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Ismael/XI

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XI

Esto contaba una tradición muy fresca del hogar. Mas, ese ejemplo de fidelidad a la monarquía por parte de uno de sus abuelos, no privaba a Felisa, de seguir sus impulsos de criolla y de ser ella misma como hemos dicho, un producto indígena o engendro del clima. También estaba en el rango de los tupamaros.

Tenía un genio un poco bullicioso, con sus barruntos de insubordinada y de altanera. Se había hecho mujer en el campo, y no conocía otra sociedad que la de los ganaderos y gente cerril.

Verdadera fruta del país, era un tipo correcto de la criolla en los tiempos del gusto colonial. Las monotonías naturales del campo, estaban lejos de serlo para ella; la vida dentro del recinto fortificado, entre ruidos de tambores y clarines, movimientos de batallones y estruendos de artillería, cual si palpitase siempre en el aire el germen de la guerra, antojábasele que era vida de prisión o de convento. Sus propensiones agrestes la hacían feliz. A las callejuelas estrechas y lodosas del recinto, dentro del cual había nacido y pasado sus primeros años, prefería las asperezas de la campaña; montar a caballo para andarse a media rienda, chapucear en el río y las lagunas, bailar cielitos y oír las cántigas de los gauchos al son de la guitarra.

Todo esto era nativo, y se encuadraba en su naturaleza.

No había experimentado por lo demás, todavía, otro género de sensualismos. Contentábase con aquellos gustos vulgares sin apetecer otros mejores, pues que su criterio, muy semejante al de la mayoría de las mujeres sin espíritu, no iba más allá del círculo de sus afecciones.

El mundo para esta clase de seres, se reducía a las dimensiones del pago, como si dijéramos, al ruedo de su vestido. De esta forma, podía ella considerarse dichosa.

La persistencia de Almagro la incomodaba. Desairábale de continuo; y concluyó por tenerle miedo. Los ojillos redondos y saltones del mayordomo la perseguían por todas partes, con un mirar fijo de reflejos amarillentos. Ojos de basilico, decía ella.

Ismael, con su aire de profunda indolencia, solía cruzarse por casualidad en sus paseos, a mitad del campo. Algunas veces le arreglaba el recado flojo y la subía al caballo de un envión sin mirarla, callado y adusto; y se iba a sus faenas sin demostrar tampoco interés en saludarla.

Al principio Felisa halló aquello muy natural, sin importársele nada la conducta del mozo.

Empero, una tarde en que Ismael le acortaba la estribera con mucha calma, fijose por primera vez que el gauchito no se parecía a los otros, que tenía una cara linda, y era airoso en el vestir.

Desde entonces, siempre que andaba por las cercanas lomas, procuraba verle. Cuando esto no acontecía, experimentaba una especie de contrariedad.

Las proximidades, dado su empeño en provocarlas, se hicieron más frecuentes. El gaucho de rizos blondos y ojos pardos, con una boca de cereza, comenzó por su parte a mirar de lado con la cabeza baja, huraño y triste.

Después ella se apercibió que Ismael tocaba más a menudo la guitarra, en la enramada o en la tahona, cantando décimas que nunca le había oído.

Otros días, él parecía ocultarse por largas horas, y al regreso no se acercaba a ella, yéndose a echar a la sombra sobre alguna manta de vichará boca abajo en cuya perezosa posición se pasaba el tiempo libre. Felisa se puso de allí en adelante concentrada y cavilosa, empezándole cierto desgane para montar a caballo, y para bailar en los ranchos de las cercanías donde solían juntarse las mozas del pago.

Una vez se encontró con Ismael que salía de la cocina, y lo miró con enojo, pasando a su lado sin darle los buenos días. Él tampoco la miró, ni la habló; puso el pie en el estribo, saltó sobre su bayo, y fuese paso a paso hacia el campo, tarareando un «pericón».

Estos casos se sucedían con frecuencia.

En otra oportunidad, Felisa le arrancó de las manos la vasija de barro que él le había tomado para sacarle el agua del barril; y lo hizo con mal modo y peor ceño.

Velarde se alejó callado, arreglándose el chiripá por detrás, y chiflando con su aire de costumbre algún «triste» monótono.

Días después, lo vio recostado en la pared del rancho, todo mojado por la lluvia, con la vista en el suelo y el poncho colgándole del hombro hasta tocar la tierra hecha fango. Alargó el brazo por la ventanilla, y le alcanzó un mate, dejando ver tan solo la mitad del rostro. Ismael lo tomó, saboreolo hasta hacer sonar la «bombilla» y lo devolvió a su dueña sin decir palabra.

A poco, se fue despacio, hundiendo las espuelas en el barro; y cuando se hubo apartado bastante, bajose más sobre los ojos el ala del sombrero y se volvió de lado para mirar arisco. La criolla se puso a reír, y movió la cabeza de arriba abajo con aire burlón.

Velarde siguió atufado su camino.

