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Figuras americanas/05

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MARIANO EDUARDO RIVERO




Tal es el nombre de una de las mayores celebridades científicas de América.

He dicho de las mayores, aunque en realidad sólo debiera decir de las mejor fundadas y de las más legítimas; pues si bien su fama ha sido tan grande como justificada y merecida, hoy se va desvaneciendo y las nuevas generaciones parecen olvidarla.

Nació Rivero á fines del siglo XVIII en una de las ciudades más bellas é importantes del Perú: en Arequipa.

Su padre, coronel de milicias y persona inteligente, procuró darle toda la enseñanza que entonces era posible en una ciudad del interior del Perú, lo cual quiere decir que el niño aprendió primeras letras y un poco de latín. Pero sus disposiciones, claramente reveladas en la primera enseñanza, y el afán que tenía por aprender, decidieron á su padre á enviarle á Europa cuando contaba apenas doce años.

Recibió, pues, la segunda enseñanza en un colegio de Londres, dedicándose á la vez al estudio de las lenguas vivas. El director del colegio era un distinguido matemático, el doctor Dowling, quien pronto echó de ver la afición de Rivero á las ciencias físicas y matemáticas, otorgándole por consecuencia su predilección y su cariño. El joven Rivero correspondió al afecto que se le demostraba, redoblando su aplicación y trabajando con celo y con provecho. Así llegó á ser el alumno más notable del establecimiento, el discípulo más aventajado, encargándole su director y maestros del arreglo de un observatorio y asociándolo después á las observaciones y tareas que se llevaban á cabo.

Al mismo tiempo se dedicaba Rivero con perseverancia al estudio de la química, asistiendo con puntualidad á los cursos que entonces explicaban sir Humphry Davis y otros sabios ingleses.

Cinco años estuvo nuestro joven estudiando en Inglaterra, de donde pasó á continuar sus estudios en la capital de Francia.

En París acudía puntualmente, como él acostumbraba, á oír las lecciones de los profesores más ilustres, especialmente las de Gay-Lussac, Thenard, Arago y Dulong. Comprendiendo la utilidad que podría reportar algún día á su patria si adquiría vastos conocimientos metalúrgicos, trató de ingresar en la Escuela real de minas, empresa harto difícil entonces para un extranjero. Muchas fueron las dificultades que se le oponían, logrando al fin vencerlas, gracias á la decidida protección del embajador de España.

Como ya tenía considerables conocimientos químicos, hizo con facilidad progresos muy notables que apreció debidamente el sabio profesor Berthier, jefe del laboratorio. Distinguióle igualmente el profesor Brochante de Villiers, que enseñaba con lucimiento geología y mineralogía.

Terminados sus estudios en la Escuela de minas, pasó á Alemania, deteniéndose en Sajonia para estudiar el importante distrito metalúrgico de Freiberga y su escuela especial, muy célebre y concurrida entonces.

Los trabajos de Rivero en distintas regiones alemanas, fueron mencionados en los informes dirigidos en 1821 á la Academia de ciencias del Instituto de Francia por Brogniard y Vauquelin. Estos hombres de ciencia hablaban de una sustancia descubierta en Alemania por el joven Rivero y bautizada por él con el nombre de humboltina, en honor de Humboldt.

Uno de los primeros trabajos de Rivero, después de su viaje científico á Alemania, fué una Memoria sobre la explotación del mineral de plata que se publicó mas tarde en el Perú.

Rivero dió á conocer en Europa el salitre de Tarapacá. Sus trabajos mineralógicos y sus análisis en la Escuela de minas de París, le valieron una distinción honrosa de los profesores de la Escuela, de los del Jardín de Plantas y de los de la Universidad. Su reputación de sabio estaba hecha.

Por aquel tiempo hizo un viaje científico á la patria de sus progenitores; visitó en España las famosas minas de azogue de Almadén y fué de los primeros que hicieron en España estudios serios de geología. Él fué quien descubrió la magnesia silicilica de Vallecas, á dos leguas de Madrid.

Á los diez años de residencia en Europa regresó Rivero al Nuevo Mundo: pero no á su país, donde todavía mandaban los españoles, sino á Colombia la Grande, regida á la sazón por el general Bolívar. La República independiente, la gran Colombia gobernada por Bolívar, comprendía en aquella época las naciones, separadas hoy, de Nueva Granada, Ecuador y Venezuela.

