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El paraíso de las mujeres/Capítulo XI

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Que trata del discurso pronunciado por el senador Gurdilo y de como el Hombre-Montaña cambió de traje


A la mañana siguiente, el profesor Flimnap se presentó con gran apresuramiento en la vivienda del gigante. Jamás su rostro bondadoso había ofrecido un aspecto igual, de alarma y azoramiento. A pesar de sus carnes exuberantes, saltó con juvenil agilidad del plato ascensor a la superficie de la mesa, antes de que los atletas encargados de la grúa hubiesen terminado su maniobra.

Lejos aun de Gillespie, abrió los brazos con desesperación y juntó luego sus manos en una actitud implorante, gritando:

- ¿Qué ha hecho usted, gentleman? ¿Qué locura fue la suya de ayer? ¡Y yo que le creía un hombre extremadamente cuerdo!...

Jamás había experimentado tantas emociones en un espacio tan corto de tiempo. Un miedo anonadador le dominaba desde horas antes, y este miedo obedecía a sentimientos generosos, pues pensaba mas en la suerte del Gentleman-Montaña que en la suya propia. La terrible noticia de todo lo ocurrido en la casa del Padre de los Maestros acababa de sorprenderle en el momento más grato de su existencia.

El día anterior había regresado muy tarde a la ciudad, después de verse festejado y admirado durante varias horas por más de cien mil mujeres. Su discurso en las gradas del templo de los rayos negros lo había escuchado esta enorme multitud, interrumpiéndolo con aplausos. Su éxito resultó tan ruidoso como el del joven poeta rival de Golbasto. Nunca había llegado a soñar con una gloria semejante, ni aun en los tiempos de la adolescencia, cuando, recién entrado en la vida estudiosa, su entusiasmo le hacía aceptar la posibilidad de las más inauditas elevaciones.

Durmió mal, pues el saboreo de su triunfo parecía repeler al sueño. Pero cuando descendió de su habitación universitaria, apreciando de antemano las felicitaciones de unos profesores y la envidia de otros, todo su orgullo triunfante se deshizo ante la realidad. Oyó aterrado lo que había hecho el gigante en la tarde anterior. Muchos de los que le hablaron habían asistido a la tertulia de Momaren y se mostraban congestionados aún por la indignación al recordar los proyectiles del gigante, algunas de cuyas salpicaduras habían llegado a ellos o a personas de sus familias.

El Padre de los Maestros estaba en cama después de este suceso, aunque sin enfermedad conocida. Golbasto, el gran poeta nacional, se había retirado jurando vengarse del bárbaro intruso. Los concurrentes le vieron con un vendaje debajo de su corona de laurel, pues se había descalabrado al caer al suelo con Momaren bajo el disparo del gigante.

- ¿Qué ha hecho usted? -volvió a repetir el profesor.

Muchos de los que presenciaron el suceso habían olvidado la insolencia del Hombre-Montaña para preocuparse únicamente de la finalidad de otra acción suya que les parecía misteriosa. Después que el gigante hubo limpiado de gentío los salones de Momaren, haciendo huir a todos al fondo de la casa para librarse de su bombardeo líquido, irguió su estatura y fue a un determinado lugar de la fachada de la Universidad, lanzando varios silbidos con la estridencia de un huracán.

Los doctores estudiosos que permanecían en sus habitaciones intentaron ocultarse, creyendo que el Hombre-Montaña se había vuelto loco y deseaba aplastarlos. Pero antes de cerrar las ventanas de sus viviendas pudieron ver como corría por los tejados un hombre envuelto en velos, como el gigante lo tomaba con una de sus manos, introduciéndolo en un bolsillo de su traje, y como emprendía una marcha veloz, guiado por este varón desconocido, hacia la Galería de la Industria, sin esperar a que sonasen otra vez las trompetas y se reuniera el escuadrón que le había escoltado en su paseo.

- ¿Qué va a pasar ahora? -continuó diciendo el asustado profesor.

Los murmuradores le habían dado a entender que el Padre de los Maestros sospechaba si este intruso ayudado por el gigante sería Ra-Ra.

- Yo temo, gentleman, que a estas horas la policía esté enterada de que, efectivamente, el tal hombre era Ra-Ra y que, protegido por usted, entró en nuestro palacio para ver a Popito... ¡Usted, gentleman, mezclándose en cosas políticas de nuestro país y apoyando de una manera tan descarada a un propagandista del "varonismo", enemigo de la tranquilidad del Estado! Tiemblo por usted y tiemblo por mí.

Gillespie no necesitaba oír al profesor para darse cuenta de la gravedad de su acto. Pero renacía su cólera al acordarse de los pinchazos de aquellos pigmeos, y creía sentir aún el dolor en sus piernas. ¿Por qué no lo habían dejado dormir en paz?...

Sin embargo, los gestos desesperados del profesor sirvieron para hacerle pensar que estaba a merced de aquella humanidad pigmea, despreciable para el, pero sin la cual no podía alimentarse ni atender a otros cuidados que necesitaba su persona.

Flimnap, creyendo ver en su rostro un reflejo de intensa cólera, le recomendó la calma.

- No se exalte, gentleman; al contrario, debe usted mostrarse prudente y conciliador. Creo que esto se arreglará finalmente. Puede usted presentar sus excusas al Padre de los Maestros. Yo explicaré que todo se debe a su desconocimiento de nuestra lengua y nuestras costumbres. Lo que me preocupa más es lo de Ra-Ra; pero si no hay otro remedio, lo abandonaremos y que siga su destino. El amor es egoísta, gentleman. Antes de venir usted a esta tierra yo hubiese hecho los mayores sacrificios por ese joven. Pero ahora no es lo mismo; ahora está usted aquí, y más allá de su persona nada me interesa.

Parecía haber olvidado el catedrático todas las inquietudes que le entristecian momentos antes, al saltar del plato-ascensor. Se había puesto ante un ojo su lente de disminución para contemplar el rostro del Gentleman-Montaña, y esto le hacía sonreír dulcemente.