El monte del Santa Lucia no estaba lejos de allí. Esa vez, como otras, fuese él a caballo a vagar por sus orillas; galopó bajo el agua hasta la calera de García Zúñiga, reuniose allí con varios aparceros, y como era día domingo, pasáronse la noche de baile en diversos ranchos.

Al día siguiente muy temprano, apareciose en la cocina de la estancia con las ropas bien húmedas, el pelo mojado, las botas de potro salpicadas de barro, ojeroso y somnoliento. Ardía un buen fuego. Felisa, madrugadora como el gallo criollo que cantaba en el ombú al asomar la mañana, lo vio apearse; y ocurriósele entonces que tenía que ir por agua caliente a la cocina.

Estaba ésta llena de humo espeso, y sólo se percibían entre sus volutas las rodillas de Ismael sentado cerca del fogón en una cabeza de vaca.

Felisa entró apartando la cara; púsose en cuclillas y echó mano a una caldera.

Él cogió un tizón para encender el cigarro, y en esta diligencia se estuvo un rato. Tirole luego en el fuego, y entró a atizar éste, moviendo los troncos y separando con uno de ellos la ceniza del centro, con la que formó una capa lisa delante.

Después, cogió un palito y comenzó a trazar rayas muy en sosiego, el brazo sobre la rótula y la mano colgante, sin cuidarse de la presencia de la criolla.

Esta a quién el humo hacía lagrimear, alzó del asa la caldera y saliose; pero, al trasponer la puerta, dijo con su voz ronquilla y un ceño de malicia: ¡Mirá! el baile jué velorio.

Ismael, que era de un temperamento linfático nervioso sintió la pulla, infláronsele las ventanas de la nariz, echó una gran bocanada de humo, salió tras de Felisa y marchose sin volver ni una vez el rostro, a la tahona.

A uno y otro, este agriamiento los tenía ya bien inquietos.

Tratábanse mal a cada paso; y la acrimonia subía de punto. Todo ello no obstaba a que Ismael se peinase con algún cuidado los rulos, cosa que antes no le preocupaba mucho, y que comenzara a ponerse en los días festivos un chiripá de lanilla azul que le venía muy bien, y un pañuelo de seda colorante en el pescuezo que le caía en triángulo recto sobre el dorso escapular, con un nudillo encima del pecho. Poníase también a ocasiones una florecilla en la boca, cuyo tronco convertía en hilachas bajo los dientes con solo mirar la «pollera» de Felisa, bastante corta para enseñar el tobillo y el nacimiento de una pierna torneada y maciza.

La criolla por su parte, había agregado a las trenzas un moño de colores vivos, no se ataba ya un pañuelo chillón en la cabeza, hacía raya al medio a su cabellera undosa, sujetándola con una cinta cuyos extremos unía en la nuca, y, así como Velarde se quebraba al andar haciendo volteos de flancos siempre que la distinguía de cerca o de lejos, ella había dado en el flaco del sandungueo de caderas con esa gracia criolla o sabor de pago que desarma al gaucho duro.

Una tarde en que Ismael se encontraba en la enramada tendido de vientre como de costumbre, con otros compañeros, conversando a medias palabras sobre los incidentes de la última esquila, pudo ver bajo el corredor de techo de paja que daba sombra a la puerta y ventanillas del rancho principal, al mayordomo que hablaba con Felisa con mucha viveza.

Ella, sin dejar de mirar de lado y con rapidez a la enramada, parecía reírse con ganas y jugaba con el «delantal» a dos manos, como si espantara moscas.

Almagro se le ponía bien cerca, y hasta llegó a ver Ismael que él quería agarrarla la mano, y hacerla cosquillas en el pecho.

Los ojos envelados de Ismael se animaron un poco quedándose fijos en el grupo, como atraídos por una cosa rara.

Al cabo de un rato bajó la cabeza que había erguido, como el mastín de raza que huele pendencia; dejola caer de cara sobre sus brazos cruzados refregola en ellos perezoso y plegando los párpados en pesada modorra, murmuró bajo algunas palabras a modo de rezongo.

A poco volvió a levantar la cabeza con los ojos medios cerrados para cerciorarse de si aún estaban allí; y no viéndolos, la abatió de nuevo, y quedose dormido.

Poco tiempo después, Almagro pasó cerca de él y echole una mirada torcida.

El mayordomo, como todos los peninsulares de su época, tenía un concepto despreciable de los tupamaros. Tratándose de un gauchito como Velarde, Jorge empezaba a adunar al desprecio el rencor, sin que él mismo se explicase porqué lo malquería, aún cuando no podía verle sin que a su impresión de desagrado se sucediese como un complemento lógico el recuerdo de Felisa.

Naturaleza modelada sobre duros instintos, le era fácil cualquier extremo; y éste tenía al fin que tocarse con otro distinto, pero no menos temible, si se tiene en cuenta que Ismael era a su vez un organismo fundido en el molde de la rudeza agreste.