En la paz de los campos/Segunda parte/V

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V

El día de su vuelta á Reteuil fué lúgubre para Jacobo.

En vano su criado, llegado el día anterior, había sacudido el polvo de los años y abierto las ventanas; la atmósfera seguía pesada como en un palacio encantado; los objetos abandonados tomaban formas extrañas; con más razón aún porque en las antesalas y vestíbulos estaban amontonados en desorden los raros objetos que habían escapado al desastre de Valroy. El retrato del primer antepasado ilustre, el amigo de Law y Pontchartrain, estaba tirado boca abajo en un cesto lleno de libros.

En un cajón cerrado dormían los pergaminos, los títulos y los privilegios, tan irónicos en aquella ocasión.

Estuches olvidados contenían alhajas sin gran valor, como copas y cubiletes de plata, á veces de estilo antiguo y marcadas con una cifra; pesados muebles estaban puestos al azar junto á las paredes de un antiguo salón de honor, ya vacío en tiempo del primer Imperio; la pieza, muy alta, era sonora ; y, con la humedad, la madera de los veladores y de las consolas crujía y gemía lastimosamente.

El conjunto recordaba una prendería; pero, para Jacobo, era melancólico. El joven no encontró recuerdos precisos ni el antiguo estado de cosas, familiar hasta el primer piso.

Allí no había cambiado nada desde el tiempo en que la señora de Reteuil habitaba el castillo. Al entrar en una pieza, toda su infancia se le presentó ante los ojos, y lloró; era su rincón cuando tenía doce años, pues era entonces tan dueño de Reteuil como de Valroy, y su abuela, á veces, le tenía á su lado cuando el Conde estaba ausente.

Quiso vivir allí de nuevo, y dió sus órdenes para ello. En los corredores desiertos, aquellos en que el conde Juan besó al pasar á la linda Berta, sus pasos resonaban siniestros y tomaban una importancia angustiosa.

A pesar del verano y del sol del exterior, hacía frío.

Jacobo se estremeció diciendo: «Esto es sepulcral. » No: la tristeza venía de él y no de las cosas; eran sus ojos los que veían negro.

Comió en un extremo de la mesa, atestada de vajilla, resto de la casa perdida. Al levantarse, tropezó con un objeto que brillaba en la sombra á pesar del polvo que le cubría; era una trompa de caza, aquella con que en otro tiempo exasperaba los instintos guerreros de Bella, que le escuchaba entonces con las narices dilatadas.

La tenía con las puntas de los dedos é iba á arrojarla al olvido, cuando, ante aquel recuerdo, hizo un movimiento brusco, impulsado por una decisión repentina.

Volvió á la mesa, cogió una servilleta y limpió á golpes el polvo del cobre, que reapareció brillante por ciertos sitios. Frotó entonces la embocadura, raspó el moho y trabajó con ardor hasta que el instrumento estuvo en buen estado.

Salió y se adelantó por la pradera; allá, hacia el Oeste, entre las arboledas, divisó las veletas de Valroy y murmuró: —Espera un poco...» Y lanzó su tocata como una llamada, como un desafío; enviaba su tarjeta ó su cartel á sus vecinos los castellanos. Pero no esperaba ser tan bien oído y comprendido.

Al día siguiente estaba en pie muy temprano. La noche había sido mala; había soñado sin dormir.

Anduvo errante por el parque, sin salir de sus límites; de lejos, oculto entre la espesura, vió pasar por el camino personas que conocía, y tuvo un triste placer recordando por lo bajo sus nombres.

Pero pasó un Grivoize, fámulo á caballo, látigo en mano, detalle por el que le conoció Jacobo, demasiado lejos para conocer cuál de ellos era; y, á su vista, Jacobo se retiró.

El país ofrecía para él sentimientos diversos y opuestos; le amaba porque había sido testigo y decoración de su vida cuando era dichosa; le detestaba porque seguía siendo el mismo, después de arruinado Valroy, y sirviendo de marco á la alegría de los demás.

Guardaba rencor al cielo por seguir siendo azul, al viento por ser todavía tibio, al bosque por ser aún verde y al campo por ser dorado, cuando un Piscop tenía á Arabela por mujer en el castillo de Valroy. Y todo lo que le rodeaba le parecía hostil.

Trataba de consolarse pensando que valía más que fuera así, puesto que debía dejar pronto aquel rincón de tierra, sin esperanza de volver, y era mejor no llevarse buenos recuerdos; pero, en otros momentos, esta idea le partía el corazón; el joven dirigía entonces una mirada desesperada á todo aquel paisaje que era ya el pasado, y se llenaba de él los ojos para no olvidarle.

Alma contradictoria, ficticia y fabricada por los medios en que había vivido, no debía nada á sus orígenes, que hasta ignoraba, y no sabía nada de la vida más que aquellos asombros...

Los días fueron tristes. Jacobo inventarió los retazos de herencia que le quedaban después de la catástrofe de las dos familias de que creía descender, interrogó los papeles, visitó los archivos, abrió los cajones y los armarios y sacudió de nuevo los polvos de antaño.

En el curso de sus investigaciones y de sus descubrimientos, aprendió á conocer mejor la historia y las manchas de los Reteuil, que apenas sospechaba. Siempre se las habían ocultado con cuidado, pensando, sin duda, que era inútil profundizar tal materia.

Pasó días enteros frente á frente con los que le habían precedido en la existencia, y cuya sangre, creía él, corría por sus venas. Y se asombró muchas veces de la intensidad de vida que revelan las cosas muertas.

Su abuelo, coronel en tiempo de Bonaparte, le sedujo por sus boletines de victoria y por la brevedad de su brillante carrera. Jacobo le veneró.

Manejó con mano respetuosa, como santas reliquias, la espada, las cruces, las charreteras, las espuelas de aquel caballero del Imperio; desdobló sus diplomas y leyó sus cartas intrépidas, en las que las frases entusiastas sonaban como músicas.

Llegó así hasta las horas supremas: 1816—1820; el coronel á medio sueldo, retirado de oficio, se aburría y viajaba, para «distraerse,» decía, pero en realidad para hacer propaganda, como primer obrero de una vasta conspiración.

De repente, volvía al castillo y se hacía el muerto; la policía de los Borbones miraba hacia él.

Por fin, el joven recordó aquel fin digno de la antigüedad; el tiro que todo lo arregla; el cuerpo del coronel tendido y con la cabeza deshecha en medio de los gendarmes que saludaban aquel cadáver y hacían á aquel soldado los honores militares.

Jacobo se ponía febril con aquellas evocaciones, y después de aquellos días se quedaba pálido y con una arruga en la frente... ¡ Cáspita! había hecho bien el coronel; para lo que valía la vida... Y, después, un Reteuil no se rinde. Jacobo cobraba orgullo y aquello le hacía bien.

Pero la idea de la fuga espontánea de los tormentos humanos se establecía, pérfida y peligrosa, cada vez más autoritaria, en aquel cerebro fácil á las malas persuasiones.

Y siempre dejaba para más tarde el decidir cuál sería su destino cuando hubiera dejado el país para no volver. El mal se agravó. «Hay una mancha en esa gente, había dicho Adelaida.

Poseído por la admiración de un suicidio épico, quiso conocer también cuáles habían sido los motivos del segundo Reteuil para desprenderse voluntariamente de la vida tirándose por la ventana.

