Ir al contenido

El olmo del paseo: VI

De Wikisource, la biblioteca libre.
El olmo del paseo
de Anatole France
''' '''

VI

Desde que perdió el gusto de montar a caballo y vivía retirado en su alcoba, el general Cartier de Chalmot representaba el cuerpo de ejército a su mando por fichas, distribuidas en cajoncitos de cartón, que ponía cada mañana en su escritorio, y cada noche sobre unos tableros de pino, encima de su lecho de hierro. Tenía sus fichas colocadas con una exactitud escrupulosa, y en orden tal, que le llenaba de satisfacción. Cada ficha era un hombre. La forma bajo la cual representaba jefes, oficiales o soldados, satisfacía su ansia de regularidad, y expresaba su concepto de la Naturaleza. Cartier de Chalmot fue siempre considerado como un excelente oficial. El general Parroy, que lo tuvo algún tiempo a sus órdenes, le juzgó con estas palabras: "En el capitán Chalmot, el espíritu de obediencia y las condiciones de mando se contrabalancean. Prerrogativa rara y precisa del verdadero militar."

Cartier de Chalmot había sido esclavo de su deber. Honrado, tímido, excelente calígrafo, había descubierto, al fin, un sistema propio de su genio, y lo aplicaba con implacable rigor, ordenando el cuerpo de ejército a su mando valiéndose de las fichas.

Aquel día levantóse, como de costumbre, a las cinco de la mañana, y, después de lavarse, comenzó a trabajar en su escritorio. Mientras el sol iba remontándose con augusta lentitud sobre los olmos del arzobispado, el general organizaba maniobras con sus cartoncitos, efigies de la realidad, idénticos a la realidad para la inteligencia de aquel hombre, demasiado respetuoso con los símbolos.

Había pasado más de tres horas con el pensamiento y el rostro sobre las fichas —pálidos y tristes como las propias fichas—, cuando un ordenanza le anunció la visita del padre Lalande. AI oírlo se quitó las gafas, enjugóse los ojos enrojecidos por el trabajo, y, levantándose, miró hacia la puerta, dando una risueña expresión a su rostro, que había sido perfecto de líneas en la juventud y que no expresaba carácter alguno en la vejez. Tendió al visitante una mano ancha, casi exenta de surcos, y su voz, insegura y ahuecada, revelando a un tiempo la timidez del hombre y la infalibilidad del jefe, saludó al sacerdote.

—¿Cómo está usted, mi reverendo padre? Yo, muy complacido al verle llegar a esta casa.

Ofrecióle una de las dos butacas de crin que amueblaban, con el escritorio y la cama, la estancia, limpia, clara y severa. El sacerdote se sentó.

Era un viejecito maravillosamente ágil. En su rostro, del color y el aspecto de un ladrillo resquebrajado a la intemperie, lucían dos ojos azules, infantiles.

Un momento se miraron el uno al otro con simpatía, en silencio. Fueron amigos desde la juventud, compañeros de armas. Antes de ser cura de monjas el padre Lalande, había sido cura de regimiento, y, como tal, estuvo a las órdenes del coronel Cartier de Chalmot en 1870; formaba parte de la división***, y se halló en Metz con el ejército del mariscal Bazaine en la guerra de 1870.

Cada vez que se veían recordaban aquella extraordinaria y lamentable aventura, pronunciando invariablemente las mismas palabras.

El cura empezó:

—¿Y nuestras amarguras de la guerra, faltos de medicamentos, de forrajes, de sal?

No era el padre Lalande sensible a los goces materiales, y lo mismo le daba comer soso que salado; pero le hizo sufrir mucho aquella privación del ejército; sentía no poder entregar a sus hombres un paquete de sal, como les entregaba un paquetito de tabaco, muy bien envuelto.

—¡Ah, señor mío, ni un grano de sal!

Cartier de Chalmot contestaba:

—En cierto modo, se la suplía sazonando los alimentos con pólvora.

—¡La guerra es una calamidad horrible!

De carácter inocente y amigo del soldado, hablaba de corazón. Pero el general no podía conformarse a que se condenara en absoluto la guerra.

