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La busca/Parte II/VI

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V
La busca
de Pío Baroja
VI
VII

VI

Roberto en busca de una mujer - El Tabuenca y sus artificios - Don Alonso o el Hombre-boa


Unos meses después se presentó Roberto en la Corrala, a la hora en que Manuel y los de la zapatería tornaban de su trabajo.

-¿Tú conoces al señor Zurro? -preguntó Roberto a Manuel. -Sí; aquí al lado vive.

-Ya lo sé; quisiera hablarle.

-Pues llame usted, porque debe estar.

Acompáñame tú.

Llamó Manuel, les abrió la Encarna y pasaron adentro. El señor Zurro leía el periódico a la luz de un velón en su cuarto, un verdadero almacén repleto de bargueños viejos, arcas apolilladas, relojes de chimenea y otra porción de cosas. Se ahogaba allí cualquiera; no se podía respirar ni dar un paso sin tropezar con algo.

-¿Es usted el señor Zurro? -preguntó Roberto.

-Sí.

-Yo venía de parte de don Telmo.

-¡De don Telmo! -repitió el viejo, levantándose y ofreciendo una silla al estudiante-. Siéntese usted. ¿Cómo está ese buen señor?

-Muy bien.

-Es muy amigo mío -siguió diciendo el Zurro-. ¡Vaya! Ya lo creo. Pero usted me dirá lo que desea, señorito. Para mí, basta que venga usted de parte de don Telmo para que yo haga lo que pueda por servirle.

-Lo que yo deseo es informarme del paradero de una muchacha volatinera que vivió hace cinco o seis años en una posada de estos barrios, en el mesón del Cuco.

-¿Y usted sabe cómo se llamaba la muchacha?

-Sí.

-¿Y dice usted que vivió en el mesón del Cuco?

-Si, señor.

-Yo conozco alguno que vive ahí -murmuró el ropavajero.

-Sí; es verdad -repuso la Encarna.

-Aquel hombre de los monos, ¿no vivía allá? -preguntó el señor Zurro.

-No; era la Quinta de Goya -contestó su hija.

-¡Pues, señor!... Espere usted un poco, joven...; espere usted.

-¿No será el Tabuenca el que vive allá, padre? -interrumpió la Encarna.

-Ése es; ese mismo. El Tabuenca. Vaya usted a verle. Dígale usted

-añadió el señor Zurro, dirigiéndose a Roberto- que va de mi parte. Es un tío de mal genio, muy cascarrabias. Se despidió Roberto del ropavejero y de su hija, y salió con Manuel a la galería de la casa.

-¿Y dónde está el mesón del Cuco? -preguntó.

-Por ahí, por las Yeserías -le dijo Manuel.

Acompáñame; luego cenaremos juntos -dijo Roberto.

-Bueno.

Fueron los dos al mesón, colocado en un paseo a aquellas horas desierto. Era casa grande, con zaguán a estilo de pueblo y patio lleno de carros. Preguntaron a un muchacho. El Tabuenca acababa de llegar -les dijo-. Entraron en el zaguán, iluminado por un farol. Allí había un hombre.

-¿Vive aquí uno a quien llaman el Tabuenca? -preguntó Roberto.

-Sí. ¿Qué hay? -dijo el hombre.

-Pues que quisiera hablarle.

-Puede usté hablar, porque el Tabuenca soy yo.

Al volverse éste, la luz del farol de petróleo, colgado en la pared, le di¿ en la cara, y Roberto y Manuel le miraron con extrañeza. Era tipo apergaminado, amarillento; tenía una nariz absurda, nariz arrancada de cuajo y sustituida por una bolita de carne. Parecía que miraba al mismo tiempo con los ojos y con los dos agujeros de la nariz. Estaba afeitado, vestido decentemente y con una boina de visera verde.

El hombre oyó con displicencia lo que le indicó Roberto; después encendió un cigarro y tiró lejos el fósforo. A causa, sin dura, de la exigüidad de su órgano nasal, se veía en la necesidad de tapar con los dedos las ventanas de la nariz para poder fumar.

Roberto creyó que el hombre no había entendido su pregunta y la repitió dos veces. El Tabuenca no hizo caso; pero, de repente, presa de la mayor indignación, tiró el cigarro con furia y empezó a blasfemar con voz gangosa, voz de gaviota, y a decir que no comprendía por qué le molestaban con cosas que a él no le importaban nada.