Y buscó la crónica de aquel abuelo tan cerca de él; del marido de aquella pobre anciana, muerta en sus brazos pocos meses antes.

La viuda había conservado todo lo que venía de él; no por cariño póstumo ni por la religión del recuerdo, sino porque después de aquella muerte lamentable, había encerrado en un cofre, para no abrirlo más, todos los papeles y los menudos objetos que podían recordar á aquel desertor cansado de la batalla humana.

A los cuarenta años, fué el nieto quien levantó el primero la tapa de aquel segundo ataúd, y trató de percibir un alma en aquellas hojas amarillentas. Jacobo lo logró ó creyó lograrlo.

El hijo del soldado del Imperio no se parecía á su padre; ningún entusiasmo; de su correspondencia y de sus notas se desprendía desde la juventud un profundo aburrimiento y una sorda impaciencia contra la vida.

Hasta cuando se dirigía á la joven que debía ser su mujer, el tono no variaba y seguía sin creencias y sin gustos.

Aquel Reteuil debía padecer lo que se llamaba entonces la enfermedad del siglo; había llegado demasiado tarde á un mundo demasiado viejo. Nada le interesaba y todo lo veía negro, pero sin causa real para tanta melancolía.

Parecía que, aparte algunos viajes rápidos, había vivido en sus tierras y había vegetado encerrado en su castillo. Ninguna curiosidad, ninguna ambición; ninguna esperanza; un spleen inglés á lo Chatterton; una niebla alemana á lo Werther; una desanimación antes de hacer nada mucho más francesa, como Escousse y Lebras, debieron de ser la característica de aquel espíritu apenado.

Era de su tiempo con exageración; la inutilidad de todo le cansaba de antemano y se cruzaba de brazos.

De todas las filosofías, interrogadas sin duda, pues aquel desocupado había leído, no había recogido más que la negación en una época en que el nihilismo estaba todavía sin inventar.

Su mismo ocio y la pereza que le estaba permitida fueron sus peores consejeros; buscó demasiado y muy lejos, y no encontrando nada, dedujo el vacío.

Mal de rico; mal de ocioso; si hubiera tenido que trabajar la tierra, ararla, sembrarla, segar su trigo y cocer su pan, no hubiera tenido tiempo ni gusto para criticar el Universo ni para desesperarse.

Se había dejado casar por desidia, por no discutir, por falta de valor ante todo acto voluntario; pero era de presumir que nunca amó á su mujer, la cual, por su parte, se casó con él sin gran convicción.

Debieron de formar una pareja poco unida, por ser ella dada al placer y él á la amargura. Al cabo de un año cada uno se fué por su lado sin cuidarse gran cosa del otro. Hacia aquella época fué cuando viajó más aquel extraño marido.

Sus cartas daban fe; fechadas en países diversos, —257todas contaban, sin embargo, un incurable aburrimiento.

Jacobo se deleitó con aquella prosa falaz, y aquel abuelo que afirmaba tan bien que todo hombre era un imbécil y toda mujer una infame, le pareció un sabio y pensador sin igual.

Aquél había contemplado la verdad cara á cara, discernido la fragilidad de los sentimientos humanos y demostrado la vanidad del esfuerzo y la estupidez de todas las creencias. Para el joven, cuya inteligencia era más bien sorda, aquellas frases amargas de un misántropo aburrido resonaron como palabras de oráculo.

Y aquel segundo Reteuil participó en su corazón, aunque en forma diferente, de la admiración filial que ya había dedicado al primero. Sí, tenía mil veces razón aquel desilusionado que había huído de la vida en un acceso de repugnancia un poco más violento que los otros...

Jacobo hizo una peregrinación solemne á aquel cuarto junto al tejado donde su héroe vivió los últimos minutos y se precipitó por la ventana hacia aquel vacío que le atraía como expresión definitiva de la fórmula humana universal.

Apoyado en el alféizar, abrazó de una ojeada aquella decoración en anfiteatro, en la que se había fijado la última mirada del otro; midió la altura, y se retiró espantado al echar de ver qué fuerte era la tentación.

¡Ay! con los días, la idea perseveró, creció y se exasperó. Jacobo marchaba ya entre dos espectros, que le hablaban en voz baja alternativamente.

Abandonó todo proyecto para el porvenir, sin querer precisar nada consigo mismo. Le parecía que llegaba al fin de un largo viaje y que iba á descansar al cabo. Y esta perspectiva le llenaba de dulzura.

EN LA PAZ.—17 —258Una noche en que el habitual insomnio le tenía los ojos abiertos, echó de ver con sorpresa que sus odios eran menos violentos; buscó la causa y se dijo, después de reflexionar, que también aquello era indiferente, como todo lo demás. Empezaba á aprovechar las lecciones del abuelo.

Otra vez ocupó su memoria la muerte de su madre; pensaba en ella con frecuencia, pero de ordinario afirmaba que su fin no había sido más que un acto de imprudencia. Aquella vez prescindió de sus antiguas ideas y dijo en voz alta: — También ella se mató!

Era natural; su madre era una Reteuil y la mancha persistía.

Quedaba él; Valroy sin duda, pero también Reteuil.

Ahora se creía unido con preferencia á aquella familia trágica.

Recordaba, como si tuviera necesidad de convencerse mejor, los terrores y los remordimientos que su madre le confesó en un día de esperanza; terrores por haberle transmitido la siniestra herencia; remordimientos por haberse casado sabiendo que llevaba en ella una gangrena capaz de envenenar dos razas.

La pobre condesa Antonieta no estaba tan loca como parecía por sus aprensiones; sus tardías penas podían justificarse.

Así lo deducía Jacobo, impulsado hacia su destino.

Sintiéndose entonces mejor y más ligero, como si sus penas se hiciesen menos pesadas ante la certeza de la curación próxima, amplió su averiguación sobre las cosas pasadas y buscó en aquella morada que había sido suya y en medio de aquellos muebles y de aquellos objetos por ella tocados, la presencia de la señora de Reteuil, aquella admirable abuela que tanto le había querido. Juzgó que aquella señora había sido siempre y en todo esencialmente buena, y la quiso más. Trató otra vez de reconstituir la personalidad de su madre en aquel marco en que había vivido de soltera, y reconoció que había sufrido siempre, por lo que la quiso más también.

Un soplo de libertad refrescaba sus pensamientos, antes de confundirse con el gran Todo; se sentía el corazón anegado de ternura por el ambiente impersonal y de caridad solidaria por unos seres arrojados como él en lo desconocido.

Llegó á encontrar la serenidad y se aproximó á la razón pura, pero pensó cada vez menos en preparar sus días.

—¡Qué bueno será—pensaba,— formar parte del pasado; dormir debajo de tierra, ese rinconcito en la inmensidad;. dormir para siempre, aproximado—por la grandeza misma del espacio y del infinito—á todo lo que se ha conocido y amado!

La amplitud de sus pensamientos le admiró; era otro hombre y sonrió al echar de ver que ese hombre acababa de nacer en el momento de morir.

El castillo entero llegó á ser un recuerdo y un motivo de recogimiento; el medio le envolvía y le ahogaba; la locura que había quedado en los rincones obscuros le penetró.

