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Juan Martín El Empecinado/XXXI

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XXXI

A pesar de mi singular situación de espíritu, entendía perfectamente lo que a mi lado hablaban.

-Este fue el que escapó de la casa de Ayuntamiento en Rebollar de Sigüenza -dijo uno-. Bravo mozo.

-Y el que dirigió la matanza de nuestros compañeros en la batalla de Algora -afirmó otro-. No se asesina a los franceses impunemente. Es preciso quitaros de en medio.

-Sin embargo, merece un vaso de vino -digo un tercero, acercándolo a mis labios.

Un comandante subió y estuvo examinándome largo tiempo.

-Parece que se finge demente este joven para evitar el castigo. Desatadle y veremos.

Hicieron lo que se les mandaba.

-Si os pusiera en libertad -me preguntó el comandante- ¿qué haríais?

-¡Matar! -repuse con siniestra calma.

-¿Es cierto que os escapasteis de la prisión en Rebollar?

-Sí.

-¿Y asesinasteis a los tiradores que llevaban un parte mío al general Gui?

-Yo quería un caballo -respondí.

-Responded a lo que os pregunto -dijocon enfado-, y no hagáis el tonto. Puedo mandaros fusilar al momento.

-Es lo que deseo -repuse, sintiéndome otra vez invadido por la risa.

-Si pensáis salvaros así, es peor. Estoy inclinado a la benevolencia, porque ha intercedido hace poco por vos una persona a quien estimo, un español de orden civil que sirve lealmente al rey José.

La imagen de Santorcaz pasó sangrienta y terrible por delante de mis ojos.

-No le hagáis caso -dije-. Es un borracho, como vos y como vuestro rey José.

Dije esto, no como quien habla, sino como quien escupe. Con tales palabras pronuncié mi sentencia. Pero había llegado a una situación física y moral tan deplorable, que la muerte era para mí un accidente sin importancia. Me sentía enfermo otra vez, mortificado por acerbos dolores; y además, la idea de que Dios me había abandonado en mi noble empresa decretando el triunfo del crimen, dábame un profundo desaliento, en virtud del cual casi empezaba a morir. Recordaba los sucesos de aquella noche con la vaguedad indiferente y triste con que el alma inmortal parece ha de recordar en los instantes que siguen a la muerte los últimos accidentes del mundo recién abandonado, de cuya esfera el infinito acaba de separarla.

Cuando me bajaron, apenas me podía mover; mas los franceses, con inhumanidad indisculpable, me empujaban golpeándome. Un oficial, sin embargo, me tomó la mano y connoble delicadeza rogome que descansase en uno de los bancos de piedra que había en el patio. Allí escuché claramente estas palabras, dichas al comandante por otro oficial:

-Este joven no debe de estar en su sano juicio.

-Interrogadle otra vez -ordenó el comandante, alejándose.

-¿Habéis servido mucho tiempo a las órdenes del general Empecinado? -me preguntaron.

Entrome de nuevo el ansia de reír y les contesté de un modo que no les satisfizo.

-¿Estuvisteis en la acción de Rebollar, donde murió el célebre D. Juan Martín Díez?

Al oír esto contúvoseme la risa y sentí alguna claridad en mi espíritu.

-D. Juan Martín no ha muerto -respondí.

-¿Vive ese buen hombre? -dijo con ironía uno de los oficiales-. ¿Por dónde lleva ahora sus fabulosos ejércitos de bandidos?

-Si vive -añadió otro de los que me observaban-, no debe tener un solo hombre consigo, pues disuelta la gran partida, unos están con nosotros y otros han formado cuadrillas de salteadores.

Solté de nuevo la risa, y el oficial afirmó:

-El miedo y los padecimientos le vuelven imbécil: haced un esfuerzo y fijaos bien en lo que os pregunto. ¿No sabéis a dónde se ha retirado lo que quedó del disuelto ejército de don Juan Martín?

Un rayo de luz entró en mi mente.

-El ejército de D. Juan Martín -respondícon serenidad-, no se ha disuelto. Se dividió y ha vuelto a reunirse.

-¿En dónde está?

Desde el patio donde nos encontrábamos se veía todo el país cercano por Occidente. Era la hora en que las primeras claridades del alba comienzan a iluminar la tierra, y sobre el turbio cielo se destacaban vagamente unos cerros escalonados. Mirando al horizonte, señalé con mi mano temblorosa, y dije:

-Allí.

-Allí -repitieron los oficiales-. En esa dirección, a legua y media de distancia, hay una aldea llamada Cíbicas. Sabemos que a prima noche merodeaba por allí una cuadrilla de bandoleros. ¿Es ese el ejército que decís? ¿En qué os fundáis para asegurar que allí se han reunido los grupos disueltos del ejército empecinado?

