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El señor Bergeret en París/Capítulo XXII

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José Lacrisse, como él mismo decía, era un hombre de acción; la ociosidad le hastiaba. De secretario de un Comité monárquico, sin la menor actividad, pasó a un Comité nacionalista que intervenía en todo con inaudita violencia, donde se respiraba un amor a Francia rebosante de odios y un patriotismo exterminador obstinado en preparar manifestaciones feroces, realizadas ya en los teatros, ya en las iglesias. José Lacrisse iba al frente de tales manifestaciones. Cuando se producían en las iglesias, la señora de Bonmont, que era devota, se presentaba vestida con un traje oscuro. Domus mea, domus orationis. Un día, después de haberse unido a los nacionalistas en la catedral para orar públicamente, la señora de Bonmont y José Lacrisse se reunieron en la plaza de Parvis a un grupo de hombres que expresaban su patriotismo con gritos frenéticos y acompasados. Lacrisse unió su voz a la voz de la muchedumbre, y la señora de Bonmont alentó aquellas energías con la risueña exaltación de sus ojos azules y de sus labios rojos que brillaban bajo el velo.

El clamor fue augusto y formidable. Iba en progresión creciente. Atentos a una orden de la Prefectura, los guardias de la paz se dirigieron contra los manifestantes, y Lacrisse, que los contemplaba tranquilo, cuando los vio a una distancia tal que pudieran oírle, gritó entusiasmado:

—¡Viva la Policía!

Aquel entusiasmo era prudente a la vez que sincero. Lazos de amistad habían unido a las brigadas de la Prefectura con los manifestantes nacionalistas en la época no comparable a ninguna otra del ministro labriego, que permitió a los matraquistas reventar en las calles a los republicanos silenciosos. ¡A esto se llama obrar con moderación! ¡Oh suaves costumbres agrícolas! ¡Oh sencillez primitiva! ¡Oh días felices! ¡Quien no os conoció no ha vivido! ¡Oh candidez del hombre de los campos!, que decía: "La República no tiene enemigos. ¿Dónde ven ustedes conspiradores monárquicos ni frailessediciosos? ¡No los hay!" Los llevaba orgulloso a todos bajo su larga levita dominguera. José Lacrisse no había olvidado aquellas horas felices; y ante el recuerdo de la antigua alianza de los amotinados con los agentes aclamaba a las brigadas negras; en la primera fila de los manifestantes agitaba en la punta de su bastón el sombrero, símbolo de paz, y vociferaba:

—¡Viva la Policía!

Pero los tiempos habían cambiado. Indiferentes a tan afectuoso recibimiento, sordos a los gritos halagadores, los agentes dieron una carga. El choque fue rudo; el grupo nacionalista osciló y retrocedió. Justa compensación de las cosas humanas; a Lacrisse, que, al ver lo inútil de sus propósitos, se había encasquetado el sombrero, de un puñetazo se lo metieron hasta las orejas. Indignado por aquella ofensa, rompió su bastón en la cabeza de un guardia, y sin las mañas de que se valieron sus amigos para salvarle hubiera sido conducido a la Delegación y encerrado en el calabozo como un socialista.

El agente víctima del bastonazo fue llevado al hospital, donde recibió del prefecto de Policía una medalla de plata, y el Comité nacionalista del barrio de las Cocheras designó a José Lacrisse candidato para las elecciones municipales del 6 de mayo.

Era el antiguo Comité del señor Collinard, conservador derrotado en las anteriores elecciones, que ya no presentaba su candidatura. El presidente del Comité, señor Bonnaud, carnicero, se comprometió a que triunfara la candidatura de José Lacrisse. El concejal saliente, Raimondin, republicano radical, pedía la renovación de su cargo, pero había perdido la confianza de los electores porque descontentó a todo el mundo al desatender los intereses del barrio. Ni siquiera había conseguido la concesión de un tranvía reclamado desde doce años antes, y se le acusaba de haber sido complaciente con los dreyfusistas. El barrio era de los más opulentos; sus propietarios eran exaltados nacionalistas; y sus comerciantes recriminaban severamente al Ministerio Waldeck—Millerand; había varios judíos, pero todos antisemitas: las Congregaciones, numerosas y acaudaladas, ayudarían; se podía contar, sobre todo, con los frailes que abrieron la capilla de San Antonio; el éxito era seguro. Faltaba sólo que el señor Lacrisse no se declarase francamente realista, en atención alcomercio, que temía un cambio de régimen, sobre todo durante la Exposición.

Lacrisse se resistió. Era monárquico y no quería prescindir de sus ideas ni disfrazarlas. El señor Bonnaud insistió; conocía bien a los electores y estaba seguro de convencerlos. Que se presentase Lacrisse como nacionalista y Bonnaud le haría triunfar; de otro modo no podría conseguirle nada.

José Lacrisse estaba perplejo. Pensó en escribir al rey, pero el tiempo apremiaba. Además, ¿podría el soberano, a tanta distancia, ser juez de sus propios intereses? Lacrisse consultó a sus amigos, y Enrique León le advirtió:

—Nuestra fuerza está en nuestro principio, y un monárquico no puede llamarse republicano ni siquiera durante la Exposición; pero a usted nadie le obliga a llamarse republicano, amigo mío; no es forzoso que se declare republicano progresista ni republicano liberal, que ya es muy distinto de ser republicano; solamente le exigen que se proclame nacionalista. Puede usted hacerlo y llevar la cabeza muy alta, puesto que es usted nacionalista. No vacile más.