—No, señor cura. La guerra es una inevitable necesidad, y en ella lucen los oficiales y el soldado sus méritos y su valentía; *¡n la guerra, ignoraríamos aún hasta dónde alcanzan el tesón y el arrojo de los hombres. Se la tacha de cruel con justicia, pero se la defiende recordando que también es gloriosa.

Y, muy seriamente, añadió:

—La Biblia establece la legitimidad de la guerra, y mejor que yo sabe usted que la Sagrada Escritura da el nombre de Sabaoth a Dios, llamándole así Dios de los ejércitos.

El sacerdote sonreía maliciosa y càndidamente, descubriendo los tres únicos dientes que le quedaban, muy blancos los tres.

—¡Pchs!... Desconozco el idioma hebreo, y, por consiguiente, no sé lo que significa Sabaoth. Pero hay tantos nombres hermosos aplicables a Dios, que bien puedo prescindir de llamarle Dios de los ejércitos. ¡Ah, señor mío, cuánta gente murió sacrificada bajo las órdenes de aquel general en jefe!

Al oir estas palabras, el general Cartier de Chalmot comenzó a repetir lo que había dicho ya cien veces.

—¡Bazaine!... Fíjese bien: inobservancia de los reglamentos concernientes a lugares fortificados; vacilaciones punibles en el mando; proyectos cavilosos frente al enemigo, y frente al enemigo no hay que tener cavilosidades... Capitulación a campo raso... ¡Merecía su desgracia! Y, además, hacía falta una víctima.

—Por mi parte —repuso el cura de monjas— me guardaré mucho de pronunciar una sola palabra que pueda ofender la memoria del infortunado general en jefe. No estoy autorizado para juzgarlo ni debo pregonar sus deslices, aunque los conociera. Me hizo un favor, que le agradeceré mientras me dure la vida.

—¿Un favor? —preguntó el general—. ¿Un favor, él? ¿A usted?

—Sí; un favor muy grande, muy hermoso. Me concedió el indulto para un pobre soldado, al cual iban a fusilar por una falta de subordinación. En memoria de aquel favor ofrezco una misa todos los años al descanso de su alma.

El general Cartier de Chalmot insistía, hostil y arrogante:

—¡Capitulación en campo raso!... Fíjese bien... Humillación ante Bismarck... ¡Merecía su desgracia!

Y para esforzar su ánimo habló de Canrobert y del valeroso comportamiento de la brigada***, en Saint-Privat.

El cura refería sucesos grandiosos con su poquito de moraleja:

—¡Oh, Saint-Privat, señor mío! La víspera de la batalla, un picaro carabinero fue a buscarme. Aún me parece verlo, negruzco, envuelto en una piel de oveja. Y me dijo: "Mañana empieza el tiroteo, y acaso yo pierda la piel. Confiéseme, señor cura, confiéseme pronto. Necesito ponerme a bien con Dios. Le contesté: "Por mí no queda, hijo mío; andando: ¿Recuerdas tus pecados? ¿Qué pecados cometiste?" Miróme con asombro, y "¡Todos!" "Pero ¿sabes lo que dices? ¿Todos?" "Todos; los he cometido todos." "Muchos me parecen, hijo mío... Dime: ¿has maltratado a tu madre?" Al oir esta pregunta, irguiéndose mi hombre, alzó los brazos, y dijo: "Señor cura, usted se burla de mí." Le contesté: "Cálmate, cálmate; ya ves cómo no habías cometido todos los pecados... "

Así el cura de monjas refería sucesos graciosos del regimiento. Y apuntaba inmediatamente la moraleja:

—De buenos católicos fórmanse buenos soldados. No conviene descuidar la religión y sus prácticas en el ejército.

El general Cartier de Chalmot aprobaba estas afirmaciones:

—Siempre lo he dicho, señor cura. Destruyendo las creencias religiosas, el espíritu militar languidece. ¿Cómo se le podrá exigir a un hombre que sacrifique su vida cuando se le quitó la esperanza de la gloria celestial?