- Creo llegado el momento -dijo con voz insinuante- de mostrarle mi alma. Mientras usted vivía a cubierto de peligros, yo no me atreví a decirle lo que siento. Me dominaba la timidez de todo el que ha pasado su existencia entre libros, viendo de lejos a las personas. Pero después de la locura de usted, la situación es otra. Tal vez el conflicto con nuestro Padre de los Maestros acabe por arreglarse, pero en este momento la situación es mala. Corre usted grandes riesgos, y por lo mismo considero oportuno manifestarle lo que no me hubiera atrevido a decir en una ocasión mejor. Oigame bien, gentleman, y no se ría de mi.... Yo le quiero un poco y me intereso por su felicidad.... ¿Por qué no hablar más claramente?... Yo le amo, gentleman, y deseo pasar el resto de mi vida junto a usted, dedicándome en absoluto a su servicio.

A pesar de su mal humor por la aventura en la Universidad y por las persecuciones que le podían hacer sufrir estos pigmeos, de los que era esclavo, Gillespie no pudo contener una carcajada. Después sofocó su risa para excusarse cortésmente:

- No crea, profesor, que me río de usted. Le estoy muy agradecido para atreverme a tal insolencia. Mi risa es de sorpresa.... En mi país, rara vez una mujer declara su amor al hombre.

- Pues aquí no es extraordinario -contestó Flimnap-. Acuérdese que todo lo dirigimos las mujeres, y por lo mismo nos corresponde la iniciativa en los asuntos de amor.

- Además -dijo Edwin-, usted olvida el obstáculo insuperable que la naturaleza ha establecido entre los dos al crearnos con tamaños tan distintos. Me mira usted a través de su lente de reducción y se ilusiona creyéndome de su talla. Contémpleme tal como soy, y se convencerá de que por mucho que yo la amase nunca pasaría usted de ser una esposa de bolsillo.

- ¡Oh, gentleman! -interrumpió ella quejumbrosamente-. No sea usted materialista en sus apreciaciones, no se muestre grosero en sus sentimientos juzgando a las personas por su tamaño. ¿Por qué no pueden amarse dos almas a través de sus envolturas completamente diferentes?... Ahora que le conozco, gentleman, me doy cuenta de que toda mi vida he estado esperando su llegada. Siempre mi alma sintió la atracción de las alturas; siempre soñé con algo inmensamente grande. Mi espíritu veía con indiferencia las pequeñeces de nuestra vida corriente. Yo solo podía amar a un gigante, y el gigante ha venido. ¿No le parece que un poder superior nos ha hecho el uno para el otro?...

El Gentleman-Montaña solo contestó a esta pregunta con un gesto ambiguo. Pero el ardoroso profesor siguió hablando:

- Yo no le exijo que me responda inmediatamente. Confieso que esta manifestación de mis sentimientos es un poco violenta y que usted no la esperaba. A no ser por el peligro que le amenaza, me hubiese abstenido de hablarle de esto en mucho tiempo. Pero, en fin, lo que yo debía decir ya está dicho. Reflexione usted, consulte su corazón; esperaré su respuesta. Lo que necesitaba hacerle saber cuanto antes es que no soy para usted un simple traductor y que ansío participar de su suerte, correr sus mismos peligros, si es que la situación se empeora.

Gillespie, conteniendo la risa que otra vez volvía a agitar su pecho, contestó vagamente a la apasionada universitaria. Obedecería sus indicaciones, estudiaría con detenimiento las preferencias de su alma. Pero por el momento, lo más urgente era resolver su situación, que, según ella, parecía angustiosa.

- Voy a dejarle, gentleman -contestó Flimnap--. Nada consigo permaneciendo a su lado para sostener una conversación grata, pero que resulta estéril. Necesito saber noticias. Momaren tiene poderosos amigos y debe haber hecho algo a estas horas contra Ra-Ra. Además, hay que temer a Golbasto. Adivino desde aquí que su cochecito tirado por los tres hombres-caballos debe estar rodando a través de la capital desde el principio de la mañana. ¡A saber lo que habrá tramado el temible poeta!...

Antes de desaparecer por uno de los escotillones, todavía retrocedió Flimnap hacia el gigante para decirle en voz baja:

- Si vienen a buscar a Ra-Ra, no se empeñe en defenderlo; sería peor para el y para usted. Déjelo abandonado a su suerte. Nosotros solo debemos pensar en nuestro porvenir. Yo siempre he creído que un amor que no es egoísta no merece el nombre de amor.

Y entornando los párpados con expresión acariciante detrás de los vidrios de sus gafas, el profesor desapareció rampa abajo.

Solo entonces el Hombre-Montaña bajó los ojos para mirarse a sí mismo, fijándolos en su pecho. Por la abertura entreabierta de su bolsillo superior veía la cabecita de Ra-Ra, encogido en el fondo de este refugio.

- ¡Buena la hiciste ayer! -dijo el gigante en voz queda, como si hablase con el mismo-. En realidad tu eres el culpable de todo lo ocurrido, por tu maldita idea de dejarme solo para ir a ver a Popito... Pero no te abandonaré por eso, como me pide la loca de Flimnap.... ¡Que diablo será esto del amor, que a todos nos hace cometer enormes tonterías, y hasta da un aspecto grotesco a esa pobre mujer tan inocente y bondadosa!...

Vieron los ojos del gigante apoyada en un lado de la mesa la cachiporra que se había fabricado durante su excursión a la selva de los emperadores. La presencia de esta arma primitiva le hizo sonreír de un modo inquietante para los pigmeos.

- Yo te aseguro, Ra-Ra -continuó-, que los primeros que vengan en tu busca y nos molesten corren peligro de morir aplastados.

Pero aunque esta promesa bárbara fuese muy del gusto de Ra-Ra, este protestó, sacando la cabeza imprudentemente por el borde del bolsillo.

- Lo creo oportuno -dijo el pigmeo-, pero dentro de algún tiempo. Ahora es inútil. Hay que esperar nuestra Revolución, cada vez más próxima.