Aquella educación desarrollada todos los días y favorecida por la soledad y la vida de las horas; aquella instrucción de los hechos y de los seres desaparecidos produjeron lo que debían producir: un razonamiento loco, una imaginación alucinada, la descomposición completa de un cerebro extenuado por los ensueños.

Jacobo tenía conciencia de ello y saludaba el fin como una aurora. Aquella hiperestesia no dejaba de tener su encanto. En aquel corazón dilatado, los latidos rítmicos respondían á veces á sensaciones dichosas y á impresiones de gozos negativos; nada había ya, ni bueno ni malo, y todo resultaba beneficioso, pues la suma del mal es la más grande.

Un día vió pasar por el camino á Gervasio Piscop de Carmesy con una escopeta debajo del brazo. Piscop no salía ya sin armas, alarmado por aquella presencia no lejos de él; aquel duro campesino tenía sus flaquezas.

Le vió pasar sin cólera... Arabela se alejaba como todo lo demás.

A veces se sonreía y hablaba solo, como las personas que han perdido la costumbre de toda vecindad.

Un día dijo en alta voz: —Pero ese 15 de septiembre no llega nunca...

Era la fecha en que debía ser pagado su último dominio. Preocupación muy humana ?... no, perque ocultaba otra.

Por fin llegó aquel día tan deseado. El vizconde de Valroy recibió un aviso de su notario; los fondos estaban á su disposición.

En el momento respondió por una larga carta recordando el destino de las sumas recibidas y el nombre de los acreedores del Modern Ahorro, á quienes había que pagar contra recibo en regla.

Aquella mañana el huésped errante de Reteuil volvió á ser hombre de negocios.

El dinero que quedase estaba destinado á procurar la rehabilitación, después de lo cual, si había todavía algún resto, sería para el Ayuntamiento en que había nacido.

Rogaba á su notario que considerase aquella carta como la expresión de su última voluntad, como un testamento, pues se sentía muy enfermo y estaba seguro de su próximo fin.

De todos modos, el castillo de Reteuil sería evacuado y estaría á la disposición de su nuevo dueño en la fecha indicada en el contrato.

Tomadas estas disposiciones, Jacobo suspiró como quien se siente aliviado de un gran peso.

Ya no tenía más que hacer que ocuparse de sí mismo.

Después de su testamento legal, imaginó un instante hacer uno sentimental. Aquél sería más complejo y exigiría más estudio y cuidado. El joven murmuró un nombre: «Arabela...» Este era todavía el punto sensible.

Hacía tres meses que estaba respirando su aire y no la había visto ni una vez ni sabía de ella. Su criado no era hablador y atravesaba el país para hacer sus compras sin detenerse en las puertas.

El primer pensamiento de Gervasio al saber la vuelta de Jacobo, fué alejar á su mujer y hasta viajar con ella; pero después pensó que si viajaba sola podría el otro reunirse con ella y que si él la acompañaba sería mucho gasto y mucha molestia. Lo mejor era quedarse como estaba y vigilar á la gente.

No estaba solo para esta tarea; su hermano, sus primos y sus mujeres tenían todos buenos ojos, sin contar los criados que veían bastante claro cuando el juego les gustaba; y todos los campesinos, que no se engañan ordinariamente.

Arabela quedó, pues, si no prisionera, por lo menos con guardias de vista, y Jacobo no pudo verla ni siquiera de lejos. El, por otra parte, no lo procuró.

Lógico consigo mismo, se consideraba ya fuera de la tierra y no tenía para qué perseguir su amor ni su odio hacia los que le sobrevivían; pronto renunció al fugitivo pensamiento de imponer su memoria como un remordimiento y como un castigo.

Poco á poco se apoderó de él el deseo irresistible de ver por última vez, si no el castillo de Valroy, al que su orgullo le impedía aproximarse, aquel bosque que encerraba un mundo, aquella selva encantada, que había abrigado tantas escenas y cuyas tres mil hectáreas pertenecían ahora á Grivoize el menor y á su hijo Hilario...

Y una noche, él, antiguo dueño, se metió en el bosque furtivamente.

Acusado por la mañana de pereza por Grivoize el menor en persona, que decididamente olvidaba el pasado, Garnache se salió aquella noche gruñendo y con la escopeta al hombro.

Le reprochaban no hacer ya rondas de noche, co mo si no fueran bastante las de día... Si su trabajo no les gustaba, no tenían más que buscar otro guarda...

A los cincuenta años las piernas flaquean y hace falta reposo...

Y todo para qué? para contemplar la luna; no había un cazador furtivo en todo el término desde que Grivoize había comprado el bosque; se sabía que con él el negocio sería serio y nadie se aventuraba.

En fin, la orden era andar y andaba... no por mucho tiempo, sin embargo. Una mañana de éstas les tiraría el kepis á la cabeza á modo de despedida, y se iría á otra parte á plantar sus coles.

Ciertamente, le daría pena dejar el pabellón donde había nacido, donde se había casado, donde había nacido José á su vez, y donde todos habían crecido y héchose viejos; pero había que conformarse y no inclinar la espalda continuamente...

Así monologaba Regino mientras daba zancadas por las malezas.

Una intención le seducía; la de tenderse tranquilamente debajo de un árbol y dormir como un justo hasta el alba...

Pero se rehusaba este gusto por diversos motivos: en primer lugar, un Grivoize ó un Piscop (los había por todas partes, como si brotasen de la tierra), podía tropezar con él; además, cogería frío y humedad y podría atrapar un reuma; en fin, la consigna era la consigna y el deber era el deber.

Y después de esta conclusión estoica, siguió su ronda y llegó á los matorrales.

El bosque era allí espeso.

Los juegos de sombra creaban fantasmagorías en las escasas plazoletas; por entre las altas ramas de los olmos y de los fresnos deslizaba la luna sus rayos hasta producir manchas claras en los musgos, en las hierbas bajas ó en los detritus de estaciones muertas.

De las espesuras salía un dulce suspiro de gran animal dormido; era la respiración de la selva, formada de los cien mil alientos de los seres nacidos en ella y refugiados en el suelo; el bosque los ocultaba, los defendía y los alimentaba, y se perdían en él como en un todo misterioso.

El guarda no estaba penetrado de estas caridades ambientes, demasiado acostumbrado á ese espectáculo para reparar en él; cargó una pipa, golpeó con lentitud el eslabón y encendió metódicamente. Después de unas chupadas, se sentó en el suelo diciendo en voz alta, por el solo placer de romper aquel profundo silencio: —Supongo que puede uno sentarse; no se pagan las sillas.

Se quedó inmóvil, con la barba en las rodillas y las manos cruzadas en las piernas... Pasaron unos minutos, durante los cuales se veía la lumbre de la pipa como un punto rojo en la vaga obscuridad. La sorda manifestación de las existencias dormidas siguió solamente produciendo un rumor junto al suelo; el silencio era profundo como una nada.

De pronto, Garnache se estremeció y apercibió el ofdo; bastóle un segundo para formarse una opinión, y vació despacio la pipa, la metió en el morral, se aseguró las polainas y, con la escopeta en la mano, se escondió entre las malezas; una culebra hubiera hecho más ruido.

—¿. Eh? ¿Tendrán razón los piojosos de mis amos?...