Y el cura de monjas, sonriendo con bondad, con alegría inocente, apoyaba:

—Volveremos, ya lo verá usted; volveremos a refugiarnos en la religión. Ya principia en todas partes a sentirse. Los hombres no son tan malos como parece, y Dios es infinitamente bueno.

Llegando a este punto, creyó conveniente declarar el objeto de su visita:

—Vengo, mi general, a pedirle un favor importante.

Cartier de Chalmot lo oía muy atentamente. Su rostro, siempre triste, se oscureció más aún. Estimaba mucho al antiguo cura de regimiento y quería serle agradable. Pero la sola idea de hacer una concesión alarmaba su inflexibilidad reglamentaria y severa.

—Sí, mi general. Vengo a interesarle, a pedirle que me preste su ayuda en servicio de la Santa Iglesia. Ya conoce usted al padre Lantaigne, rector del Seminario. Es un sacerdote digno de todo merecimiento, eminente por sus virtudes y por su ciencia; es un gran teólogo.

—Varias veces he tenido el gusto de saludar al padre Lantaigne, y su aspecto y su conversación me han sido gratos. Pero...

—¡Ah, señor mío! Si usted acudiese, como yo, a sus conferencias, ¡le asombraría tanto saber! Me asombra, sí, señor, me asombra; y eso que sólo pude apreciar una pequeña parte, lo que me permiten mis pobres conocimientos. Pasé veinticinco años de mi vida en el hospital, reconciliando con Dios a los soldados enfermos. Entre mis consejos espirituales, también les daba cigarrillos. Hace veinte años que confieso monjas, vírgenes del Señor, muy santas, probablemente; pero mucho menos agradables para tií que los soldados. Nunca me quedó tiempo que dedicar a la 'ectura de los Santos Padres. Me faltan estudios y talento para saborear, como lo merece, la teología del padre Lantaigne; tiene por cerebro una biblioteca; pero puedo asegurarle, mi general, que vive como predica, diciendo lo que hace, haciendo lo que dice.

Y el anciano cura de monjas, con un guiño malicioso, añadió:

—No todos los eclesiásticos, por desdicha, viven como aconsejan en sus pláticas.

—Ni todos los militares —repuso el general, sonriendo con una débil sonrisa.

Y cruzaron una mirada muy afectuosa, revelando su común aversión a la intriga y al engaño.

El padre Lalande, que, a pesar de todo, usaba de cierta picardía, terminó su elogio del padre Lantaigne con este rasgo:

—Es un excelente sacerdote, y en la milicia sería un excelente soldado.

El general preguntó bruscamente:

—¿Qué puedo hacer en su favor?

—Ayudarle a ponerse las medias moradas, que bien merecidas las tiene, mi general. Apoyar su candidatura en la vacante de Tourcoing; hacerle obispo. Yo le ruego a mi general que haga valer su influencia con el señor ministro de Cultos. Me dicen que lo conoce personalmente.

Contrariado, el general meneó la cabeza. Jamás había pedido al Gobierno el más insignificante favor. Cartier de Chalmot, monárquico y católico, reservaba tenazmente a la República una desaprobación completa, silenciosa y sencilla. Sin leer ningún periódico y sin hablar con nadie, menospreciaba por convicción un poder civil cuyos actos desconocía. Era obediente y callado. Los aristócratas de la región admiraban su dolorosa prudencia, inspirada por el cumplimiento de su deber, fortalecida por un desprecio profundo hacia todo lo que no fuese militar, arraigada por una creciente dificultad para concebir y expresar las ideas, conmovedora por los visibles progresos de una dolencia hepática.

Sabían todos que el general Cartier de Chalmot continuaba siendo hasta los tuétanos partidario de la fiel Monarquía; pero ignoraban que un día del año 1893 había sentido su alma una conmoción sólo comparable a aquella que la Gracia Divina emplea para levantar los corazones; una conmoción violenta como un trueno; una dulzura inesperada y penetrante.