Mientras tanto, Flimnap corría las calles de la capital, enterándose de una serie de noticias muy inquietantes para el. Un profesor le anunció que Momaren, por ciertos detalles que le habían comunicado algunos subordinados, estaba ya convencido de que era Ra-Ra el que acompañaba al gigante. El Padre de los Maestros, aceptando las sugestiones de su vanidad, creía que este varonista, enemigo del orden, había sugerido al Hombre-Montaña la idea de interrumpir su tertulia en el momento preciso que el gran Golbasto recitaba sus versos, para quitarle así un gran triunfo literario. A primeras horas de la mañana había tenido una conversación violenta con Popito, la cual negó haber visto a Ra-Ra en la parte alta del palacio universitario. Luego el influyente personaje abandonó su cama, y estaba ahora en la presidencia del Consejo Ejecutivo, recomendando sin duda la persecución del revolucionario masculista.

Poco después Flimnap se encontró con un grupo de noticieros de los grandes diarios, que le iban buscando desde horas antes. Querían conocer su opinión sobre lo ocurrido en la tertulia del Padre de los Maestros, pero el se expresó de un modo ambiguo. De buena gana hubiese contestado rudamente a estos curiosos insaciables que le perseguían a todas horas; pero la gratitud le obligaba a ser cortés. Todos los diarios hablaban con elogios de su discurso en el templo de los rayos negros, lamentándose de haber desconocido durante tantos años a un orador tan eminente.

Los periodistas le dieron una noticia que resultó la peor de todas. Gurdilo había anunciado su deseo de pronunciar un discurso en el Senado a propósito del Hombre-Montaña apenas se abriese la sesión. Tal vez el temible orador estaba ya hablando a estas horas.

Flimnap corrió al palacio del gobierno, entrando en el ala ocupada por el Senado. Su amor por Gillespie le sugería las más atrevidas resoluciones. El tímido profesor, que pocos días antes era incapaz de la más pequeña iniciativa, se asombraba ahora de su audacia. Pensó hablar a Gurdilo, si es que aun no había empezado su interpelación al gobierno. No se conocían, pero el desde unos días antes era un personaje célebre, del que se ocupaban mucho los periódicos, y bien podía permitirse la libertad de hacer una visita a un compañero suyo de gloria. Dentro del Senado, al preguntar por el famoso orador, se convenció de que había llegado tarde. Gurdilo estaba ya en el salón de sesiones, y no admitía visitas que le distrajesen cuando preparaba mentalmente sus terribles discursos.

El catedrático subió a una de las tribunas destinadas al público, viendo abajo, entre las matronas que formaban el Senado, al temible Gurdilo, hacia el que convergían todas las miradas.

Nunca sufrió el pobre Flimnap una tortura igual a la de escuchar a este personaje confundido entre el público y sin poder contestarle. Después de su triunfo en el templo de los rayos negros, se consideraba tan tribuno como el célebre senador; pero aquí no era más que un simple oyente que podía ser encarcelado si osaba alterar con sus interrupciones la calma de la majestuosa asamblea.

La oradora senatorial, con la faz más amarilla que nunca, la mirada torva, la nariz encorvada y una voz silbante, atacó a Gillespie durante mucho tiempo, procurando que sus golpes al coloso cayesen de rebote sobre los altos señores del Consejo Ejecutivo.

Hizo la historia de todos los Hombres-Montañas que habían llegado al país en el curso de los siglos. El primero, según el testimonio de viejos cronistas, acabo siendo un traidor al Imperio de Liliput que le había dado hospitalidad, pues se fue con los de Blefuscu, que eran entonces enemigos. Además, al regresar a su monstruosa patria, publicó, según vagas noticias traídas por Eulame, un libro en el que ponía en ridículo a todos los liliputienses.

Los colosos que habían llegado después eran gentes bárbaras y viciosas, sin educación universitaria y de una capacidad estomacal que acababa causando grandes escaseces y hambres en la nación. Cometían tales desafueros, que finalmente había que suprimirlos.

Y cuando se había aceptado como medida prudente el matar a estos intrusos, que se presentaban de tarde en tarde, con la regularidad de una epidemia, llegaba el último Hombre-Montaña, y el Consejo Ejecutivo, faltando a la tradición, le concedía la vida.

Aquí Gurdilo empezó a hablar irónicamente de la enorme influencia que unos cuantos profesores y fabricantes de versos ejercían sobre el gobierno actual.

- Ha bastado -dijo el orador- que un pobre pedante que enseña en nuestra Universidad la inútil lengua de los Hombres-Montañas, la cual de nada puede servirnos; ha bastado, repito, que descubriese en un bolsillo del tal gigante un libro del tamaño de cualquiera de nosotros, con unos versos disparatados, propios de su enorme animalidad, para que todos los falsos intelectuales que dominan nuestra organización universitaria, y son retribuidos exageradamente por el gobierno, viesen una ocasión de afirmar su influencia protegiendo a este colosal intruso como un compañero de letras. Y los altos señores del gobierno, que antes de ocupar sus cargos no conocían otra lectura que la del diario todas las mañanas, han aprovechado la ocasión para darse una falsa importancia de intelectuales, obedeciendo las indicaciones de sus protegidos que monopolizan la Universidad.

"No quiero hablar al ilustre Senado de los gastos que ha originado el Hombre-Montaña desde que vive entre nosotros. Esto será objeto de un discurso que pronunciaré otro día, cuando tenga completos los datos estadísticos que estoy reuniendo. Necesito saber con certeza cuantos bueyes come cada día, cuantas docenas de gallinas, así como las toneladas de pescado y de pan que lleva devoradas. No insisto en esto; pronto apreciará el Senado de que manera el Consejo Ejecutivo derrocha el dinero de la nación, a pesar de que el gobierno de nuestro sexo ostenta el espíritu de economía como la mayor de las ventajas sobre todos los gobiernos anteriores.

"Hoy necesito hablar de otra cosa que considero de gran urgencia, pues equivale a un escándalo intolerable que pone en peligro el orden del Estado y los fundamentos de nuestra sociedad, haciendo completamente inútiles la sabiduría de aquella gran mujer que inventó los rayos libertadores y el heroísmo de las valerosas jóvenes que combatieron en la tierra y en el aire por el triunfo de la Verdadera Revolución.

