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El primer Gran Mariscal

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época


EL PRIMER GRAN MARISCAL


El nombre del primer peruano que invistió, en la patria, la alta clase de Gran Mariscal del ejército, es casi desconocido para la generación actual. Aun los historiadores de la época de la Independencia apenas si hacen de él mención.

En cuanto á su desgraciado fin, pues concluyó por suicidarse, es tan ignorado en el Perú, como su hoja de servicios.

No entra en nuestro propósito escribir una biografía, sino consignar sencillamente los datos personales que sobre nuestro primer Gran Mariscal adquirió el escritor bonaerense don Vicente G. Quezada, datos que ampliamos con los que, en cartas, nos han comunicado nuestros benévolos amigos los señores don Ricardo Trelles, don José Maria Zubiría, don Angel Justiniano Carranza y el general argentino don Jerónimo Espejo, ayudante de San Martín.




Don Toribio de Luzuriaga nació en Huaráz el 16 de Abril de 1782, y fueron sus padres doña María Josefa Mejía Estrada y Villavicencio (huarasina) y el vizcaíno don Manuel de Luzuriaga y Elgarresta, acaudalado comerciante que se ocupaba en el rescate de pastas.

A la edad de quince años, en 1797, era don Toribio amanuense del gobernador del Callao, marqués de Avilés, quien le profesaba tan paternal cariño, que al ser promovido á la presidencia de Chile, lo llevó consigo. Nombrado Avilés virrey de Buenos Aires, acompañólo también Luzuriaga y allí obtuvo, en Junio de 1801, el empleo de alférez en un regimiento de caballería. Sus ascensos, hasta el de capitán, los alcanzó batiéndose contra los ingleses, en 1806 y 1807.

Al estallar la revolución del 25 de Mayo de 1810, era ya Luzuriaga comandante de artillería, y contribuyó no poco al buen éxito del movimiento.




Según Vicuña Mackenna, la elegancia y exquisitos modales de Luzuriaga influyeron mucho en el adelanto de su carrera. Llevaba en su físico un pasaporte que le conquistaba universales simpatías. Era del número de los favorecidos por Dios con varonil belleza, palabra halagüeña y despejada inteligencia. Así se explica que, después de haber desempeñado en Buenos Aires el cargo de director de la Academia militar, fuera en 1813, á los doce años de servicio, coronel del batallón número 7, encargándosele, aunque interinamente, del despacho del ministerio de Guerra.




De regreso del Alto Perú, donde estuvo á órdenes de Belgrano, Balcárcel y Castelli, batiéndose contra las aguerridas tropas de España, fué ascendido á general; y en 1816 mereció ser nombrado gobernador de la provincia de Cuyo (Mendoza). En este importantísimo y delicado empleo, auxilió eficazmente la expedición de San Martín sobre Chile. Y tanto, que debióse á su actividad y acertados cálculos la memorable hazaña del paso de los Andes; y el gobierno argentino lo autorizó para reemplazar á San Martín en el mando del ejército, si ocurría alguna eventualidad no prevista.

En Febrero de 1821, Chile, que había condecorado á Luzuriaga con la Legión de Mérito, le confirió la clase de Mariscal de campo.




San Martín, que amaba á Luzuriaga como á leal hermano, y que además era padrino de uno de sus hijos, lo comprometió para que, renunciando la gobernación de Cuyo, lo acompañase á acometer más ardua empresa. Luzuriaga no había olvidado que era nacido en el Perú, y no vaciló un momento. En Lima fué condecorado con el distintivo de la Orden del Sol; y el 22 de Diciembre de 1821 obtuvo el ascenso á Gran Mariscal del Perú.




Corta fué la permanencia de Luzuriaga en su patria. Después de desempeñar satisfactoriamente una misión en Guayaquil, sirvió por pocos meses la prefectura ó presidencia de Huaraz, y luego regresó á Buenos Aires con el encargo, según Paz Soldán, de influir cerca de Puirredón en el desarrollo del plan monarquizador que García del Río y Paroissien iban á iniciar en Europa.




Cuando en 1825 la anarquía empezó á enseñorearse del territorio argentino, Luzuriaga, que se inclinaba al partido presidencial, se retiró á la vida privada, no queriendo militar en bando opuesto al de su hermano don Manuel, entusiasta partidario de Dorrego.

Compró entonces en subido precio, y comprometiendo su crédito para conseguir los capitales precisos, la estancia de Tontezuelas, confiando en que pocos años de asiduo trabajo bastarían para libertarlo de acreedores.

Pero la guerra civil que en 1829 y 1830 devastó la campaña del norte, puso á nuestro compatriota casi en condición mendicante.

Comprobando el estado de penuria á que se vió reducido, nos refiere el señor Trelles:—«Luzuriaga tuvo que vender á don Pedro de Angelis todas sus condecoraciones, adquiridas en la guerra de la Independencia, entre las cuales figura una que es personal, pues le fué decretada por haber descubierto y sofocado la conspiración de los prisioneros españoles en San Luis (1819). Las condecoraciones del Gran Mariscal fueron vendidas por el señor de Angelis, en 1852, al doctor Lama, quien las conserva hoy en su valiosa colección de medallas americanas.»




En 1835 publicó Luzuriaga, en Buenos Aires, un folleto documentado sobre los motivos que tuvo para hacer dimisión del mando de la provincia de Cuyo y afiliarse con San Martín en la expedición libertadora que vino al Perú. También dió a luz, por entonces, una exposición relativa á los servicios que prestara en Guayaquil.




Las decepciones y sufrimientos produjeron en el organismo de Luzuriaga un principio de reblandecimiento cerebral. Su palabra se hizo lenta, su paso vacilante, y lo acometieron accesos de profundísima melancolía.




«El gran Mariscal del Perú don Toribio Luzuriaga (dice Quezada) tuvo un momento de debilidad. Acosado por la pérdida de su fortuna, aquel espíritu varonil se amilanó y puso término á su larga y trabajada existencia. La desgracia produce un vértigo, que no disculpa, pero que explica ciertos desastres.»

Fué el 4 de Mayo de 1842, y á los sesenta años de edad, cuando el cañón de una pistola puso tristísimo fin á la angustiosa existencia de nuestro desventurado compatriota.




La clase de Gran Mariscal, equivalente á la de Capitán General en España, era, en la jerarquía militar, el summum de las aspiraciones de nuestros hombres de espada. ¡Cuántos motines de cuartel y cuánta sangre ha costado á mi patria ese tan codiciado ascenso! Felizmente, la Constitución política de 1860 se encargó de proscribirlo.

En ese año, investían el mariscalato don Miguel San Román don Ramón Castilla y don Antonio Gutiérrez de La Fuente, tres soldados de la época de la Independencia que llegaron á ceñir la banda presidencial. Para un Gran Mariscal, el mando supremo de la República era un accesorio. A un Gran Mariscal no le era lícito morir sin haber sido gobierno.

Con La Fuente, que falleció en 1878, murió el último Gran Mariscal del Perú. En el desprestigio que pesa sobre el cesarismo con uniforme; cuando los pueblos empiezan á acatar como dogma evangélico el principio de que las glorias alcanzadas por la pluma son más consistentes que las obtenidas por el sable, no hay que temer la resurrección de los grandes mariscalatos. ¡Dios mío! Haz que, como pasó para el mundo la época del predominio frailesco, acabe de pasar para la América la de las charreteras y entorchados.