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El gran simpático: 09

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El gran simpático
de Felipe Trigo
Capítulo IX

Capítulo IX

Gabriel había venido a reformar con calma su comedia.

A los ocho días no había empezado aún. A los diez, tampoco.

¡Qué limpia su marquesa! Tenía las rodillas mismas tan blancas como el seno, y los pies, como la lengua de dulces y suaves.

La inmortalidad y la divinidad debían de ser algo así como un idilio campestre con marquesa -en que el sétter los seguía jugando con un grifón.

Ni D'Annunzio... ni...

Le parecía éste un país de príncipes y hadas.

De cuando en cuando llegábanle cartas de Villaleón, remitidas desde Madrid, como una tosca realidad absolutamente incomprensible... En una le noticiaba su madre que Policarpo Carballo (Rigoleto), que se hacía rico a todo escape y compraba fincas, iba a casarse con Concha..., antes de irse este verano al balneario de que era director... ¡Concha, bah! ¡Su ex novia!... A cualquier cosa le llamaban en un pueblo una guapa y una rica...

Rompía estas cartas, que solía encontrar cuando volvía de noche a la celda, y no las contestaba siquiera.

Esta sentimental Josefina, apasionada hasta el delirio por «su Apolo», o despreocupada hasta lo inverosímil, se había traído servidumbre de confianza: el ama de la niña pequeñita, una doncella y un cochero.

Y la Abadía, era Abadía.... pero una fonda en regla al mismo tiempo, independiente. ¡Maldito si veía a los frailes para nada! La finca y la Abadía distaban un kilómetro. A no ser por previsión elemental, él pudiera haber instalado enteramente su equipaje en el harto más confortable palacete de su rubia. Pero, no; se separaban, generalmente, por las noches, y tampoco Josefina venía jamás a la Abadía. Él la buscaba desde la hora de almorzar. Él se instalaba con ella.

Coronas, escudos por todas partes: en el papel de cartas, en los platos, en las sábanas, en las camisas y en los alfileres con que se sujetaba Josefina las batas japonesas...

¿No era todo ello más que de él? ¿No era más suya y para siempre Josefina, que si fuese su marido?... Y más aún, sin contar con el frenesí de la blonda enamorada, mientras más testigos tuvieran de su amor en los sirvientes: del marido podría ella incluso separarse con un divorcio; del amante, nunca..., sujeta por el «secreto de su honra».

Si Gabriel fuese un miserable, y no un poeta, podría explotarla. Pero... ¡bah, al contrario! Cuando le invitaba Josefina a escribir, a trabajar, el pobre autor, tan pobre y tan noble en el fondo, incluso mentíala por altivez. Como al director de El Liberal, y movido por el mismo invencible sentimiento de no mendigar socorros o favores, decía que él «no necesitaba, para vivir, del arte».

Era el decoro de esta pasión, nacida y crecida entre blasones, y que no debía caer en pequeñeces. Algunas noches, sin embargo, viendo a su rendida amante rubia y rosa dormir, alumbrada por el farol elegantísimo, él se estremecía reflexionando que, cuando volviesen a la corte y tuviera que alternar con ella entre grandezas, no le bastarían los veinte duros de sus gastos... Entonces meditaba escenas de la comedia y acariciaba el oro trimestral que hubiesen de valerle sus estrenos. Ganando tanto Alfredo Gil con su vil «género chico...», ¿por qué no ganar doble en el «grande» y con otra dignidad?

Hubo, para mayor agrado, hasta sus nubes leves en este sereno cielo de ventura. Josefina era celosa, absorbente...; y él, no por mortificarla, sino por confirmarse ante ella en el papel de hombre acaudalado y pródigo, le refería sus últimos lances galantes:

-Sí, ¿sabes?... ¡La Doria! La sostuve antes que nadie, allá por mi país. ¡Yo la lancé como... estrella!

-¡Ah!

Josefina conocía a la Doria de verla en los teatros con su lujo escandaloso. Se quedó muy grave, contemplándola en un antiguo retrato recortado, donde sólo había conservado Gabriel la cabeza, para suprimirle el traje de percal.