"Yo mismo no comprendo como el ilustre Senado, la Cámara de diputados y los demás organismos nacionales no fijaron su atención en el aspecto subversivo que nos ofrece ese gigante desde que llegó. Tampoco puedo explicarme como los periódicos, que atisban el menor de nuestros defectos para publicarlo inmediatamente permanecen ciegos para el Hombre-Montaña.... Debo confesar, sin embargo, que yo también he vivido en esta ceguera inexplicable, y solo anoche ví la realidad, gracias a la sugestión de un poeta eminente, el mas grande de todos los poetas que hoy existen, y después de esto casi resulta inútil que os diga su nombre. Todos habéis adivinado que es Golbasto.... Con razón llaman a los poetas “videntes”. Golbasto ha visto lo que ninguno de nosotros había logrado ver.

Se hizo un silencio profundo en toda la asamblea. Lo mismo los senadores que el público de las tribunas, esperaban anhelantes la revelación del gran descubrimiento del poeta, transmitido por el más temible de los oradores. Mas de mil pechos jadeaban oprimidos por la emoción; el interés hacia respirar a todos con dificultad. Nadie apartaba sus ojos del tribuno, que parecía haber crecido repentinamente. Al fin, después de una larga pausa dramática, su voz resonó en el majestuoso silencio.

- Fíjese bien el honorable Senado en lo que representa el espectáculo antisocial y subversivo que presenció ayer el vecindario de nuestra ciudad. El Hombre-Montaña es un hombre, como lo indica su título.... ¡y, sin embargo, usa pantalones!

Una exclamación ahogada de todos los oyentes saludó este descubrimiento.

- ¡Es verdad!... ¡Es verdad! -murmuraron los senadores y el público con asombro, como si pasase ante sus ojos un relámpago deslumbrante.

- Imagínese el ilustre Senado -continuó Gurdilo- que efecto tan desastroso habrá producido ayer en el pueblo, y sobre todo en la juventud estudiosa de los colegios, ver a un hombre vestido de un modo que parece desafiar a la moral y a las conveniencias. Hace muchos años que en nuestras calles no se ha visto nada tan indecente.

"Bien sabido es que en el seno de nuestra sociedad algunos jóvenes insensatos y mal aconsejados pretenden trastornar el orden social con la utopía ridícula de que los hombres puedan sustituir a las mujeres en la dirección de los negocios públicos. Estos locos, enemigos de lo existente, deben haber gozado mucho ayer viendo a un hombre con pantalones, y los hombres prudentes y virtuosos de nuestras familias se habrán escandalizado con harto motivo al contemplar a uno de su sexo sin la túnica y sin los velos que corresponden a una matrona virtuosa. El traje de ese Hombre-Montaña significa el "varonismo" en acción, que desafía a todas nuestras leyes y costumbres, a todo nuestro glorioso pasado, a todas las hazañas y sacrificios de nuestros antecesores.

"Si se deja continuar este espectáculo subversivo, si no se le pone remedio, el llamado "partido masculista", insignificante y ridículo en el presente, crecerá hasta convertirse en una gran fuerza; los hombres querrán llevar pantalones, y nosotros, las mujeres que somos senadores, guerreros, funcionarios, en una palabra, todos los que desempeñamos un cargo público o contribuimos a la buena marcha del Estado, todos los que somos cabeza de una familia, tendremos que vestirnos con faldas.

La suposición de que las mujeres pudieran alguna vez llevar faldas resultaba tan extravagante e inaudita, que todo el respetable Senado empezó a reír, y, animados por su hilaridad, los ocupantes de las tribunas lanzaron igualmente grandes carcajadas.

Hasta algunas señoras masculinas que, envueltas pudorosamente en sus velos, ocupaban la tribuna destinada a las esposas de los senadores encontraron muy original la paradoja de Gurdilo, celebrándola con discretas risas.

El orador continuó su discurso con arrogancia, seguro ya de que la asamblea en masa iba a apoyarle con sus votos.

Por el momento, no pedía nada contra el Consejo Ejecutivo. Su responsabilidad sería objeto de otro discurso. Lo que el solicitaba, como patriota, era que cesase cuanto antes el escándalo y el peligro para las buenas costumbres que significaba el modo de vestir del gigante. Los pantalones correspondían a las mujeres, y era un atentado contra las conquistas heredadas de la Verdadera Revolución que este intruso, siendo un hombre, se empeñase en vestir de modo diferente a todos los de su especie.

- Pido al Senado -terminó diciendo el orador- que le quiten al Hombre-Montaña lo que no le corresponde usar y que se envíe al Consejo Ejecutivo una ley para que mañana mismo lo vista con el recato y la decencia que exige su sexo.

La ovación al tribuno fue larga. El presidente tuvo que hacer sonar varias veces la sirena eléctrica de su mesa para conseguir que se restableciese el silencio.

- ¿Acuerda el Senado -preguntó- que el Hombre-Montaña sea vestido como corresponde a su sexo inferior?

Algunos senadores rutinarios que veneraban el reglamento hablaron de votación, pero los más se opusieron, considerando que era inútil cuando todas las opiniones se mostraban unánimes. Y levantando una mano, votaron todos por aclamación la urgencia de quitarle los pantalones al Hombre-Montaña.

Flimnap abandonó la tribuna con el ánimo desorientado, no sabiendo ciertamente si debía entristecerse o alegrarse por lo que acababa de oír. La intervención de Gurdilo le había hecho sospechar en el primer momento que tenia por objeto pedir la muerte de Gillespie. Pero al convencerse de que el senador solo deseaba cambiar su vestidura, sin hablar para nada de hacerle perder la existencia, casi sintió gratitud hacia el. Le importaba poco que Gurdilo le hubiera llamado pedante y le aludiese con otras frases despectivas, sin hacerle el honor de citar su nombre. Los enamorados son capaces de los más grandes sacrificios a cambio de que la persona amada no sufra. Para el lo interesante era saber que el gentleman no iba a morir. Hasta pensó que ofrecería un aspecto más gracioso vestido con arreglo a las indicaciones del tribuno. Siempre le había causado un malestar indefinible verlo con pantalones, lo mismo que una mujer, contra todas las conveniencias establecidas por las costumbres y la gloriosa historia del país.

