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Ismael/VII

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VII

El tiempo en realidad, debía confirmar bien pronto estos juicios y predicciones.

La revolución que sobrevino, preparada de una manera lenta y laboriosa por los sucesos, empezó por adoptar la fórmula del cabildo abierto y de la junta provisoría; pero, como manifestación en el fondo, de un esfuerzo propio, y conjuntamente, de una tendencia incontrastable al cambio, en cuya obra demoledora era necesario el concurso de todos los elementos que actuaban en el teatro antes pacífico, y entonces revuelto del virreinato.

Dos factores principales se destacaron en la escena frente a frente, incubados por la educación y el hábito colonial, cuando estalló el gran movimiento: los hombres de las ciudades, más o menos bien preparados para señalarle rumbos o abrirle ancho cauce, pero irresolutos y llenos de vacilaciones y dudas en los primeros años de lucha; y las masas campesinas, de propensiones acentuadas a la acción violenta, rápida y aniquiladora con todo el vigor de la rudeza nativa, y el ímpetu casi ciego de los instintos conflagrados.

La cultura relativa de la época y las teorías francesas constituían el capital intelectual del elemento inteligente, que a su vez debía dar de sí y aún excederse al nivel moral y político de su tiempo, a influencia del mismo rigor de las circunstancias y de la enormidad del peligro.

La vida del aislamiento formó en las muchedumbres de los campos el «carácter local», el círculo estrecho de la patria al alcance de la mirada, el egoísmo fiero del pago y del distrito, germen de la descentralización futura, y a su vez, arranque originario de una vida independiente y soberana, en la oscura fuente de las soberbias cerriles.

De este punto de vista, la masa campesina tenía que ser el agente más eficaz de demolición, a la par que el ariete incontrastable que había de abatir el «imperio de la costumbre», enemigo el más fuerte del espíritu de nacionalidad que nacía débil y vacilante en medio de conflictos dolorosos.

Bullía en el fondo de esa masa una exuberancia de fuerza indómita, que inevitablemente tenía que derramarse de una manera formidable -como desechos volcánicos- una vez abierta la válvula por el trabajo sordo y continuado de las ideas.

Ni era lógico prescindir de este factor -ni era posible adaptarlo a los ideales luminosos, o planes más o menos extraviados del otro concurrente- sin pretenderse encerrar en un molde convencional todo un desorden revolucionario.

Hecho el llamamiento a las pasiones y a las fuerzas del desierto, -a toque de clarín- era forzoso aceptarlas tales cuales ellas eran, como un fenómeno sociológico resultante de causas complejas y profundas. Natural era suponer que de una obra de siglos, ¡ellas hicieron un montón de escombros!

Contra una hipótesis infundada de la junta, el despertamiento en el año XI de las masas uruguayas puso en evidencia, que no había sido «una fidelidad absoluta al Rey, sino un sentimiento local -acentuado hasta por la configuración geográfica-, la causa del silencio y de la inercia de esas poblaciones en los primeros meses del estallido. Ese silencio y esa inercia desaparecieron, así que los gauchos orientales fueron citados al combate por sus caudillos las encarnaciones típicas de sus terribles «amores locales».

Y llegaría día en que todos estos elementos de vitalidad extraordinaria, como que eran la médula del organismo político, se revolverían enconados contra la autoridad central de la junta -constituida en poder omnímodo; -reversión que debía operarse fatalmente, sin perderse el instinto de la nacionalidad, como un efecto final de la misma difusión de la energía revolucionaria en todas las partes de aquel organismo.

En esa borrasca de polvo y sangre había de suceder en definitiva que las pasiones «locales» sirvieran a arrasar por completo como hemos dicho, hasta el último vestigio de la vieja organización de la colonia, y a impeler de un modo inflexible a las mismas fuerzas inteligentes por el camino tan rehuido de la democracia y de la forma federativa.

Así, después del estrago, observose al fin que el terreno estaba preparado para una nuestra vida, con elementos armónicos de raza, porque las divergencias sólo eran de segregación parcial, y en el fondo de esta destrucción y de esta ruina eran coherentes las propensiones ingénitas de las masas campesinas con la idea de absoluta independencia que predominó sobre todas las estériles combinaciones del tiempo.

Fácil es levantar un dique que detenga la inundación al llano, allá sobre las vertientes o el ojo de agua que brota de la entraña escondida, como un chorro de savia cuajada de células fecundas; -pero, opóngase el obstáculo en lo grueso del cauce y de la corriente, cuando el río poderoso marcha de carrera a perderse en el océano- y rebasarán sus aguas, o desviando el curso por distintas cuencas, irán por otras tantas bocas a vomitar torrentes en el abismo.

Algo semejante ocurrió en la revolución de Mayo, cuando aquella irreductible fuerza divergente, pero no reaccionaria, rompió el viejo molde de la colonia y echó en los surcos abiertos por desoladoras guerras la semilla de una nacionalidad briosa e indomable.

Al principio de este alumbramiento difícil; a los primeros pasos y escenas de una generación heroica que todo lo libró al empuje del brazo y a la bravura del instinto, es que vamos a asistir ahora.

El gaucho va a ocupar la escena, a llenarla con sus pasiones primitivas, sus odios y sus amores, sus celos obstinados, sus aventuras de leyenda; pero el gaucho que sólo vive ya en la historia, el engendro maduro de los desiertos y el tipo altivo y errante de un tiempo de transición y transformación étnica.