-No chille usted tanto -le dijo Roberto, molestado con aquella algarabía-;van a creer que hemos venido a asesinarle a usted, lo menos.

-Chillo, porque me da la gana.

-Bueno, hombre, bueno; chille usted lo que quiera.

A mí no me dices tú eso, porque te ando en la cara -gritó el Tabuenca.

-¿Usted a mí? -replicó, riéndose, Roberto; y añadió, dirigiéndose a Manuel: -Me hacen la santísima los hombres sin nariz, y a este tío chato le voy a dar un disgusto.

Se retiró el Tabuenca, decidido, y salió al poco rato con un bastón de estoque, que desenvainó; Roberto buscó por todas partes algo para defenderse, y encontró una vara de un carretero; el Tabuenca tiró una estocada a Roberto, y éste la paró con la vara; volvió a tirarle otra estocada, y Roberto, al pararla, rompió el farol del portal y quedaron a oscuras. Roberto comenzó a hacer molinetes con su vara, y debió de dar una vez al Tabuenca en algún sitio delicado, porque el hombre empezó a gritar horriblemente:

-¡Asesinos! ¡Asesinos!

En esto se presentaron unas cuantas personas en el zaguán, y entre ellas un arriero gordo, con un candil en la mano.

-¿Qué pasa? -preguntó.

-Estos asesinos, que me quieren matar -gritó el Tabuenca.

No hay nada de eso -repuso Roberto con voz tranquila-, sino que hemos venido a preguntarle una cosa a este tío, y, sin saber por qué, ha empezado a gritar y a insultarme.

-Y te andaré en la cara -interrumpió el Tabuenca.

Pues venga usted de una vez; no se quede con las ganas -replicó Roberto.

-¡Granuja! ¡Cobarde!

-Usted sí que es cobarde. Tiene usted tan pocos riñones como poca nariz.

El Tabuenca engarzó una porción de insultos y blasfemias, y, volviendo la espalda, se fue.

-¿Y a mí quién me paga el farol? -preguntó el arriero.

-¿Cuánto vale? -dijo Roberto.

-Tres pesetas.

-Ahí van.

-Ese Tabuenca es un boceras -dijo el arriero del candil, al recibir el dinero-. ¿Y qué es lo que querían ustedes?

-Preguntarle por una mujer que vivió aquí hace años y que era volatinera. ‘

-Eso, don Alonso, el Titiri, quizá lo sepa. Si quieren, díganme ustedes adónde van, y yo le encargaré al Titiri que les busque.

-Bueno; pues dígale usted que le esperamos en el café de San Millán, a las nueve -dijo Roberto.

-¿Y cómo le vamos a conocer a ese hombre? -preguntó Manuel.

-Es verdad -dijo Roberto-; ¿cómo le vamos a conocer?

-Muy fácilmente. El suele andar, de noche, por los cafés con un aparato de esos para oír canciones.

-¿Un fonógrafo?

-Eso es.

En esto apareció en el portal una vieja, que vino gritando:

-¿Quién ha sido el hijo de la grandísima perra que ha roto el farol?

-Calla, calla -le contestó el arriero-,que está todo arreglado.

-¡Hala, vamos! -dijo Manuel a Roberto.

Los dos salieron de la posada y echaron a andar de prisa. Entraron en el café de San Millán. Roberto pidió de cenar. Manuel conocía al Tabuenca de verle por las rondas, y explicó a Roberto la clase de tipo que era mientras cenaban.

El Tabuenca vivía de una porción de artificios construidos por él.

Cuando notaba que el público se cansaba de una cosa, sacaba otra al mercado, y así iba tirando. Uno de estos artificios era una rueda de barquillero, que daba vueltas por un círculo de clavos, entre los cuales había escritos números y pintados colores. Esta rueda la llevaba su dueño en una caja de cartón, que tenía dos tapas, divididas en cuadritos con números y colores, donde se apuntaba, y que correspondían a los números puestos alrededor de los clavos. Solía llevar el Tabuenca en una mano la caja cerrada y en la otra una mesita de tijera. Colocaba sus trastos en el rincón de una calle, hacía girar la rueda y, con una voz gangosa, murmuraba:

-¡Ande la reolina! Hagan juego, señores... Hagan juego. Número o color... número o color... hagan juego.

