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Juvenilia (Segunda edición)/Capítulo 14

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Una mañana vagábamos en el claustro, asombrados que hubiese pasado un cuarto de hora del momento infalible en que M. Jacques se presentaba. De pronto, un grito penetrante hirió nuestros oídos; conocí la voz de Eduardo Fidanza, uno de los discípulos más distinguidos del Colegio. Corrí a la portería y encontré a Fidanza pálido, desencajado, repitiendo como en un sueño: "¡Monsieur Jacques ha muerto!" La impresión fue indescriptible; se nos hizo un nudo en la garganta y nos miramos unos a otros con los rostros blancos, lívidos, como en el momento de una desventura terrible. El portero había recibido orden de no dejarnos salir; lo echamos violentamente a un lado, y muchos, sin sombrero, desolados, corrimos a casa de M. Jacques.

Estaba tendido sobre su cama, rígido, y con la soberbia cabeza impregnada de una majestad indecible. La muerte lo había sorprendido al llegar a su casa después de una noche agitada. El rayo de la apoplejía lo derribó vestido, sin darle tiempo para pedir ayuda. Tendía su mano derecha fuera de la cama; uno por uno, por un movimiento espontáneo, nos fuimos arrodillando y posando en ella los labios, como un adiós supremo a aquel a quien nunca debíamos olvidar. Su espíritu liberal, abierto a todas las verdades de la ciencia, libre de preocupaciones raquíticas, ha ejercido su influencia poderosa sobre el de todos sus discípulos.

Lo llevamos a pulso hasta su tumba, y levantamos en ella un modesto monumento con nuestros pobres recursos de estudiantes. Duerme el sueño eterno al abrigo de los árboles sombríos, no lejos del sitio donde reposan mis muertos queridos. Jamás voy a la tumba de los míos sin pasar por el sepulcro del maestro y saludarlo con el respeto profundo de los grandes cariños.