Al caer la tarde se dirigió a la vivienda del Gentleman Montaña. Después de salir del Senado había pretendido sin éxito alguno hablar con el presidente del Consejo Ejecutivo. Su personalidad gloriosa parecía disolverse así como iba decreciendo la curiosidad simpática por el gigante. Las gentes volvían a no conocerle. Varios periodistas pasaron junto a el sin pedirle su opinión. Los que antes le detenían en la calle haciéndole preguntas sobre el Hombre-Montaña casi lo atropellaban ahora con sus máquinas terrestres. La mujer de negocios que le había propuesto un viaje triunfal por toda la República dando conferencias en compañía del coloso volvió la cabeza al cruzarse con el.

En los salones de espera del jefe del Consejo aguardó inútilmente unas dos horas. Los empleados le ignoraban voluntariamente. Vio a Momaren que salía del despacho del presidente. Al cruzarse con el profesor, que le saludó con una profunda reverencia, el Padre de los Maestros solo tuvo para el una mirada fría y un murmullo ininteligible. Al fin, Flimnap, convencido de que había pasado su periodo de gloria y de influencia, salió del palacio del gobierno.

Cerca de la altura en cuya cumbre estaba la Galería de la Industria, notó un movimiento extraordinario. Llegaban por diversas avenidas batallones de mujeres armadas con arcos y lanzas. Vio presentarse además un escuadrón de la Guardia gubernamental y numerosos destacamentos de la policía masculina y barbuda, que abandonaban la vigilancia de las calles para acudir a esta concentración guerrera.

Su corazón se oprimió con el presentimiento de que todo este aparato bélico era a causa de alguna otra inconveniencia cometida por el gigante. Sobre la cumbre de la colina flotaban varias máquinas voladoras. Otras iban aproximándose a toda fuerza de sus motores, viniendo de distintos puntos del horizonte. Una alarma reciente había puesto, sin duda, sobre las armas a todas las tropas que guarnecían la capital.

Flimnap consideró una gran suerte su encuentro con varios individuos del gobierno municipal que le habían acompañado el día anterior en la fiesta de los rayos negros. Todos estaban aun bajo la influencia de su triunfo oratorio, y le saludaron con afabilidad. Hasta parecieron alegrarse del encuentro.

- Es el Hombre-Montaña, que se ha vuelto loco -dijo uno de ellos-. Ha atacado a un destacamento de policía que fue esta tarde a registrar su vivienda en busca de un terrible criminal y ha matado a no se cuantos con un tronco de árbol. Usted, doctor, puede hablarle; tal vez le haga caso. Si no le atiende, la guarnición dará un asalto a su vivienda. Correrá mucha sangre, pero le mataremos.... ¡Un gigante que parecía tan simpático!...

El profesor se adelantó al ejército, que ascendía poco a poco, con grandes precauciones, conservando su organización táctica para poder dar la batalla al coloso, y a los pocos momentos llegó a la Galería a todo correr del automóvil en que iba sentado.

Fuera del edificio estaba toda la servidumbre, aterrada aun por la tempestuosa explosión de cólera del Hombre-Montaña. Muchos de los atletas semidesnudos se aproximaron a Flimnap con los brazos en alto.

- ¡No entre, doctor! -gritaban-. ¡Le va a matar!

Vio también a un grupo de hembras membrudas y malencaradas, reconociéndolas como pertenecientes a la policía. Eran los agentes que habían intentado examinar los bolsillos del gigante después de haber registrado toda la Galería en busca de Ra-Ra.

Algunas de ellas tenían manchas de sangre en el rostro y en las ropas; otras, sentadas en el suelo, se quejaban de tremendos dolores en sus miembros. Pero estos dolores, así como la sangre, eran una consecuencia de las caídas que habían dado al huir del gigante. Su inmenso garrote, al chocar contra el suelo, esparcía un temblor igual al de un terremoto.

Flimnap, después de muchas preguntas, sacó la conclusión de que el gigante no había matado a ninguno de los que consideraba sus enemigos. Felizmente para estos, su pequeñez les había hecho escapar del único golpe que el gigante tiró con su árbol contra el grupo de policías. Estos, aterrados aun, repitieron la misma suplica de los servidores.

- No entre, doctor. Deje que llegue el ejército. El sabrá dar a ese loco lo que merece.

Pero el doctor se lanzó dentro de la Galería con la confianza del amante que no puede temer a la persona amada, aunque la vea en un estado de ferocidad.

Gillespie, cansado de permanecer derecho, con la cachiporra en una mano, junto a la puerta de la Galería, había vuelto a ocupar su asiento ante la mesa, pero sin perder de vista la abertura de entrada. Al ver a Flimnap echó mano instintivamente al tronco enorme que le servia de bastón.

- ¡Soy yo, gentleman! -gritó el profesor con voz temblona.

Y el gigante, al reconocerle, volvió a su actitud tranquila.

Fue para Flimnap una gran desgracia que los atletas de la servidumbre hubiesen abandonado la grúa monta-platos, pues se vio obligado a ascender por una de aquellas terribles rampas que le infundían pavor. Para mayor infortunio suyo, el gigante, al levantarse y empuñar su garrote contra la policía, había hecho esto con tal violencia, que una de sus rodillas, chocando contra una pata de la mesa, dejo medio rota y casi colgante la espiral arrollada en torno de ella.

El doctor, que remontaba, bufando de angustia, esta rampa interminable, sintió de pronto que crujía bajo sus pies e iba a romperse definitivamente, haciéndole caer de una altura igual a doce o quince veces la longitud de su cuerpo. El terror le hizo pedir socorro con chillidos de angustia. Fuera del local, los servidores y los maltrechos policías se miraron con una expresión de inteligencia:

- ¡Ya lo mata!... Le esta bien, por no haber querido oír nuestros consejos.