Tuvo lugar este suceso el 4 de junio, a las cinco de la tarde, y se produjo en el salón de la Prefectura. Entre las flores que la señora Worms-Clavelin había prodigado, el señor presidente, Car- not, de paso en la ciudad, recibió a los oficiales de la guarnición. El general Cartier de Chalmot, seguido por su Estado Mayor, veía por primera vez al presidente de la República, y de pronto, sin visible motivo, sin razón explicable, fue arrastrado a súbitas admiraciones. En un segundo, ante la dulce gravedad y la casta rigidez del jefe del Estado, se derrumbaban todos los prejuicios del general. Desatendiendo la idea de que aquel soberano era sólo un personaje político, lo admiró y lo reverenció. Sintióse, de pronto, ligado, por atracciones de simpatía y de respeto, al hombre descolorido y triste —como él—, pero augusto y sereno como un vástago de sangre real. Pronunció, mascullándolas marcialmente, las frases reglamentarias que poco antes había embutido en su flaca memoria, y el presidente le dijo: "Os agradezco el saludo en nombre de la República y de la patria, que reconocen y estiman vuestra lealtad." Todo el afecto que durante veinticinco años reservaba el general a "su príncipe" lo consagró, de pronto, al presidente, cuyo rostro plácido conservaba una inconcebible quietud, y cuya voz lamentable se producía sin el más leve movimiento de las mejillas ni de los labios, invadidos por la negrura de la barba. En aquel rostro de cera, en aquellos ojos tranquilos y suaves, en aquel pecho de poca vida, magníficamente cruzado por el gran cordón rojo de la Legión de Honor; en toda su figura de autómata dolorido, él adivinaba la dignidad del jefe y la desdicha del hombre nacido en aciaga hora, el hombre que no ha reído jamás. Y reforzaba su admiración con su ternura.

Un año después enteróse del trágico fin del presidente Carnot, por quien diera gustoso la vida, y cuya imagen reapareció en su pensamiento, rígida y negra, como una bandera de regimiento arrollada en el asta y metida en la funda.

Desde aquel día no volvió a saber ni el nombre de señores y dueños, árbitros de los destinos de la patria. Le interesaba sólo conocer a sus jefes y superiores jerárquicos, a los cuales obedecía con tétrica exactitud.

Apesadumbrado, no sabiendo cómo justificar su negativa, reflexionó un momento, y pudo, al fin, ofrecer esta disculpa:

—Cuestión de principios. Jamás he pedido al Gobierno el más insignificante favor. ¿Verdad que usted aplaude mi conducta? En cuanto uno emprende una marcha...

El cura lo miró tristemente, como si en aquella mirada lanzase toda la tristeza que podía nublar su viejo y apacible rostro.

—¡Ah!, ¿cómo puedo aplaudir su conducta yo, que pido a todo el mundo? Soy un pordiosero incorregible. Para servir a Dios y a los pobres, he suplicado a todos los poderes de la Tierra: pedí a los ministros de Luis Felipe, a los del Gobierno provisional, a los de Napoleón III y a los de la República. Todos me ayudaron a realizar el bien. Y puesto que tiene usted amistad con el ministro de Cultos...

En aquel instante, una voz aguda gritaba en el pasillo:

—¡Pablóte, Pablóte!

Y una señora gruesa, en peinador, con sus cabellos blancos arrollados en horquillas, entró corriendo. Era la señora del general Cartier de Chalmot que lo llamaba para el desayuno.

Había ya zarandeado a su esposo con una ternura imperiosa, voceado una vez más: "¡Pablóte!", cuando reparó en la presencia del clérigo.

Pidió excusa por su desaliñado porte. ¡La mañana era tan atareada para ella! Tres niñas, dos muchachos, un sobrino huérfano y su esposo; total: ¡siete a quienes atender!

—¡Ah, señora —dijo el cura—; Dios la envía! Será usted mi providencia.

—¿Su providencia, señor sacerdote?