Alguien anda por ahí, algún pordiosero, sin duda; pero esos son justamente los que mejor saben poner lazos.

Hay que ver...

Regino seguía avanzando á paso de lobo; sus ojos, experimentados desde la infancia, distinguían todos los movimientos de la sombra. De pronto vió una forma negra en medio de una calle.

Jacobo se creía solo á aquella hora de la noche y, sin ocultarse, erraba á la ventura entre los árboles ; con gran sorpresa suya, veía sin mucha emoción aquellos mil testigos de su infancia.

Con la costumbre que había tomado desde que la vecindad de la locura le había afinado la inteligencia, trató de buscar la causa de aquella indiferencia, y se la explicó.

Decididamente, nada terrenal, pasado ó presente, podía atraerle ni interesarle una hora.

Los tiempos habían llegado; estaba maduro.

Recordaba, es cierto, mil cosas de su infancia y de su juventud; pero todo aquello estaba tan lejos como la toma de Troya.

Sí, siendo muchacho, se había revolcado en aquellos musgos y escondídose entre aquellas hierbas; el cuerpo de aquel muchacho había cambiado y más todavía el alma. Allí había soñado con grandes cacerías ó guerras indianas, á los doce años, siguiendo las veredas; tenía en aquel tiempo pocas ideas.

Un recuerdo le preocupó más tiempo.

En aquella plazoleta con tanta tierra, le había dado su padre las primeras lecciones de equitación... ¡ Su padre!... Era el único ser que le preocupaba todavía á causa de su fin misterioso y de la posibilidad de que viviese todavía.

Pero no; Juan de Valroy estaba también muerto y bien muerto.

Ni una carta, ni una noticia en cinco años; él mismo había dicho que en este caso se le debía considerar como difunto...

Y en esto estaba pensando cuando le vió Garnache sin conocerle al pronto.

Jacobo atravesaba en aquel momento un rayo de luna; Garnache, á tres pasos de él, salió de la sombra y exclamó: — Señor Vizconde!

El joven, al oir aquella voz inesperada, dió un salto que decía bien el estado de sus nervios; y, después de reponerse, respondió: —¡Ah! eres tú, Garnache...

—Sí, señor Vizconde.

El guarda tenía la mano en el kepis, lleno de respeto, y, sin embargo, era un vagabundo, un merodeador nocturno el que tenía delante.

—Garnache dijo Jacobo,—la casualidad hace bien las cosas y celebro encontrarte; pero, ante todo, ¿me vas á denunciar?

—Eso sí que tendría que ver, señor Vizconde.

—Sois personas honradas, tú y los tuyos—respondió el joven pensativo, y algunas veces tengo pesares por vuestra causa... Regino, tu mujer me ha criado, la pobre, Berta... Me quería mucho, y tú también, lo sé, pero ella demasiado, acaso... puede que más que á su hijo...

El guarda aprobó con la cabeza.

—Es exacto, señor Vizconde; le quería á usted más que á nuestro José y no se podía remediar; era así.

—Sí—continuó el heredero sin patrimonio,—lo sé..pero cuando se es niño se ignoran muchas cosas, sobre todo cuando se está mimado por todo el mundo...

Regino, dí á Berta, y repítete tú mismo, que no hay que guardar rencor á vuestros antiguos amos. Mi madre era una enferma sin responsabilidad; no quería ver á nadie, ni á mi padre ni á mí mismo, y mucho menos á los demás, como á Berta, por ejemplo. Mi padre ha estado preocupado y triste durante los diez últimos años; había planteado mal sus negocios y, aburrido de sí mismo, se apartaba de todo el mundo, como tú, Garnache.

Su voz se debilitaba y tomaba una expresión de angustia.

El guarda le contemplaba á la luz de la luna con una expresión de cándida sorpresa, que ni siquiera pensaba en disimular.

¿Era aquél el tiranuelo del país, que no se dignaba responder á los saludos desde lo alto de sus carruajes y llevaba el orgullo hasta la ferocidad?

¡Bien cambiado estaba !

El infortunio le había convertido en otro hombre; tanto mejor y el marido de Berta se sintió conmovido.

—No, nunca he pensado que el señor Conde hacía mal cuando nos olvidaba; ya sabía yo que tendría sus motivos, y no conservaba de él más que buenos recuerdos. ¡Qué buen muchacho cuando tenía su edad de usted! Tan poco orgulloso, tan alegre... Salíamos los dos al amanecer, con la escopeta debajo del brazo y el saco á la espalda, y así estábamos hasta la noche.

Comíamos al aire libre, sin observar las distancias, pues él no lo toleraba. Cuando avergonzado, á pesar de todo, ponía yo reparos, él se enfadaba y me decía: «No seas imbécil. Hace doscientos años que los Garnache sirven á los de Valroy y la fidelidad equivale al título; si me fastidias, te ennoblezco y te llamo señor de Garnache... Ahora cállate y echa un trago...» Esas palabras se oyen siempre, aun después de veinte años.

Decían que nos parecíamos y la verdad es que, á l lejos y con la niebla, nos tomaban á veces al uno por el otro, y esto me halagaba. Por mucho que se diga, cuando el corazón está lleno de tales recuerdos hay para toda la vida...

—Gracias, Regino—dijo Jacobo con la voz cada vez menos firme, gracias, por hablarme así...

—Y á usted también le queríamos, á pesar de todo —respondió el guarda con su brutal franqueza.—Es verdad que usted no nos miraba, pero nosotros le veíamos bien y estábamos contentos cuando usted era dichoso.

— Regino!...

Jacobo casi lloraba.

Y entonces, en medio de la plazoleta, los dos hombres se dieron la mano por un impulso espontáneo.

El apretón fué vigoroso por ambas partes. Garnache, á su vez, sintió que un sordo sollozo se le atravesaba en la garganta.

—Señor Vizconde... aunque tuviera usted todas las culpas, lo que no es verdad, este minuto las borraría para mí... ¡Dios mío! es preciso que los buenos se vayan y padezcan, cuando los malos se quedan y rebosan de alegría... El conde Juan y usted mismo... al lado de un Piscop ó de un Grivoize... Los tiempos son duros también para nosotros, sin contar que Berta está casi sin razón.

— Pobre mujer!—interrumpió el joven ;—¡ pobre corazón demasiado fiel! la he apartado de mí por un orgullo estúpido, del que ahora tengo remordimientos..pero en aquel tiempo no pensaba yo solo, pues tenía alguien que me apuntaba sus malas voluntades... ¡ Pobre Berta! cuánto tiempo hace que no la veo... Sí, desde aquella famosa noche en que vino á advertirme la fuga de Arabela... pero no hablemos de esto.

—Pues bien—dijo Garnache sonriendo á pesar de su tristeza;—yo puedo decir á usted la verdad; si usted no la ve, ella le ve todos los días.

—¿Cómo es eso?—dijo Jacobo asombrado.

Lo más sencillamente del mundo. Durante los cinco años de su ausencia de usted, no ha cesado de rondar por Reteuil, convencida de que un día ú otro iba usted á presentarse. Estaba aferrada á esa idea y es obstinada. El día en que usted volvió estaba allí y le vió pasear por el parque. Desde entonces se pasa la vida en el bosquecillo sin apartar de usted los ojos.

Ahí tiene usted lo que es Berta.