Avisado por los gritos del profesor, Gillespie bajo su cabeza hasta el nivel de su asiento, sacándole con dos dedos de la espiral cimbreante. Luego, colocándolo en la palma de la otra mano, lo fue subiendo hasta cerca de su rostro.

- ¿Qué ha hecho usted, gentleman? –preguntaba.

Flimnap durante su ascensión, como si intentase reconvenirle.

Pero la cólera del gentleman duraba aun, y el profesor se asustó al ver la expresión de sus ojos. Fue contando Gillespie todo lo ocurrido, que era igual, con ligeras variantes, al relato escuchado por el profesor al pie de la colina.

- Lo que siento -terminó diciendo el gigante- es no haber aplastado a toda esa canalla que pretendía registrarme. Pero otros llegarán; les espero, y van a tener peor suerte.

- ¿Y Ra-Ra? -dijo el profesor.

Esta pregunta amenguó un poco la cólera de Gillespie. Después de haber hecho huir a los policías, y mientras su servidumbre medrosa escapaba también fuera de la vivienda, Ra-Ra le habló desde el fondo del bolsillo que le servía de refugio. Consideraba prudente no quedarse allí. Ya había hecho bastante el gigante para defenderle de sus enemigos. Debía dejarlo escapar antes de que llegasen fuerzas mas considerables. Necesitaba mantenerse libre para la continuación de sus trabajos.

Y el Gentleman-Montaña, convencido por sus razones, le había dejado en el suelo para que huyese, aprovechando la confusión que reinaba en torno de la Galería.

Flimnap se abstuvo de recriminaciones. Lo urgente era evitar un combate entre el ejército asaltante y el coloso, todavía irritado. Y empezó a contar a este lo que había visto.

De pronto, Gillespie, que escuchaba ceñudo las palabras del profesor, lanzó una ruidosa carcajada. Fue el relato del discurso de Gurdilo en el Senado lo que le hizo pasar sin transición de la cólera a la hilaridad. La idea de que toda la República confederada de los pigmeos se estaba ocupando de sus pantalones como de una manifestación subversiva y la seguridad de que iban a ponerle faldas iguales a las de Ra-Ra, hicieron que su risa se prolongase mucho tiempo.

Los grupos de afuera se imaginaron que el coloso feroz estaba saludando con carcajadas el cadáver del sabio.

Mientras tanto, Flimnap se esforzaba por que el gentleman le admitiese como mediador.

- Por fortuna, usted no ha matado a nadie, y los señores del gobierno municipal, que están abajo, me atenderán si yo les pido la paz en su nombre. ¿Qué es lo que usted deseaba? ¿Salvar a Ra-Ra?... Este se ha ido, librando a usted del compromiso de protegerlo. Ahora lo interesante es conseguir que no le miren a usted como un rebelde. ¿Me autoriza para que trate en su nombre?...

El Gentleman-Montaña contestó con un gesto indiferente, y Flimnap quiso aceptarlo como si fuese de aprobación. Luego suplicó a su poderoso amigo que bajase la mano lentamente hasta depositarlo en el suelo, y salió corriendo de la Galería.

Cuando las gentes que estaban en las inmediaciones le vieron avanzar hacia ellas, mostraron el mismo asombro que si contemplasen un aparecido. ¡No lo había matado el gigante!...

El profesor siguió corriendo ladera abajo en busca de los señores del gobierno municipal. No tuvo que ir muy lejos. Las tropas habían formado un círculo en torno a la colina y ascendían, estrechando cada vez más su anillo para que el enemigo no pudiera escapar.

Los del gobierno municipal acogieron al profesor con frialdad. Debían haber recibido órdenes superiores durante su ausencia, cambiando de opinión respecto a su persona. Sin embargo, cuando Flimnap les dijo que el gigante ya no haría resistencia, dejándose registrar y obedeciendo a cuanto quisieran ordenarle las autoridades, todos se mostraron algo más efusivos con el mediador, agradeciendo sus buenos oficios.

Por indicación de Flimnap, el ejército cesó en su movimiento ascendente, manteniéndose lejos de la Galería. Su presencia podía excitar de nuevo la irritabilidad del coloso. Un simple destacamento de la Guardia acompañó a las autoridades y al profesor cuando se aproximaron al edificio. Flimnap empezó a dar gritos a la servidumbre para que volviesen todos a ocupar sus puestos, como si no hubiese ocurrido nada. Detrás del rebaño doméstico entro él con sus ilustres acompañantes y la escolta.

Obedeciendo sus indicaciones, un grupo de atletas había corrido a lo alto de la mesa para manejar la grúa que subía los alimentos. Ocupando su plato-ascensor pudo llegar a la vasta planicie de madera, sin necesidad de trotar por las fatigosas espirales. Los del gobierno municipal le acompañaron en su ascensión, mientras toda la escolta avanzaba por las tres patas de la mesa que se mantenían intactas.

Flimnap presentó sus acompañantes a Gillespie; y como estos no entendían el inglés, le pudo recomendar al mismo tiempo que fuese prudente.

- Estos señores se contentan con que permita usted el registro de sus bolsillos.

Accedió el coloso, sonriendo al pensar en la inutilidad de dicho registro. Además, el catedrático quiso hacerle admitir como un gran honor el hecho de que iban a ser las hermosas muchachas de la Guardia las que huronearían en sus bolsillos, en vez de aquellas hembras feas de la policía a las que había hecho pasar un mal rato.

Cuando los apuestos guerreros de la Guardia hubieron dado fin a su infructuoso registro, los del gobierno municipal se retiraron con una expresión de ambigüedad inquietante.

- Que todo continúe aquí lo mismo -dijo uno de ellos al profesor-. Mañana veremos que es lo que dispone el Consejo Ejecutivo.

Este "mañana" inquietaba a Flimnap. Creyó prudente pasar la noche bajo el mismo techo que su amado gentleman, como si con ello pudiese apartar los peligros todavía indeterminados que le anunciaban sus presentimientos.

