas aquellas riquezas.

Alberto se levantó y le salió al encuentro, pero Franz, al verle, se quedó clavado en su sitio.

El que acababa de entrar no era otro que el hombre de la capa del Coliseo, el desconocido del palco, el misterioso huésped de la isla de Montecristo.



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