-Sí, ¿sabes?... Y a la miss Pearl Saunders, ¿no la conociste? ¿La domadora de Apolo? Pues fue mi amiga también.

-¡Ah, sí!

De miss Pearl, no era cierto; Gabriel únicamente había ido una noche con ella a Tournié; pero se lo mentía a su marquesa, como a la sazón a los amigos.

Josefina le miraba sin hablar, seria, muy seria.

Ocurría la sedente escena bajo un sauce, al borde de un pequeño lago artificial, esperando la hora del almuerzo, y ella conservaba, con una mano en la hierba, crispadamente, el retrato de la Doria. Gabriel le admiraba, en tal eléctrica quietud, la atención de alarma dolorosa que mete más un amor en las entrañas; recordó a Matilde Irréis, y pensó cuán bien cayese aquí su presencia en teatral confirmación de semejantes aventuras... ¡Sí, sí, ella, de tren a tren, en la Abadía!... ¡Josefina con más o menos tardías noticias del paso de la hermosa, o viéndola quizá!... ¡Y aun tal vez violenta escena entre las dos de enamoradas!... «¡No vendrá!» -pensó en seguida tristemente; y deplorándolo, le habló de la Matilde, luego de sacar de la cartera su retrato:

-Mira... ¿la conoces?... ¡Otra amiga que sostuve! La Matilde Irréis.

A esta no la recordaba Josefina. La miró; aparecía sentada en un rústico sofá, vestida de blanco y con los brazos sobre el respaldo abiertos. Cruzó por su frente otra envidia de belleza. Sonrió y rompió los dos retratos. Estaba pálida. Gabriel besó las finas y blancas manos destructoras y arrojó a la hierba los pedazos, por sí mismo. Ni con una sola palabra comentó el trance la celosa pasional, que le habló inmediatamente de otras cosas.

El delicioso pensamiento, sin embargo, del encuentro de las dos enamoradas, quedó en Gabriel como una tentación. Nada más que con haber visto la efigie de Matilde, le abrazó luego en la siesta su marquesa con ansias nuevas, locas... Pues el encuentro, o si no el encuentro, el paso fugaz de la rival por la Abadía, en la prometida visita de una tarde (y pronto sabida por la aristócrata celosa al verle en falta junto a ella), vendría a significar: para la aristócrata, la insensatez de pasión consiguiente al saber que a él le asediaban las bellezas; y para la bella bohemia y generosa con coche de alquiler, la evidencia de que igual a él se le entregaban las lindas y rubias marquesas con trenes propios.

Sí, tenía esta noche Gabrielito la misma lúcida excitación insomne que si se hubiera tomado diez cafés de los Cafés. Todo le hacía ansiar la aventura, incluso su naturalísima bondad: no haberle escrito a Matilde, que tanto cariño le tuvo, y cuando ella se iba a Italia, lo estimaba indigna grosería. Y cogió un papel (por cierto con corona de marquesa, en oro y en relieve -de tres pliegos que se trajo una noche para copiarle a Josefina versos), y le escribió; no llamándola, precisamente, por no poner de parte suya imprudencias voluntarias; pero sí diciéndola que continuaba aquí, en cumplimiento del deber que la fatalidad le impuso, haciéndolos encontrarse en la estación aquella tarde.

La de este pueblo estaba cerca del Palmar. Y como se despertó Gabriel al día siguiente antes de las ocho, hora en que iba al cruce de trenes un carruajillo de la fonda, lo tomó y fue a echar la carta por sí mismo. Se había vestido aprisa, y le duró dentro del coche el aturdimiento del sueño. Ya en el andén, le despejó la serenidad de la mañana; entonces se aterró y rompió la carta... ¡había estado loco sin duda! Los trenes se juntaron. LIenóse la pequeña cantina de viajeros. Él, como única disculpa a la debilidad de su carácter, a la gran debilidad que le había hecho tantas veces cometer tantas imprudencias, se formuló un nuevo apotegma filosófico: «La jactancia de los secretos de amor, podrá constituir un social perjuicio, casi siempre irreparable; pero no un agravio, porque lleva rendido en el fondo un honor de orgullo para la perjudicada»... Además, sabía Gabriel que este perenne conflicto entre el orgullo propio y el perjuicio ajeno era demasiado fuerte para la mayor parte de los hombres: apenas habría algunos, bien raros, que no diesen, por uno u otro modo, a los cuatro vientos las más secretas deshonras de las pobres deshonradas...