—¡Ah! exclamó el joven sorprendido y encantado, pues para aquel aislado de la vida toda prueba de cariño era preciosa ;—entonces soy todavía más culpable. Díle que tendré gusto en que vaya á Reteuil, contigo... y con José á quien tanto he despreciado... pero daos prisa...

Dijo estas últimas palabras en un tono tan plenamente triste, que el guarda se estremeció á pesar de su poca inteligencia.

—¿Por qué, señor Vizconde? ¡ Cómo dice usted eso!...

—Porque dentro de quince días, Reteuil estará vendido y tendrá otro dueño... Preciso era pagar las deudas de mi padre y lavar el nombre de Valroy de una mancha que no ha merecido, pero que existe. Ya está hecho. Pero, después, todo habrá acabado para nosotros en la comarca.

—Entonces—dijo Garnache con la cabeza baja,― siento haber encontrado á usted... como es, para perderle... Pero qué va á ser de usted? Es un antiguo servidor el que se atreve á preguntárselo.

—Tú lo sabrás, Regino—dijo lentamente Jacobo,― y por eso te repito que os despachéis.

—Señor Vizconde—murmuró el guarda,—tiene usted todo el aspecto de pensar malas cosas; á los veinticinco años se puede rehacer la vida.

—¡ Bah! no vale la pena—exclamó el último Valroy—Reteuil con un ademán de cansancio.

Y dijo en seguida, pasando á otro orden de ideas: —Esta noche tenía gana y necesidad de volver á ver la selva que también ha sido mi nodriza... Hace tres horas que ando por aquí rodeado de fantasmas...

Con un poco de extravío, añadió: —Tu presencia los ha ahuyentado, pero dentro de un momento, cuando esté solo, volverán á venir...

Créeme, antiguo amigo de los Valroy: éste es el fin de nuestra raza...

Y, dicha esta frase, cuyo lúgubre sentido confirmaba las precedentes, Jacobo se separó bruscamente y emprendió el camino, haciendo un gesto con la mano que era un adiós y una prohibición de seguirle.

Garnache se quedó vacilante en la plazoleta, pero su respeto al amo le impidió correr detrás de él.

El guarda, una vez solo, encontró que la noche era más sombría y la selva más huraña; había luto en el aire y Regino sentía el corazón oprimido y el alma desamparada... Por fin, murmuró: «No puedo hacer nada y siguió su ronda por los bosques silenciosos.

¿Qué hacer? ¿ Y Berta? estas preguntas quedaban sin respuesta. El guarda, taciturno, meditaba andando.

Ahora bien, en realidad, para demostrar la locura de las apariencias y probar una vez más que la idea es más real que el hecho, los que acababan de encontrarse y de hablar así eran padre é hijo...

Al día siguiente, Regino se fué á ver al anciano Balvet para pedirle consejo; no había dicho nada á Berta, temiendo causarle una alegría de un día precediendo á una eterna desesperación.

Contó la aventura al anciano y á José y les confió sus temores... «Jacobo parecía resuelto á morir.» Los otros le escuchaban indecisos y asombrados de que el antiguo amo se hubiese metamorfoseado hasta ese punto.

—Y bien—dijo el guarda como peroración;—¿ debo decírselo á Berta?

—No dijo Balvet.

—No dijo José.

Habían respondido á la vez y sonriendo al ver que también entonces eran de la misma opinión.

—No, mil veces no—repitió José ;—no hay más que penas que recoger por ese lado... Que deje el país para siempre ó que muera, será para nosotros el mismo dolor, puesto que no le veremos más. Pues bien: mi madre está acostumbrada hace años á esa idea y resignada á su modo. Si le vuelve á ver, si él le dice sobre todo buenas palabras como á usted, llorará de alegría; pero después, cuando suceda lo que deba suceder, llorará sangre y estoy seguro de que morirá...

Preparada como está, sufrirá menos. Dejémosla tranquila.

—Creo que José tiene razón—dijo Balvet ;—hay que cuidar á Berta y evitarle las emociones. Si realmente Jacobo debe morir, es preferible que no le haya visto, al menos de cerca, y sobre todo convertido en bueno.

Le querría aún más, si es posible, y después sería horroroso...

—Esa es también mi opinión—afirmó Garnache ;no le diré nada. Y, aun así, estoy bastante inquieto.

Berta no fué advertida y continuó en su puesto de observación contemplando á Jacobo, sin sospechar que le era permitido acercarse á él.

Con frecuencia el ver al joven la llenaba de curiosidad y no comprendía sus actitudes. ¿En qué pensaba?

Así, cuando retrocedía en la pradera, tenía la vista fija durante largo rato en una ventana, la más alta, al lado del tejado.

Berta levantaba los ojos y examinaba á su vez el sitio, sin descubrir nada que mereciese tanta atención..

Otras veces el joven iba y venía con las manos en la espalda delante de la fachada principal, se paraba cada vez que pasaba por la escalinata y parecía que contaba los escalones con la cabeza baja.

Berta no sabía que fué en aquel sitio donde el conspirador bonapartista cayó con la frente agujereada con una bala; si lo hubiera sabido, hubiera comprendido.

Otros días y otras horas el pobre Vizconde se sentaba en un banco de madera al lado de un castaño gigantesco, y allí, bajo la bóveda de la arboleda, permanecía con los ojos cerrados. Berta le distinguía apenas, más bien le adivinaba; y para no turbar lo que ella creía sueño, la infeliz mujer, aunque estaba muy lejos, retenía el aliento y le mecía en su mente.

Aquel amor maternal al que nunca se había permitido una libre expresión y desnaturalizado desde el principio, se convertía á la larga en una temerosa idolatría. A fuerza de desempeñar ante aquel falso Vizconde papeles de sirvienta, había contraído una indestructible humildad y una habitual sumisión.

Y, ciertamente, si por un milagro se le hubiera devuelto aquel hijo con todas las pruebas de su verdadero origen y reconociendo él mismo que aquella era su madre, Berta no hubiera podido hablarle de otro modo que como una esclava.

Era ella, sin embargo, la que le había puesto donde estaba; pero las circunstancias le habían levantado todavía, y el joven se perdía en unas cimas de gloria.

Algunas veces, en un corto instante de lucidez, se comparaba con él: ella mujer de los bosques, casi salvaje y con un aspecto impropio todavía de la mujer de un guarda, á pesar de haberse criado en un castillo para servir los monótonos caprichos de una noble dichosa.

Y él su mirada aumentaba de intensidad,—un hombre robusto, elegante, refinado, con el bigote largo, como Juan (Juan, ¡ qué recuerdo!...) Y, en seguida, se decía para sus adentros que era dichoso que el amo y el guarda, hijos de la misma tierra, hubieran tenido entre sí grandes puntos de semejanza.

Después pensaba que siendo ella vieja, fea y repugnante, valía más que Jacobo no pudiese verla, puesto que ella le veía.

Pero al día siguiente del encuentro de Jacobo y el guarda en el bosque, le pareció que varias veces el joven levantaba la cabeza hacia ella y detenía la vista en su escondite, como si esperase ó viese algo.

Berta se escondió y se aplastó un poco más, temblando haber sido sorprendida... Después el joven dejó de mirar.

Al otro lado del valle, en la vertiente Oeste y en medio de la espesa arboleda, también acechaba Arabela.