Dio órdenes a la servidumbre para que el gigante cenase como todas las noches. El desorden originado por la visita de los perseguidores de Ra-Ra no debía notarse en la buena marcha del servicio doméstico. Luego, cuando el gentleman iba a acostarse, Flimnap fingió que regresaba a la Universidad, despidiéndose de él hasta el día siguiente, pero se dispuso a pasar la noche en la cama del administrador del almacén de víveres, aunque estaba seguro de no dormir.

- ¡Mañana! -pensaba-. ¿Qué pasara mañana?

Fuera de aquel enorme edificio se estaba condensando una nube de hostilidad que iba a estallar al día siguiente sobre la cabeza del gigante. Gran parte de las tropas habían quedado al pie de la colina vivaqueando. En lo alto permanecía inmóvil una escuadrilla de máquinas voladoras.

Durante la noche vio, al asomarse por tres veces, la fila circular de hogueras en torno de las cuales dormían los soldados, y sobre la techumbre del edificio los aviones, que abrían de vez en cuando sus ojos enormes, paseando sobre la tierra mangas de luz.

Poco después de amanecer, cuando el gigante estaba aun en su cama, se presentó un empleado del Consejo Ejecutivo, al que seguían varias mujeres que, a juzgar por sus trajes, pertenecían a la clase industrial de la ciudad. El funcionario manifestó a Flimnap que venía para notificar al Hombre-Montaña el acuerdo del gobierno obligándole a cambiar de traje inmediatamente. Luego presentó a los que le acompañaban, que eran media docena de sastres encargados de confeccionar los uniformes del ejército.

Declaró el profesor innecesaria la notificación, pues su gigantesco amigo había sido advertido por el de las decisiones del gobierno.

- En cuanto a lo del traje -continuó-, estos señores tendrán que esperar a que el Hombre-Montaña se haya levantado, si es que no prefieren tomarle medida mientras esta tendido en su cama.

Uno del grupo, que parecía ejercer cierta autoridad sobre sus compañeros de oficio, acogió tal proposición con un gesto despectivo, expresando luego su extrañeza de que un hombre tan sabio como el profesor Flimnap creyese aun que los sastres geométras tomaban medida a sus clientes como en los tiempos remotos.

- Nos bastará conocer el diámetro de uno de sus tobillos y de una de sus muñecas. Después, gracias a nuestros cálculos aritméticos, descubriremos las proporciones del resto de su cuerpo, cortándole un traje exacto. Además, esto no va a ser un uniforme ajustado, como el que usan los guerreros de la Guardia; es simplemente un vestido de hombre, con falda y velo.

Gillespie, que estaba en los postreros momentos de su sueño, cuando empiezan a despertar confusamente los sentidos mientras el resto del organismo yace sin voluntad, creyó que un insecto le estaba cosquilleando un tobillo y largó una patada, de la que se salvaron milagrosamente los dos sastres ocupados en tomarle medida.

- ¡Quieto, gentleman! -dijo el profesor inclinándose sobre una de sus orejas-. Son los maestros cortadores, que se preparan a confeccionar ese nuevo vestido que tanto le divierte.

La comisión de sastres había traído todo lo necesario para hacer sin pérdida de tiempo el traje femenil del gigante. Tenían orden de no volver a la capital sin haber cumplido su encargo, y fuera de la Galería les esperaban varias carretas cargadas de piezas de tela, así como una numerosa tropa de costureros.

En el vasto declive comprendido entre el edificio y el cordón de tropas acampado abajo fueron desplegando dichas piezas de tela, que sus ayudantes cosieron rápidamente gracias a unas máquinas portátiles de vertiginosa celeridad. Así quedo formada una pieza única y enorme, que cubría todo un lado de la colina, y el más viejo de los maestros, consultando un cuaderno cuyas hojas llenaba de cálculos matemáticos, trazo con un pincel blanco sobre la tela las líneas que debían seguir los cortadores. Así como iban quedando separadas las diversas piezas del traje se apoderaban de ellas los ayudantes, haciendo trabajar de nuevo sus máquinas de coser. Todos los costureros eran hombres, pues las labores de aguja únicamente se consideraban compatibles con la debilidad del sexo masculino. En cambio, los maestros cortadores eran mujeres, así como los empleados del gobierno que vigilaban la operación.

Después de almorzar, Gillespie se asomó a la entrada de la Galería para ver este trabajo extraordinario. Pero desoyendo las instancias del profesor, no quiso salir completamente del edificio. Parecía que presintiese un peligro. Se consideraba más seguro teniendo sobre su cabeza el techo de la Galería y frente a sus ojos aquella entrada, por la que tenían que pasar forzosamente los que avanzasen en busca suya.

A media tarde quedó terminado el vestido. La noticia había circulado por la capital, y más allá de la línea de soldados se fue extendiendo una muchedumbre de curiosos. Estos ya no mostraban la alegría ruidosa y protectora de la mañana en que los barberos de la capital afeitaron al gigante y le cortaron el pelo.

Circulaban entre los grupos noticias confusas y hasta contradictorias acerca del Hombre-Montaña; pero todas ellas estaban acordes en presentarlo como un insolente, enemigo del país que le había dado hospitalidad y escarnecedor de sus buenas costumbres. Algunos hasta afirmaban haberle oído horribles blasfemias contra la nación y contra el sexo que la gobernaba, como si fuesen capaces de entender su idioma. Cada vez que en el curso del día apareció el coloso junto a la entrada de su vivienda, no fue saludado por la muchedumbre con alegres aclamaciones y echando sus gorras en alto, como otras veces. Un silencio hostil acogía su presencia. Por encima de las cabezas solo se veían pasar piedras, y los que las habían arrojado se lamentaban de que estas no pudiesen llegar hasta el ser a quien iban dedicadas.

Gillespie adivinó instintivamente la agresividad contra él que parecía diluida en el espacio. Por esto no quiso escuchar en los primeros momentos los consejos conciliadores que le daba el profesor.

- Ya está acabado el traje, gentleman -decía Flimnap-. Hay que ponérselo inmediatamente, y con eso quedará terminado el conflicto con todo ese pueblo que no le conoce bien. Los empleados del gobierno quieren que salga usted de la Galería. Le será mas fácil vestirse al aire libre, y los sastres podrán apreciar mejor su obra.