Cubiertas por una bata gris, ofrecían sus abultadas formas la amplitud majestuosa de la maternidad antigua. En su encendido bigotudo rostro resplandecía el orgullo de la matrona; sus ágiles movimientos revelaban, a la vez, la desenvoltura de una mujer hacendosa y el aplomo de una señora muy acostumbrada a recibir homenajes oficiales. El general no hubiera sido nada sin Paulina, su fortuna doméstica y su ángel tutelar; ella sostenía con su actividad y su esfuerzo toda la carga de aquel hogar, pobre y fastuoso a la vez; era por necesidad planchadora, cocinera, costurera, institutriz, tapicero, boticario, hasta modista, con un gusto inocentemente llamativo; en los banquetes y en las recepciones lucía con imperturbable corrección su perfil correcto y su escote apetitoso aún. Entre militares opinábase que si el general llegase a ser algún día ministro de la Guerra, la generala desempeñaría muy bien su cometido, haciendo admirablemente los honores en la residencia del bulevar Saint-Germain.

Y no se limitaba su actividad a sus cuatro paredes; prodigábase y extendíase fuera en obras piadosas y caritativas. La señora Cartier de Chalmot era protectora de tres Casas-cunas y de doce obras pías recomendadas por el cardenal-arzobispo. Monseñor la profesaba una predilección especial, diciéndola, a veces, con su amable sonrisa de hombre sociable: "Usted, generala, es un general en el Ejército de la caridad cristiana." Y como juzgaba propio de su condición exaltar siempre la buena doctrina, jamás dejaba de añadir: "Excluyendo la caridad cristiana, en el mundo no hay caridad. La Iglesia católica es la única llamada a resolver los problemas sociales, cuyas complicaciones agitan sin cesar a todas las almas y ocupan muy particularmente la solicitud de nuestro corazón paternal."

Lo mismo creía la generala Cartier de Chalmot. Era piadosa con entusiasmo, con franqueza, casi con esplendor, a veces demasiado vistoso, de su voz vibrante y de su tocado atrayente. Su fe, desbordada y decorativa como el pecho donde se abrigaba, derramábase con esplendidez en los salones. Con la sinceridad amplísima de sus arraigadas creencias religiosas, perjudicó bastante a su marido; pero a ninguno de los dos les hizo mella. También el general profesaba doctrinas católicas, aun cuando no fueran obstáculo para prender al cardenal-arzobispo, si recibiese la orden, por oficio, del ministerio de la Guerra. Sin embargo, era recelado por la democracia, y hasta el prefecto Worms- Clavelin, tan desaprensivo, juzgaba peligroso al general Cartier de Chalmot. Paulina era bastante ambiciosa, pero no hasta el punto de olvidar jamás sus deberes religiosos y sociales.

—¿Cómo puedo ser ahora su providencia, señor mío?

Y cuando supo ya que se trataba de influir para que nombrasen obispo de Tourcoing al padre Lantaigne, sacerdote de tan reconocidas y elevadas virtudes, animóse y mostró su arrogancia.

—Obispos así necesita la Iglesia. El padre Lantaigne debe ser elegido.

El anciano cura de monjas comenzó a servirse de aquel intermediario valeroso.

—Convenza usted al general, señora, para que inmediatamente haga la recomendación a su amigo el ministro de Cultos.

Ella meneó la cabeza, sobre la que oscilaba su diadema de mechones enroscados en horquillas.

—No es posible, señor mío; no escribirá esa carta. Sería inútil insistir. Opina mi esposo que un militar no debe pretender nunca ningún favor. Y está en lo cierto. Mi padre pensaba lo mismo. Usted lo conocía, y sabe que fue un hombre de honor y un buen soldado.

El cura se dio una palmada en la frente.

—¡Ya lo creo! ¡El coronel Balny! Era creyente y heroico.

El general Cartier de Chalmot intervino:

—Mi suegro, el coronel Balny, era principalmente notable, por saber de memoria todo el reglamento de las maniobras de caballería, publicado en mil ochocientos veintinueve. Un reglamento con tantas complicaciones, que pocos oficiales conseguían dominarlo. Cuando fue suprimido, el coronel Balny lo sintió, hasta el extremo de que apresuró su muerte aquel disgusto. El reglamento simplificado tiene la ventaja indiscutible de su más fácil aplicación; pero aún dudo si prefiero el antiguo. Hay que Pedirle mucho al jinete para conseguir algo, y ocurre lo mismo con la infantería.

