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El pasaporte amarillo: 05

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El pasaporte amarillo
de Joaquín Dicenta
Capítulo V

Capítulo V

Desagradable y gran sorpresa recibió Débora, a los pocos días, viéndose llamada nuevamente, en oficio de toda urgencia, al despacho de Iván Petrovitch.

Acudió a la hora en punto, y no hubo de aguardar largo tiempo. A corto espacio estaba en presencia del jefe.

-Tengo entendido -le dijo éste, retrepándose en el sillón- que no ejerce usted el oficio. ¿Qué motivos hay para esa holganza?

-Señor...

-Hablará usted cuando le toque. No he concluido todavía de preguntar. ¿Tiene usted -añadió Petrovitch, recogiendo sus labios contra la dentadura- algún amante rico que le permita andar ociosa?

Débora enrojeció ante aquella brutal pregunta; sus pestañas se enrejaron para detener lágrimas y su carne toda se erizó en calofrío.

-¡Vamos! -gritó Iván-. Ha llegado la hora de responder. Responde -prosiguió, tuteándola-. Y respóndeme sin mentiras. ¿Por qué no ejerces el oficio? ¿Ignoras que el papel amarillo no sólo te autoriza, sino que te obliga a ejercerlo?

-No, señor; no lo ignoro -repuso la doncella alzando la vista y poniéndola en su interrogador-; desgraciadamente no lo puedo ignorar.

-¿Desgraciadamente?...

-El jefe antecesor de usted supo las razones que me habían hecho adquirir esa cédula y me permitió, me concedió la gracia de vivir según me conviniese, sin más obligación que la de presentarme en esta oficina cuando fuera absolutamente preciso para cumplir las exigencias de la ley.

-¡Vaya!... ¿Conque el viejo y mantecoso Nicolás te dejó vía franca? ¿Y a cambio de qué obtuviste el salvoconducto?

En la sonrisa que acompañaba la pregunta de Iván se crispaban todos los ultrajes que la pregunta pretendía inferir.

-¿Qué se atreve usted a insinuar? -interrogó Débora, irguiéndose con arrogancia.

-Cierto -siguió él sin aparentar escucharla- que mi antecesor no era de peligro. Está muy viejo el infeliz.

-Ni aun siendo quien es, tiene usted derecho a insultarme.

-¡Insultarte!... A las hembras que usan la cédula amarilla, por mucho que llegue a decírseles, no se las insulta.

-Al menos se les debe piedad; y cuando se desempeña el cargo que desempeña usted, sean quienes sean y como sean esas desventuradas, se les debe respeto.

-Bien se conoce, en las retóricas que gastas, que eres de la Universidad, vamos, que tus parroquianos son casi todos estudiantes. Pero conmigo no valen retóricas. Más valdrán, en caso de favores, tu cara que es una maravilla y tu cuerpo, que, juzgando por los indicios, ha de ser una estatua.

-¡Caballero!...

-¡Señorita! -Puesto que adopta esa actitud, la trataré de señorita-. Señorita, o es usted lo que reza su cédula, en cuyo caso sobran los aspavientos, o no lo es, en cuyo caso necesita explicarse.

-No lo soy. Pertenezco a una honrada familia, que reside lejos de esta ciudad. Nunca falté al decoro que, desde niña, vi en los míos. Ansiosa de aprender, de ganar un puesto entre las mujeres independizadas por el estudio, resolví trasladarme a un distrito universitario...

-Y para burlar la ley de Residencia tomó pasaporte de meretriz. ¿Estamos de acuerdo?

-Sí, señor.

-En tal caso comete usted un grave delito. La ley se ha hecho para cumplirla. Sus transgresores incurren en penas, en castigos...

-Lo sé, aun cuando no sepa de un modo fijo en qué consisten.

-Consisten, y al objeto tenemos órdenes severísimas, en que a la judía, adquiridora del pasaporte que ha utilizado usted para burlar la ley de Residencia, se la obligue a ejercer su oficio.

-¡Dios santo!...,

-¡Vamos! ¡Vamos! -Insinuó Iván con tono afectuoso-. ¡No vale apurarse! No soy tan cruel, tan inflexible como a simple vista parezco.

-¿Qué?

-Tranquilícese -siguió Iván, alzándose del sillón y dirigiéndose al sitio donde sollozaba la judía-. Si hablé antes brutalmente, fué para cerciorarme de que no me habían engañado quienes me dieron informes a propósito de la conducta de usted y de su real condición. En sus réplicas, en sus rubores, he hallado el más completo testimonio. Excuse usted, en obsequio de la intención, mis frases del principio y hablemos de otra suerte. Ante todo, recobre usted la calma. ¡Siéntese! ¡Siéntese!... ¡Aquí, junto al sillón!... De este modo, sentados frente a frente, segura usted de mi cortesía, yo de su honestidad, hablaremos sin acritud y sin estar incómodos.

Durante el discurso, Iván se transformó. Sus ademanes eran respetuosos, afable su voz, punto menos que paternales su sonrisa y su gesto, únicamente sus pupilas seguían llameando bajo los párpados rojizos y sus manos crispándose en garra contra el paño verde de la mesa.

-De modo ¿que es usted estudiante?

-De Medicina; sí, señor.

-¿Qué año estudia?

-El segundo de Anatomía.

-¿Tiene usted gran empeño en concluir y ejercer su carrera?

-Por seguirla acepté el deshonroso pasaporte amarillo.

-Pues nada, si usted quiere y no desoye mis indicaciones, todo puede arreglarse.

-¿De qué forma?... No se tarde en decirlo.

-Claro que nosotros, los funcionarios del Gobierno, estamos obligados, perentoriamente obligados, a cumplir con sus órdenes. Pero, ¡qué diablo!, tratándose do una criatura como usted, bien puede uno comprometerse.

Al decir esto, Iván aproximaba su asiento a la silla ocupada por Débora; una de sus manos avanzó hipócritamente sobre los bordes de la mesa; siguiendo el viaje de la mano, el busto huesoso y la cabeza, de quijada inferior saliente y labios en hechura de hocico, se inclinaron hacia la joven.

-¡Haré la vista gorda! -murmuró, subrayando las sílabas-. Para ello es necesario que usted...

Iván trató de concluir la frase cogiendo las manos de Débora y robando un beso a su boca.

Enérgica, fieramente, la judía rechazó a Iván y se puso de un salto en pie.

-¡Nunca! -gritó-. ¡Nunca!... ¡Es usted un infame!

-Le propongo a usted que haga por mí lo que su cédula le manda hacer por todos; lo que tengo órdenes severísimas de exigir a las mujeres que, obteniendo ese salvoconducto, quieren burlar la ley de Residencia. Yo soy un hombre solo. ¡De otra manera serán tantos!... Merece la pena de pensarlo. Cuatro días le concedo para resolver. La audiencia ha concluído. Salga.

El brillo de los ojos de Iván era amenazador; los dedos que avanzaran pocos segundos antes, contraídos para la caricia, se contraían ahora dispuestos al zarpazo.

Al llegar Débora a su casa se dejó caer contra su lecho y prorrumpió en sollozos.