Por rebeldía, por espíritu de oposición, hacía profesión de amar á Jacobo. El día en que echó de ver que cada uno de sus pasos era medido y que un ojo la seguía detrás de cada mata; que el más palurdo de los campesinos, cómplice de sus enemigos naturales, entornaba los ojos á su paso y la observaba mientras era visible; cuando comprendió que todo el país se declaraba contra ella y se aliaba con Piscop y con Grivoize; cuando vió que estaba sola y abandonada, hasta por sus padres, que querían vivir bien, Arabela aceptó la lucha y emprendió la batalla.

Las escaramuzas no cesaron ya entre ella y Gervasio, y como él no estaba en el castillo más que á las horas de comer, á esas horas era, sobre todo, cuando se empeñaba la acción, especialmente por la noche, que era cuando había tiempo.

¿Pero en qué emplear el día, tan largo y vacío?

Arabela vigilaba el camino desde el terrado, como Jacobo cuando era niño, siempre con la esperanza de ver pasar á aquel que ahora le complacía llevar en su corazón, únicamente por odio á otro más cercano.

Durante tres meses aquella esperanza no se realizó.

Arabela se admiró al ver que Jacobo no la buscaba.

¿La habría olvidado? No, el joven no poseía ese temple de carácter. Huía de ella más bien porque la temía, por no sufrir al ver á aquella mujer que era de otro.

Ante esta idea se encogía de hombros; su moral fácil no hubiera retrocedido ante ciertos acomodamientos. Era la mujer de un Piscop porque éste era muy rico, aunque ella no lo había notado hasta entonces; pero esto no era una razón para no ser amada por un caballero sin fortuna y distinguido por sí mismo, papel honroso para ella.

No sospechaba el estado de eterno extravío ni la monomanía creciente en que vivía su antiguo enamorado.

EN LA PAZ.—18 Ella misma, con todas sus seducciones y todo su encanto, si se hubiera ofrecido estando libre y con un completo olvido del pasado, hubiera sido, sin duda, impotente para retener aquella alma que quería escaparse; aquella alma penetrada por el contagio de la muerte voluntaria, latente en los muros de Reteuil, y que agitaba las alas en su cráneo, demasiado estrecho, como un pájaro en su jaula.

Si Bella hubiera venido á él con las manos tendidas, ella, la amada de los quince años, Jacobo la hubiera rechazado exclamando: «¡Es tarde!» y hubiera vuelto á su sueño que ya no acababa.

Pero ella no sabía y creía que seguía siendo soberana y que él no se atrevía.

No le costó trabajo á Piscop adivinar la causa de aquellas estaciones prolongadas; y se reía de ellas, ahora que sus espías le habían enterado. Era sabido que el vizconde de Valroy no salía de sus muros ni quería ser visto. La señora de Piscop podía, pues, esperarle cuanto quisiera; él no tenía más que divertirse con ella, y esto era lo que hacía.

Todas las tardes reanudaba la misma guasa en el punto en que la había dejado la víspera y preguntaba con solicitud si había pasado bien la tarde y si el punto de vista del terrado seguía siendo tan encantador...

Después le decía: —¿A quién has visto pasar por el camino? ¿Al cura?... Al notario? ¿Tampoco?... Entonces has visto al cartero; no me lo niegues, has visto al cartero...

¡Bah! no dirás que te faltan distracciones.

Arabela hervía y palidecía de cólera al oirle, y su delicada mano se crispaba en el mango de un cuchillo de plata. El lo veía y gozaba extraordinariamente.

Ante el desdén de su mujer hubiera desistido sin duda; pero Bella vibraba y era demasiado violenta para disimular.

Soñaba con la venganza y hasta con la fuga... Pero ¿dónde y con qué dinero? Sus padres la acogerían acaso, pero sería con el único objeto de traérsela sumisa y arrepentida al soberbio esposo que la reclamaría. No había que esperar ayuda por ese lado.

Pensaba á veces marcharse sola llevándose un buen fajo de billetes de banco; pero Gervasio no era hombre de dejar á la vista papeles de ese género.

Por fin, en los últimos tiempos, Bella creyó que había sufrido bastante para afrontar el escándalo; se persuadió de que su amor á Jacobo podía salvar todos los obstáculos y decidió ir á él ya que él no venía.

Gervasio seguía riendo y preguntando noticias del cartero, del notario y del cura. Ella, entretanto, buscaba los medios.

Un día vió pasar á Berta y se le ocurrieron ideas que creyó ingeniosas.

Era legendario que aquella mujer se arrojaría al fuego por Jacobo, y con más razón se encargaría de todas las misiones que pudieran agradarle y de darle las cartas que hubieran de causarle placer.

Era aquél un mensajero seguro y confidencial, y Arabela se prometió bajar al camino y detenerla la primera vez que la viera pasar. Tanto peor si alguien sorprendía la conversación... En primer lugar no tenía en sí nada de sospechosa, y, además, estaba decidida á todas las audacias...

Berta no volvió á aparecer durante tres días.

Por fin el cuarto, á eso de las cinco, la miserable, con el cabello lleno de hierba y arrastrando los zuecos, se presentó junto á los muros de Valroy, que seguían sagrados para ella. Allí vivía un fantasma, la infancia de Jacobo.

Levantó la cabeza y vió á Arabela; su negra cara se contrajo al ver á su peor enemiga, y cerró los puños, pero con gran sorpresa suya, la joven se inclinó sobre la barandilla y le gritó: —Espere usted, tengo que hablarla; ya bajo.

La anciana campesina, intimidada á pesar de todo por aquella orden, se quedó inmóvil.

Berta esperó; pero mascullando por lo bajo vagas amenazas hacia la mujer de los ojos verdes. Bella se acercó rápidamente, escondiéndose con la muralla para no ser vista, é hizo seña á Berta para que se acercase; después inspeccionó el camino de una ojeada.

La joven tomaba precauciones á pesar de su aspecto de bravura, no enteramente exenta de temor por el salvaje de su esposo. Por fin dijo muy de prisa: —Berta, ¿quiere usted complacer & Jacobo?

Al oir este nombre, á pesar de su desconfianza, la cara de la vieja se iluminó de ardiente pasión, y dijo: así» con la cabeza, sin hablar.

—¿Quiere usted llevarle una carta mía?

Berta retrocedió y, también por señas, sin una palabra, dijo: «¡No!». Había tenido tiempo de reflexionar.

Arabela, despechada, preguntó: —¿Por qué?

Y la vieja con los labios babosos, la mandíbula contraída y el cuerpo inclinado como si quisiera morderla, le dijo en la cara, con voz ronca y furibunda, que se oía de lejos: —¿Por qué? Porque eres el diablo y no sabes más que mentir y hacer daño, porque bastante ha sufrido por tu causa sin que la cosa siga adelante. Una carta tuya es un papel que apesta á traición. ¿Qué más quieres cogerle? Tienes su castillo, el cuarto en que ha nacido, sus tierras, sus bosques, todo su patrimonio; tienes su corazón, que has hecho pedazos; ¿quieies su cerebro?... No es seguro que sea suyo todavía. Pero no cuentes conmigo para entrar en su casa; la puerta está guardada; hay un perro, que soy yo.