- No, no salgo -contestó Edwin enérgicamente-. El que desee verme que entre aquí. Me siento más fuerte bajo este techo.

Y al decir esto miraba el tronco enorme apoyado en la mesa.

Los enviados del gobierno, cada vez mas sombríos y parcos en palabras, se consultaron con una mirada cuando salió Flimnap para decirles que el Hombre-Montaña deseaba cambiar de ropas dentro de su vivienda. Al fin aceptaron, exigiendo únicamente que el gigante saliese con su nuevo vestido de hombre, para que la muchedumbre se convenciera de que se habían cumplido las órdenes gubernamentales.

Una larga fila de cargadores entró en la Galería llevando a cuestas el nuevo traje, enrollado como un gran toldo.

Rió Gillespie cuando estos atletas lo extendieron bajo su vista. La exigencia de los pigmeos resultaba tan cómica, que ahogó en él todo intento de indignación. Pero volvió a fruncir el ceño cuando el profesor le pidió que se despojase de su chaqueta y sus pantalones, conservando únicamente la ropa interior.

- No me diga que no, gentleman -suplicaba Flimnap juntando las manos--. Siga mis consejos. Esto no es más que una pequeña molestia, y representa la tranquilidad para usted y para mi. Los señores del gobierno le dejaran en paz si le ven sumiso a sus órdenes. Además, el traje viejo quedará aquí, a su disposición; este nuevo es únicamente para cuando se presente en público.

Gillespie, conmovido por la vehemencia del doctor, acabó accediendo a sus deseos. Se despojó de su antiguo traje, que en realidad estaba maltratado y con numerosas roturas, cubriéndose luego con la suelta túnica que le habían fabricado los sastres del país. Finalmente se echó sobre la cabeza un velo hecho de lona de la que fabricaban los pigmeos, y que mas bien parecía la vela de un antiguo navío.

- Ahora debe usted salir, para que le vea la multitud -dijo Flimnap-. Es necesario; lo exigen así los representantes del gobierno.

- No -dijo rotundamente Gillespie.

Se convenció el profesor de que sería inútil su insistencia. Además, la negativa del gigante parecía quebrantar su propia credulidad. ¿Si pretenderían engañarle a el también los enviados oficiales?... Los buscó fuera de la Galería, volviendo con uno de ellos, que mostraba un rostro sombrío, vacilando mucho antes de contestar a sus preguntas.

- Gentleman -gritó Flimnap--: el digno señor que me acompaña, así como los otros representantes del gobierno, afirman que puede usted salir de aquí sin miedo y mostrarse al público, pues su vida no corre ningún peligro. ¿No es así, señor? -añadió, dirigiéndose a su acompañante.

Este le contestó con unas cuantas palabras en el idioma del país, y su respuesta pareció satisfacer a Flimnap.

Al fin, el gigante, aburrido de tantas mediaciones y no queriendo que los pigmeos le creyeran miedoso de su poder, accedió a salir de la Galería.

Un zumbido inmenso se levantó del suelo saludando su presencia. La muchedumbre lanzó aclamaciones, pero estas no iban dirigidas a la persona del Hombre-Montaña, como días antes, sino a su nuevo traje, en el que veían un símbolo de abdicación y de esclavitud.

Adivinando otra vez la hostilidad que le rodeaba, Gillespie quiso retroceder hacia su vivienda, pero un leve abejorreo sonó en torno a su cabeza. Al levantar los ojos, pudo ver las sombras fugaces que proyectaba en su evolución circular toda una escuadrilla de máquinas voladoras. Sintió un agudo latigazo en una muñeca y luego otro igual en la muñeca opuesta. A continuación, una especie de lombriz metálica, fría y cortante, se arrolló a su cuello. Los aviones arrojaban sus cables metálicos animados por una vida eléctrica, y estos iban reptando sobre su cuerpo, enroscándose a todas las partes salientes en las que podían hacer presa sus anillos. En un instante se sintió prisionero e inmovilizado por este manojo de serpientes atmosféricas. Sintió que su cólera le daba una fuerza sobrehumana, y quiso retroceder para meterse en la Galería, tirando de sus adversarios aéreos.

Su primer movimiento hacia atrás hizo vacilar a las máquinas inmóviles en el aire; pero estas, pasada la sorpresa, tiraron todas a la vez en dirección opuesta. El pobre gigante no pudo resistirse a las energías mecánicas conjuradas contra el; se sintió empujado brutalmente, hasta caer al suelo, y luego arrastrado un largo espacio, derramando sobre la huella que dejaba su cuerpo dos regueros de sangre. Los hilos metálicos partían sus carnes como el filo de un cuchillo.

Otra vez quedaron inmóviles en el espacio las máquinas voladoras al ver al coloso tendido en mitad de la ladera, cerca ya del cordón de tropas. No quisieron continuar su arrastre y aflojaron los cables para que sintiese menos su cortante tirantez.

Reconociendo la inutilidad de sus esfuerzos y humillado por su caída, Gillespie solo supo llorar. La muchedumbre, al ver sus lágrimas, prorrumpió en una carcajada sonora. Nunca le había parecido tan gracioso el Hombre-Montaña.

El profesor, atolondrado por la caída del coloso, corrió detrás de el dando alaridos de indignación. Luego, al ver que lloraba, lloró igualmente; pero, a pesar de su pusilanimidad, pensó que las lágrimas no podían resolver nada y su dolor se convirtió en indignación.

El grupo de enviados del gobierno avanzaba hacia el caído, y Flimnap lo increpó.

- Esto es una infamia. Ustedes me han dado palabra de que el Gentleman-Montaña no corría ningún peligro.

Pero el más viejo repuso fríamente:

- El gobierno no puede dejarlo en libertad, para que se permita nuevas insolencias. Hemos cumplido las órdenes de nuestros superiores.

Otro representante, el más joven de todos, rió de las lágrimas de Flimnap.

- Creo, doctor -dijo-, que mañana mismo se verá usted libre del cuidado que le da el Hombre-Montaña. Según parece, los altos señores del Consejo Ejecutivo piensan suprimirlo, para que no se burle más de nosotros.