-Lo adivino -repuse experimentando otra vez el sacudimiento nervioso que me hacía reír.

-El estado de este joven -dijo uno de ellos- es tal que debe suponerse no existe en él verdadera responsabilidad.

-Sois demasiado jurista, Saint-Amand -dijo otro-. Los guerrilleros son gente astuta. Acordaos de aquel bárbaro patriota gallego que después de haber envenenado a treinta franceses, se fingió tonto para eludir el castigo.

Otro de los oficiales se apartó de mí para dar algunas órdenes y vi que varios soldados marchaban de acá para allá. Entonces oí claramenteque un zapador que acababa de entrar en el patio dijo a los demás:

-Los escuchas han anunciado la aproximación de alguna gente del lado de Cíbicas.

-Merodeadores y gente menuda.

-Pienso que se debe enviar media compañía a vigilar el sendero que hay en aquel cerro. ¿Dónde está el comandante?

-Duerme -repuso otro-, y ha mandado que no se le despierte, a menos que venga aviso del general Gui.

Oyose un disparo.

-Ha sonado un tiro en las avanzadas. ¿Qué es eso?

En el mismo instante el vivo redoblar de un tambor llegando hasta nosotros, infundió cierta inquietud a aquella gente, y empezaron a no ocuparse gran cosa de mí.

-No es nada -indicó uno.

-¿Cómo que no es nada? -exclamó azoradamente un oficial que con precipitación acababa de entrar en el patio-. Por el sendero de Cíbicas ha aparecido mucha gente. Se corren por ese cerro de la izquierda que está sobre nuestras cabezas. ¡A las armas!

-Llamar al comandante.

-Es preciso escarmentar a esos miserables. Son ladrones de caminos.

Oí un disparo y después otro, y luego muchos.

Varios soldados franceses aparecieron corriendo con precipitación, y un grito terrible resonó en aquel recinto, un grito que al punto puso gran pánico en el ánimo de aquellosdesapercibidos guerreros. El grito era:

-¡Los empecinados! ¡A las armas!

En efecto eran los míos. El movimiento previsto por la atrevida mente de mosén Antón se había verificado, y las tropas que asediaban el destacamento francés eran unos quinientos hombres que con gran trabajo había logrado reunir Sardina. Las guerrillas no necesitan, como los ejércitos, mil prolijos melindres para organizarse. Se organizan como se disuelven, por instinto, por ley misteriosa de su inquieta y traviesa índole. Desparrámanse como el humo, al ser vencidos, y se condensan como los vapores atmosféricos, para llover sobre el enemigo cuando menos este lo espera.

Bien pronto se entabló la lucha. Los guerrilleros atacaron con brío, como gente ofendida y rabiosa que quiere vengar un agravio. Los franceses se defendieron bien; mas no les fue posible contener a mis amigos, que tuvieron tiempo de acercarse en silencio y escoger la posición y el punto de ataque que les pareció más ventajoso. Un pelotón de imperiales, colocado al abrigo de una casucha inmediata al edificio en que yo estaba, resistieron con sublime denuedo; pero no tenían los franceses bastante gente, y los de Sardina entraron por distintos puntos de la aldea atropellándolo todo. No he visto nunca mayor saña para acorralar y destruir a un enemigo que se replega y cede después de haber hecho colosales esfuerzos. Los empecinados no daban cuartel a nadie y ¡ay de aquel que se oponía a su paso!Cuando entraron victoriosos en el patio, grité con toda la fuerza que me permitía mi voz:

-¡Aquí, bravos compañeros! Dadme un sable, que todavía os puedo ayudar. En la cuadra de la derecha se han escondido algunos... Otros tratan de escaparse por el arroyo... ¡A ellos! Rematadlos.

Me sentí poseído del trágico furor de la matanza, y las crueldades de mis camaradas con los franceses enardecían mi alma. En medio del patio, un espectáculo terrible puso límite a mi exaltación. Un hombre bajó precipitadamente de las habitaciones altas. Era el comandante francés. Viendo a los suyos que saltaban las tapias para huir, o se escondían en los sótanos, gritó blandiendo el sable:

-Deteneos, miserables, y ved aquí a qué precio vende su vida un guerrero de las Pirámides y de Austerliz.

Y acometió a los nuestros con furia, más propia de leones que de hombres.

-¡Atrás, bandidos! -gritaba-. No hay más rey de España que José I.

Diciendo esto, cayó en tierra para no levantarse más.

Poco después me estrechaba en sus brazos el bravo y noble Sardina.