El general se puso a mirar cuidadosamente las fichas ordenadas en los cajoncitos.

La señora Cartier de Chalmot había oído muchas veces repetir esto mismo con las mismas palabras. También era siempre igual su respuesta. Sólo en este último caso añadió:

—¡Pablóte! ¿Cómo dices que papá murió del disgusto, sabiendo que murió de apoplejía durante una visita de inspección?

El anciano cura encauzó la conversación hacia donde le convenía con un ingenuo ardid.

—¡Ah, señora! Su excelente papá, el coronel Balny, hubiera estimado mucho al padre Lantaigne, haciendo lo posible para que se premiaran su talento y su carácter en el episcopado.

—También yo lo deseo —dijo la generala—. Mi esposo no puede, no debe recomendar nada; pero yo estoy dispuesta, si de algo puedo servir, a decirle a monseñor lo que sea necesario. No me intimida el arzobispo.

—Es posible que, si usted lo viera —murmuró el anciano cura—, monseñor Charlot no la desatendería...

La generala prometió ver al arzobispo en la inauguración del Pan de San Antonio, y...

De pronto, interrumpióse:

—¡Las chuletas!... Con su permiso...

Corrió a disponer arreglos de cocina.

Al poco rato, apareciendo nuevamente, prosiguió:

—Y hablándole a solas, en ocasión oportuna, le rogaré que interese al nuncio en favor del padre Lantaigne. Así, ¿queda usted satisfecho?

El anciano sacerdote hizo ademán de cogerle una mano, pero sin llegar a cogérsela.

—Muy satisfecho. Estoy seguro de que San Antonio bendito nos ayudará también, persuadiendo a monseñor Charlot con su celestial influencia. Es un santo incomparable, aun cuando no ayuda, como imaginan las mujeres, a encontrar las joyas perdidas. Tiene otras ocupaciones más importantes. Pedirle novios y gollerías resulta excesivo; pero pedirle pan que satisfaga el hambre de los pobres, pedir eso, es muy acertado; lo concede, sí; está usted en lo firme, señora. El Pan de San Antonio es una fundación admirable. Me ocuparé con el detenimiento que merece, aunque sin decírselo a mis buenas hermanas.

Quería referirse a las monjas de la Salud, en cuyo convento estaba.

—Tienen ya muchas intenciones piadosas. Y son unas mujeres irreprochables; pero demasiado apegadas a las miseriucas de la rutina.

Suspiró, recordando la época en que fue cura de regimiento; los días trágicos de la guerra, cuando, acompañando a los heridos llevados en camillas de las ambulancias, los reanimaba con un sorbo de aguardiente. Así ejercía su apostolado.

No pudo resistir al deseo de recordar una vez más las batallas de Metz, y relató algunas anécdotas, muchas de las cuales referíanse a cierto gastador, nacido en Lorena, llamado Larmoise, hombre de inagotables recursos.

—No le dije a usted nunca, mi general, que aquel diablo de gastador me llevaba diariamente un saco de patatas. Cuando le pregunté dónde las cogía, me respondió: "En el campo enemigo." Yo le dije: "¿No ves que puede costarte la vida?" Entonces me refirió que había encontrado gente de su tierra en las patrullas del Ejército alemán. "¿Paisanos tuyos?" "¡Vaya! Hombres que viven y trabajan donde yo nací, porque solamente la frontera divide nuestras labores. Al vernos en el campamento, nos abrazamos y hablamos de los parientes, de los amigos. Después me dijeron: 'Coge todas las patatas que necesites.'"

Y el anciano cura de monjas añadió:

—Este sencillo caso me hizo comprender, mejor que todos los razonamientos, la crueldad y la injusticia de la guerra.

—Sí —repuso el general—. Esas promiscuidades inconvenientes nunca faltan en los puntos de contacto de los ejércitos enemigos. Hay que reprimirlas duramente, sin dejar de tener en cuenta las circunstancias.