El éxito depende de su elección, y la buena causa exige que sea usted elegido.

José Lacrisse cedió por patriotismo y escribió al monarca para ponerle al corriente de la situación y asegurarle su fidelidad.

Acordaron sin el menor tropiezo las bases del programa: defender al Ejército nacional contra una cuadrilla de facinerosos combatir el cosmopolitismo, apoyar los derechos de los padres de familia violados por el proyecto del Gobierno referente a la residencia universitaria, conjurar el peligro colectivista, unir por un tranvía el barrio de las Cocheras a la Exposición, tremolar la bandera de Francia y mejorar el servicio de aguas.

Del plebiscito nada se decía. En el barrio de las Cocheras no sabían lo que significaba. José Lacrisse tuvo que conciliar su doctrina, que era la del derecho divino, con la doctrina plebiscitaria. Estimaba y admiraba a Derouléde, pero no le obedecía ciegamente.

—Mandaré hacer carteles tricolores —le dijo a Bonnaud—. Será de buen efecto. No debe escatimarse lo que pueda impresionar favorablemente al pueblo.

Bonnaud aprobó; pero Raimondin, el concejal saliente, después de obtener a última hora la concesión de una línea de tranvías de vapor desdelas Cocheras al Trocadero, publicó aquel feliz acontecimiento con bombo y platillos.

Como en su manifiesto vitoreaba al Ejército y celebraba las maravillas de la Exposición, el triunfo del gremio industrial y comercial de Francia y la gloria de París, de pronto adquirió proporciones de contrincante muy temible.

Al comprender que la lucha sería ruda, los nacionalistas redoblaron sus esfuerzos. En innumerables reuniones acusaron a Raimondin de haber dejado morir de hambre a su anciana madre y haber votado la suscripción municipal para el libro de Urbano Gohier; zaherían todas las noches a Raimondin, candidato de los judíos y de los panamistas. Formóse un grupo de republicanos progresistas para defender la candidatura de José Lacrisse y se lanzó la circular siguiente:

"Señores electores:

"Las difíciles circunstancias que atravesamos nos obligan a pedir cuentas a los candidatos de las elecciones municipales sobre su opinión acerca de la política general, de la que depende el porvenir de la patria. Cuando los descarriados tienen el criminal propósito de sostener una agitación de naturaleza malsana para debilitar a nuestro amado país; cuando el colectivismo, descaradamente instalado en el poder, amenaza nuestros bienes, frutos sagrados del trabajo y del ahorro; cuando un gobierno declarado en contra de la opinión prepara leyes tiranas, voten ustedes, todos, a

JOSE LACRISSE

ABOGADO

Candidato de la libertad de conciencia y de la República honrada."

Los socialistas nacionalistas del barrio habían pensado designar un candidato cuyos votos en la segunda votación se unieran a los de Lacrisse; pero el peligro inminente imponía la unión. Los socialistas nacionalistas de las Cocheras, aliados a la candidatura de Lacrisse, hicieron este llamamiento a los electores:

"Ciudadanos:

"Les recomendamos la candidatura francamente republicana, socialista y nacionalista del ciudadano Lacrisse.

"¡Abajo los traidores! ¡Abajo los dreyfusistas! ¡Abajo los panamistas! ¡Abajo los judíos! ¡Viva la República social nacionalista!

Los frailes, que tenían en el barrio una capilla e inmensos inmuebles se guardaron muy bien de intervenir en un asunto electoral. Eran demasiado sumisos al Soberano Pontífice para desobedecer susórdenes, y las obras pías los alejaban del siglo; pero sus amigos seglares expresaron oportunamente en una circular las ideas de aquellos virtuosos regulares. He aquí el texto de la circular que fue distribuida en el barrio de las Cocheras:


OBRA DE SAN ANTONIO
para encontrar los objetos perdidos, joyas, valores y toda
clase de muebles e inmuebles, sentimientos, afectos, etc., etc.

"Caballeros: Principalmente en las elecciones, el diablo se empeña en turbar las conciencias, y para conseguir su propósito recurre a innumerables artificios. ¿No tiene, por desgracia, a su servicio todo un ejército de masones? Pero vosotros sabréis desviar las tentaciones del enemigo; rechazaréis con horror y repugnancia al candidato de los incendiarios, los salteadores de iglesias y otros dreyfusistas.

"Sólo si eleváis a las alturas del Poder a hombres honrados conseguiréis que cese la abominable persecución que tan cruelmente reina e impediréis que un Gobierno inicuo se apodere del dinero de los pobres. Votad todos por el


ABOGADO JOSE LACRISSE
Candidato de San Antonio

"No inflijáis a San Antonio el inmerecido dolor de ver fracasar a su candidato.

"Firmado: RIBAGOU, abogado. — WERTHEMIER, publicista. — FLORIMOND, arquitecto. — BECHE, capitán retirado. — MOLON, obrero".

Estos documentos prueban a qué altura intelectual y moral elevó el nacionalismo la discusión de las candidaturas municipales de París.