Y dejando á la señora de Piscop—Carmesy estupefacta y aturdida por tal recepción, la mujer de Garnache se fué gesticulando y dando zancadas por el camino. Berta gruñía: —Hubiera debido tirarle piedras, como hace cinco años...

Arabela subió los escalones lentamente y muy pensativa. Decididamente, no era querida; por una vez que quería vengarse, la cosa le salía mal. Los dioses protegían á Piscop.

Pero por muy poco tiempo que había pasado en el camino recibiendo los piropos de aquella vieja, había sido vista, y aquella intentona abortada, ba á tener consecuencias como si fuera un crimen realizado.

Serían las seis y ya caía la noche, cuando Gervasio volvió al castillo con su caballo negro y látigo en mano, después de haber pasado la tarde inspeccionando sus tierras..

Ya llegaba, cuando se cruzó en el camino con un campesino que iba con su horquilla al hombro hacia la aldea. Aquel hombre dijo al pasar: —Buenas tardes, señor Gervasio.

—Buenas tardes.

Pero el aldeano insistió: —Buen día hemos tenido... Ya he visto á la señora.

Piscop tiró de las riendas, y, sospechando que debajo de aquella política podía haber alguna guasa, preguntó: —¿Qué señora?

—La de usted.

—¿Dónde?

—Allí, en el camino... estaba hablando con la Garnache.

— Berta?

—Sí, Berta.

Gervasio soltó un sordo juramento, pero después, aparentando calma, respondió: —Buen provecho les haga. Buenas tardes.

Gervasio volvió las riendas y se alejó. El espía voluntario se quedó riéndose silenciosamente. Piscop pensaba: —Ahora habla con Berta esa loca... ¿Qué estarán fraguando las dos? Esto es nuevo... hay que ver.

Trescientos metros más allá, una criada de la granja desembocó por una senda conduciendo las vacas; el caballo de Gervasio se asustó en la penumbra, sorprendido por aquel rebaño, y su dueño le sujetó vivamente; después interpeló á la muchacha: —No sabes siquiera conducir las vacas... ten cuidado, idiota.

Pero la idiota, mientras reunía su ganado, murmuraba palabras confusas: —Se conduce como se puede... No haría usted mal de guardar mejor á su gente...

—¿Qué estás diciendo?—respondió Gervasio, deteniéndose por segunda vez.

—Nada... se ve lo que se ve, se sabe lo que se sabe...

Y cambiando de tono, como si sus nuevas palabras no tuviesen relación con las precedentes, añadió: —He visto á su señora de usted hace un momento...

—¿Tú también?

—Se ha estado cerca de una hora hablando con la mujer del guarda... Parece que tenían muchas cosas que decirse...

—Sí, ya lo sé—respondió Gervasio; no quería confesarlo, pero la cólera le ahogaba. Siguió andando.

No hacía cinco minutos que trotaba por el camino, cuando oyó detrás de él el paso de otro caballo. Una voz que le llamaba le hizo volver la cabeza, y reconoció á su hermano Anselmo.

—Gervasio...

—¿Qué quieres?

—Te andaba buscando.

Cuando estuvieron juntos, Anselmo explicó en voz baja: —Escucha: no me gustan estas comisiones, pero el honor de la familia ante todo. Me acaban de decir que Arabela ha hablado largo rato, hace un momento, Icon Berta, ya sabes, la nodriza del Vizconde y su sirviente adicta. Parece que no es la primera vez que lo hace. Ten cuidado, porque eso no me huele bien. Presumo que hay más correspondencia de la que tú crees entre Valroy y Reteuil. Mucho ojo...

—Gracias—dijo Gervasio, que esta vez sentía impulsos sanguinarios;—lo sabía ya, pero, gracias, de todos modos.

—No hay de qué—respondió el hermano;—es un servicio que te hago.

Volvió las riendas y se fué satisfecho.

Una vez solo, Gervasio puso el caballo al paso y reflexionó. Así, pues, gracias á Arabela, se burlaban de él en el país; todo el mundo, su familia, sus criados y los campesinos se guaseaban con él y bromeaban sobre su aventura.

En efecto, la cosa debía ser cierta; Bella estaba demasiado tranquila para no maquinar algo. Y él, el imbécil, que se creía tan seguro y no sospechaba nada... Pues bien, su mujer iba á ver quién era él.

Ah, señora Marquesa! se cree usted demasiado gran dama para tener nada que temer... Sí? Pues vamos á ver eso.

Dió un espolazo, soltó las riendas y salió á galope tendido, impaciente por presentarse como un vengador ante aquella culpable.

La culpable no sospechaba nada; su conversación, si así podía llamarse, con Berta Garnache, había sido tan rápida, que no podía figurarse que nadie la hubiera sorprendido.

Bella vió llegar á su amable esposo sin la menor aprensión. Traía un aspecto agresivo y furioso, pero como era lo habitual, no hizo ningún caso.

Al echar pie á tierra, Gervasio se preguntaba cómo iba á proceder en sus acusaciones, y creyó de buen tono empezar por la ironía, en la que se creía una especialidad, lo que era una de sus debilidades.

Se mostró descuidado y tranquilo, papel en el que resultaba todavía más irritante. Arabela se puso pronto nerviosa y frunció las cejas. El marido dijo: —¿Cómo va, hermosa mía? Veo que te brillan los ojos... Has pasado un día feliz?... ¿Has visto pasar al?...

— Déjame en paz!—dijo Bella con impaciencia ;eres insoportable con tus estribillos; se te debía ocurrir otra cosa.

—Espera, espera; hoy tengo novedades.

Bella, ya inquieta, se estremeció.

¡Qué casualidad! ¿Cuáles son?

—Mucha prisa tienes...

Pasaba un criado y Gervasio se calló. Cuando estuvieron solos, se plantó delante de ella y le preguntó, mirándola á los ojos: —¿Qué has hecho esta tarde?

—Yo? nada, como de costumbre. Ya sabes que no salgo de aquí. ¿Para qué?... Además, no quiero cansar á tus espías.

Gervasio, entonces, estalló.

—Pues bien, mis espías aseguran que has salido esta tarde; no muy lejos, al camino, al lado del terrado.

Arabela palideció al ver venir el drama.

—Es posible... pero no se trata de un acto tan importante que te dé derecho á pedirme cuentas.

—Eso depende de las apreciaciones. ¿Qué tenías que decir á Berta?

Sintiéndose cogida, furiosa por estarlo y cansada de sumisión, aun fingida, Bella, á su vez, se puso violenta.

' —Si trata usted, señor mío, de buscarme una querella más, no le responderé. Esto es completamente estúpido... Si no puedo siquiera decir dos palabras á una mujer del país...

—No me respondes? ¡ Cuidado! Esa mujer del país i es la nodriza de Jacobo; vas á decírmelo todo, lo quiero... ó si no...

— Si no, qué?

Bella le desafiaba frenética y tan hermosa en su enfado, que Gervasio se quedó deslumbrado y lleno de amarga pena por no ser amado por tal mujer; al pensar que amaba á otro, una furiosa rabia de celos le mordió en el corazón y le volvió loco.

—Si no, te aplastaré con estos dos puños y pisotearé tu linda persona con mis zapatos de campesino...

Pero vas á responderme, y ahora mismo...