Y una voz de ensalmo, de ensueño, de fantasma, cortó su elucubración:

-¡Hola, niño!... ¿Me esperabas? ¿Sabías...?

Se volvió Gabriel y se quedó espantado..., a punto de creer en Lucifer y en toda la telepatía: era, la que estaba delante de sus ojos, Matilde Irréis.... alta, blanca, negro el pelo, con un traje color eminencia, y la pluma, del sombrero cayéndole hasta un leve boa marrón que revolaba con la brisa... Pero la escala de sus asombros había llegado a la cima una hora después, en la celda, al ver que era de Matilde todo el equipaje que había transportado en la vaca el cochecillo; venía por ¡seis días! (¡atiza!), ya definitivamente despedida de Madrid...

-No me esperabas, ¿eh?... ¡No me esperabas, ladrón!... ¡Y mira que sin escribirme... ¿Creías que iba a acordarme sólo con oírte «¡el Palmar!», en un segundo?... Bueno, te disculpo porque no sabías mi casa ahora... Ni yo tampoco la tuya; pero, buscando, buscando, la hallé, y me informaron de esto... ¿A qué cartas en seguida, si perdí, en buscarte, una semana?... La mejor carta, yo... ¿no te parece?

Gabriel tuvo que aceptar a la bellísima viajera como una pesadumbre de gloria, de hechizo... No sabía qué hacer... Por lo pronto le enseñó los pedazos de la carta, que había conservado en el bolsillo «por respeto a la corona»... «Te había escrito, mira: la rompí porque tenía tu antigua dirección, ¿sabes?... Y además, yo te esperaba siempre, cada día»... Luego, y asimismo de un modo provisional, hasta que reflexionase, aprovechó una breve ausencia de Matilde en el tocadorcillo de la alcoba, y le escribió otra breve carta a Josefina: «Estoy ligeramente enfermo, alma mía, con algo de fiebre, y me quedo en cama hoy. Mañana, como siempre, te veré». Al enviarla con un chico, se alegró de que nunca la marquesa (por conocerla los frailes), osara venir al Palmar... Y con tal respiro se entregó por todo el día a su Matilde...

Al anochecer supo que había enviado la marquesa a un mozo para preguntar por el enfermo. Dos veces: una a las tres y otra a las cinco de la tarde.

Al otro día pensó que acaso todo pudiera arreglarse sin violencias. Era viernes. Matilde iba a marcharse el lunes. Pretextándola que reformaba su comedia por la soledad del campo, o que necesitaba unas horas cada tarde para ir meditando y apuntando escenas, le podría dedicar diariamente algún tiempo a su marquesa rubia de su alma...,a quien le excusaría también la brevedad con la convalecencia de la fiebre... La primera parte, no sin extrañeza de Matilde, se salvó en triunfo. Y fue a la finca... solo, libre...; pero le falló el segundo intento: «Estaba en cama la señora marquesa y no le pudo recibir». -¡Cómo! ¿Sabía ya algo?... Por si acaso, aturdido Gabriel ante el rígido portero, aparentó creerle... Después de todo, ganaba tiempo... y ojalá que el enfado durase así, al menos, por tres días.

Al otro volvió, igualmente por la tarde.

La finca estaba cerrada de puertas y ventanas. Un guarda le informó de que se había marchado, en el tren de las once, la familia.

Gabriel quedóse frío. Luego, volviéndose lento al Palmar, se consoló. Era preferible. Evitado el escándalo, él se aguantaría hasta el lunes con Matilde -haciéndose el enojado también con la marquesa, haciéndose el loco, y ya vendrían en Madrid las dulces escenas... de explicación y de perdón.

Y los dos días siguientes fueron deliciosos, porque le contó todo a Matilde, enseñándole retratos de la aristocrática rival, y ella le agradeció el haber vencido, hasta sin saberlo ni pedirlo, a una marquesa.