Llegó, pues, á Bogotá nuestro sabio arequipeño, siendo bien recibido y agasajado por el Libertador. Iba recomendado por el ministro Zea, que era el representante de Colombia en París. Le acompañaba una comisión de jóvenes ilustres, condiscípulos en su mayor parte y amigos de Rivero, en la que figuraban los célebres sabios Roulin y Boussingault. Esta comisión hizo estudios de la mayor importancia bajo la dirección de Rivero, siguiendo las huellas de Bonpland y Humboldt.

Todavía se recuerdan y se citan con elogio las numerosas observaciones meteorológicas y astronómicas, los estudios barométricos geológicos y químicos de los insignes viajeros. Las aguas calientes de la cordillera de los Andes fueron analizadas por Rivero, que además asistió á Baussingault en sus operaciones barométricas hechas en la Guaira. También se dedicó la comisión á estudios interesantes sobre la botánica y la zoología, especialmente en las orillas del Meta y del Orinoco.

Deseando ver á su familia, deseo muy justo después de catorce años de separación, dejó su puesto de jefe de la comisión á su colega y amigo Boussingault, que con tanto lucimiento había colaborado en la común empresa.

El viaje de Bogotá á Lima fué largo y aprovechado, pues Rivero no había de recorrer aquellas comarcas prodigiosas y mal reconocidas, sin explorarlas con ojo inteligente y escudriñador. Subió las laderas escabrosas de la andina cordillera, trepó á los volcanes Chimborazo y Pichincha, siguió las huellas de don Antonio Ulloa, de Humboldt, de la Condamine, y llegó al fin á su patria adonde le había precedido su bien ganado renombre.

Rivero fué nombrado director general de Instrucción pública y minas del Perú, cargo que desempeñó con singular acierto y utilidad general. Fundó muchas escuelas y visitó los departamentos de Arequipa, Junín, Puno, etc., deteniéndose en el estudio del lago Titicaca.

Publicó en Lima el Memorial de ciencias naturales, obra que todavía se consulta y en la que colaboró don Nicolás de Piérola. En su colección se hallan las nivelaciones barométricas de Rivero, así como sus memorias sobre los minerales de Pasco, Puno y Lampa, sobre las aguas sulfurosas, ferruginosas y saladas de Jura, Tingo y otras muchas más, sobre el Guano de Pájaros, etc.

Como tantos otros, el sabio Rivero se vió perseguido por la saña de las facciones que en aquellos tiempos devoraban el Perú. Las alternativas de la guerra civil le hicieron emigrar, dejando de desempeñar unas funciones en las que era tan útil á su patria.

Refugiado en Chile, se dedicó á sus tareas habituales con más ahinco y más afán que nunca. La naturaleza de Chile no la había estudiado nadie como lo hizo él desde 1829 hasta 1831, así como en viajes que hizo posteriormente cuando ya se encontraba de nuevo en el Perú.

De vuelta en su patria en 1832, fué encargado de la dirección del Museo de Historia natural y antigüedades, establecimiento de nueva fundación. También por entonces fué elegido diputado.

La política no le era familiar ni estaba en su centro en una asamblea deliberante. Así figuró poco y brilló menos en las tareas legislativas, pospuestas siempre por él á los estudios científicos y á las faenas de la agricultura.

Sin embargo, desempeñó cargos administrativos de importancia, como la prefectura del departamento de Junín, y el general Vivanco lo propuso para ministro de Hacienda, cargo que él no aceptó.

Se deben á Rivero diversas publicaciones concernientes á la agricultura y á la ganadería, así como el descubrimiento de varias minas de carbón, cuya existencia se ignoraba por completo en el Perú.

En 1851 acepió Rivero el consulado general de la república peruana en Bélgica, donde se ocupó en la publicación de su importante libro Antigüedades peruanas, contando con la cooperación del sabio Tchudi, naturalista y filólogo de Viena.

En estos años, que fueron los últimos de su laboriosa vida, hizo algún viaje al Perú, coleccionó sus trabajos científicos de largos años y consagró su tiempo á la educación de cuatro hijos.

Murió Rivero en París á fines de 1857.

Era miembro activo ó correspondiente de un gran número de corporaciones y sociedades científicas, entre ellas la Sociedad filomática y la Sociedad de ciencias naturales de París; de la de anticuarios de Dinamarca; las de geología de París, Londres y Estados Unidos; las de agricultura de Chile, Bélgica y Francia. Poseía varias condecoraciones, pero tuvo el buen gusto de no usarlas.

Don Mariano Eduardo de Rivero fué uno de los americanos más ilustres de su siglo; pocos de entre sus contemporáneos tienen tantos ni mejores títulos al respeto de la posteridad; es, en fin, una verdadera gloria del Perú.