La cogió del brazo y la levantó del suelo tan grande era su fuerza. Ella le insultó, convulsa y retorcida: — Bruto, cobarde, bandido!... Sería una delicia engañarte, patán...

Todas sus palabras eran bofetones que él recibía en plena cara.

Gervasio le puso la mano en la boca para cortar los insultos, pero ella le dió tal bocado, que el hombre soltó su presa y retrocedió dando un grito de dolor.

— Buscona!

Levantó el brazo y ella vió venir la muerte, pero no se movió. Aquel brazo, sin embargo, cayó sin tocarla; Gervasio, con la cara morada, se ahogaba. Se arrancó el cuello y la corbata, y, anheloso y grotesco, se quedó mirándola con expresión estúpida. Bella se aprovechó de aquella impotencia momentánea.

— Cuidado, señor mío!... Hay gendarmes... No se mata á la gente sin ser molestado... Creo que para los dos se ha llenado la medida. Lo mejor y lo más digno es separarnos. Se lo propongo á usted; acepte pronto.

Gervasio volvía en sí y recobraba el aliento, todavía hiposo, pero su cólera se calmaba. El marido murmuró: —Me estás matando !...

Bella se echó á reir, juzgándole vencido y ya sin cólera. La tempestad se alejaba y con ella el peligro.

Aquella risa le dejó estupefacto; no comprendía á las mujeres y encontró superior y admirable á la suya.

Además, recordaba una frase de su serie de ultrajes: «Sería una alegría engañarte,» y aquel condicional le tranquilizaba. En su furia, Bella no podía haber mentido; luego no había nada todavía...

Arabela seguía riendo con una risa aguda que hacía daño y que él, que jamás la había comprendido, creía sincera. Gervasio balbució: —Pero, en fin, ¿qué es lo que quieres?

Bella triunfó; los papeles se cambiaban.

—Es muy sencillo: divorciarme.

Gervasio se encogió de hombros.

—Tú dices eso...—Lo digo porque lo pienso. Escucha: me he casado contigo, bien lo sabes, para ser rica. Me habías prometido de lejos mil ventajas y no has cumplido ninguna de tus palabras. Soy más pobre que nunca y estoy, además, sujeta, prisionera y rodeada de espías, lo repito. ¿Cuál es mi vida? ¿Es esto existir? Como, bebo y duermo, es verdad... ¿Pero, qué más? Estoy enclaustrada en este castillo, en el fondo de esta provincia, sin afecciones, sola conmigo misma y sin esperanza de cambio.

Gervasio murmuró: —Exageras...

—No, por cierto. Puesto que se me rehusa todo lo que había creído obtener por mi matrimonio, tengo el derecho moral de romper la alianza, y, desde hace un instante, tengo el derecho legal. Acabas de pegarme.

Con aspecto de enfado, frotándose el dedo como un niño rencoroso, Gervasio replicó: —Tú me has mordido... estamos en paz.

—Ha sido después, para defenderme... Ahora bien, las vías de hecho legitiman el divorcio; y las ha habido.

—Nadie lo ha visto—objetó Gervasio con astucia.

—¿Estás seguro? Hace un momento he dicho tres palabras á Berta, y una hora después lo sabías, porque me habían visto... No dudes que alguien ha visto la naturaleza de nuestra conversación... Yo me encargo de buscar los testigos...

Piscop miró alrededor, investigando las sombras.

Tenía un aspecto tan lastimosamente grotesco, que Bella estaba encantada. Gervasio preguntó por fin: —¿Cómo vivirás divorciada?

—En primer lugar, tengo la casa de mi padre...

Piscop movió la cabeza: —Lo que es ese...

Pero ella le interrumpió resuelta: —Y después no importa cómo...

Y añadió resplandeciente de orgullo: —Una mujer como yo, encuentra siempre un asilo.

Los dientes de Gervasio rechinaron y exclamó: —Cállate; todavía eres mi mujer...

—Bueno—respondió Bella,—no vayamos á volver á empezar. Esos modales pueden pasar una vez. Está dicho; nos divorciamos.

Y respiró violentamente, como aliviada de un gran peso. Gervasio vaciló, y después se negó, descubriendo cándidamente su alma: —No, no quiero; habría que devolverte tu nombre, y eso jamás. Soy Carmesy, y seguiré siéndolo.

—Eso es todo lo que te detiene...—dijo Bella admirada al ver que la tenía tan poco en cuenta.

Gervasio replicó: —No, hay otra cosa...

—¿Qué? Anda, puedes decirlo todo...

—Tengo miedo de que te vayas á buscar á Jacobo.

—No hay nada más?

Gervasio se quedó pensativo y dijo muy bajo: —Puede que no sea todo...

—¿Qué hay más?

Piscop la miró con fijeza y respondió: —Nada... te pondrías demasiado contenta...

Bella vió la victoria é insistió con su encanto diabólico y sus maneras de los grandes días, cuando quería seducir. Gervasio, vencido, bajó la cabeza y confesó: —Hay tu persona... puesto que estamos dándonos explicaciones, crees que no sufro yo también un poco?... Si hubieras querido, la casa sería tuya... Pero desde el primer día, y aun antes, he comprendido que no te casabas conmigo más que por el interés. No tenías inconveniente en decírmelo. Por eso no he cumplido mis promesas y he sido muchas veces duro contigo. Si hubieras aparentado un poco de amistad por mí, no hubieras tenido más que hablar para ser servida, á pesar de mi familia, de mis padres y todo lo demás... Pero me has tratado como un lacayo, como un Piscop... Y te he devuelto golpe por golpe, maldad por maldad, desdén por desdén. Esta es toda la historia... Acuérdate de nuestra primera noche de boda.

Bella se sonrojó é hizo un gesto para rechazar aquel recuerdo.

Gervasio continuó: —Trata una vez de ser menos gran dama... un poco menos altanera conmigo, y creo que ganaremos los dos.

Bella le escuchaba encantada y sin pensar ya en Jacobo, puesto que el déspota abdicaba... Su respuesta fué más condescendiente: —Confieso que me asombra ese nuevo tono en tu boca. ¿Por qué has esperado tanto tiempo para hablarme así?

Qué sé yo?... Mi naturaleza, en primer lugar, después los consejos... Creía en la fuerza, y ya no creo.

Bella contestó entusiasmada: —Entonces, hacemos las paces...

Y una vez más se puso tentadora, linda y sonriente, con los blancos dientes á flor de los labios y dejando filtrar de sus ojos á través de las pestañas un rayo incendiario.

—Si—repitió Gervasio,—las paces, á despecho del mundo entero.

Después, cogiéndole la mano, añadió mirándola de frente:

—¿Entonces, Jacobo ?...

Bella prorrumpió en una risita seca y, esta vez, despreciativa.

—Jacobo? Puedes estar tranquilo por ese lado. Le amo enteramente igual que en otro tiempo...

Gervasio, á su vez, respiró con satisfacción.

En este momento apareció un criado en la escalinata y anunció: —La señora está servida.

Piscop, convertido en galante, ofreció el brazo á su mujer, muy divertida, y entraron en la casa. La comida fué muy alegre... Piscop habló de numerosos proyectos é hizo nuevas promesas. Pero esta vez debía cumplirlas, y las cumplió.

De este modo, Jacobo, hasta en sus últimos días hacía la felicidad de Arabela.