Cuando había ya bastantes puestas, lo que era frecuente, daba el Tabuenca a la rueda del barquillero, diciendo al mismo tiempo su frase:

«¡Ande la reolina!». Saltaba la ballena en los clavos, y antes que se detuviera, ya sabía el hombre el número y el color que ganaban, y decía:

«El siete encarnado», o «el cinco azul», y siempre acertaba...

Mientras Manuel hablaba, Roberto parecía pensativo.

-¿Ves? -dijo de pronto-. Estas dilaciones son las que aburren; se tiene un caudal de voluntad en billetes, en onzas, en grandes unidades, y se necesita la energía en céntimos, en perros chicos. Lo mismo sucede con la inteligencia; por eso fracasan muchos ambiciosos, inteligentes y enérgicos. Les falta las fracciones, les falta también, en general, el talento para disimular sus fuerzas. Poder ser estúpido en ocasiones, sería más útil probablemente que poder ser discreto en otras tantas.

Manuel, que no comprendía el motivo de aquel chaparrón de frases, se quedó mirando atónito a Roberto, quien volvió a sumirse en sus cavilaciones.

Permanecieron los dos silenciosos largo tiempo, cuando entró en el café un hombre alto, flaco, de pelo entrecano y bigote gris.

-¿Será éste el Titiri, ese don Alonso? -preguntó Roberto.

-Quizá.

El hombre flaco pasó por delante de todas las mesas, mostrando una cajita, y diciendo: « Novedé, novedé».

Iba a salir cuando le llamó Roberto.

-¿Usted vive en el mesón del Cuco? -le preguntó.

-Sí, señor.

-¿Es usted don Alonso?

-Para servirle.

-Pues le estábamos esperando. Siéntese usted; tomará usted café con nosotros.

El hombre se sentó. Tenía un aspecto cómico, mezcla de humildad, de fanfarronería y de jactancia triste. Miró el plato que acababa de dejar Roberto, en donde quedaba todavía un trozo de carne asada.

-Perdón -le dijo a Roberto-. ¿Usted no piensa concluir este trozo? ¿No? Entonces... con su permiso -y cogió el plato, el tenedor y el cuchillo.

-Le traerán a usted otro bistec -dijo Roberto.

-No, no. Si es un capricho; me ha parecido que esta carne debía estar buena. ¿Me quieres dar un pedazo de pan? -añadió, dirigiéndose a

Manuel-. Gracias, joven, muchas gracias.

Tragó el hombre la carne y el pan en un momento.

-¿Qué? ¿Queda un poco de vino? -preguntó sonriendo.

-Sí -contestó Manuel, vaciando la botella en la copa.

-Ol rait -dijo el hombre al beberla-. ¡Señores! A su disposición. Creo que querían preguntarme algo.

-Sí.

-Pues a su disposición. Me llamo Alonso de Guzmán Calderón y Téllez.

Aquí donde me ven ustedes, he sido director de un circo en América, he viajado por todas las tierras y todos los mares del mundo; ahora estoy sufriendo un temporal deshecho; por las noches ando de café en café con este fonógrafo, y por la mañana llevo un juego de esos de martingala, que consiste en una torre Infiel con un espiral. Por debajo de la torre hay un cañón con resorte que lanza una bola de hueso por la espiral arriba, y cae luego en un tablero lleno de agujeros y de colores. Esa es mi vida.

¡Yo! ¡El director de un circo ecuestre! He venido a parar en esto, en ayudante del Tabuenca. ¡Qué cosas se ven en el mundo!

-Quería yo preguntarle -interrumpió Roberto- si por haber vivido en el mesón del Cuco conocía usted a una tal Rosita Buenavida, volatinera.

-¡Rosita Buenavida! ¿Dice usted que esa mujer se llamaba Rosita Buenavida?... No, no recuerdo... Tuve en mi compañía una Rosita, pero no se llamaba Buenavida; mejor se hubiera llamado Mala vida y costumbres.

-Quizá varió de apellido -dijo Roberto impacientado-. ¿Qué edad tenía la Rosita que conoció usted?

-Pues le diré a usted; yo fui a París el sesenta y ocho, contratado al circo de la Emperatriz. Yo era entonces contorsionista, y en los carteles me llamaban el Hombre-boa; luego me hice malabarista, y adopté el nombre de don Alonso. Alonso es mi nombre. A los cuatro meses, Pérez y yo, Pérez ha sido el gimnasta más grande del mundo, fuimos a América, y dos o tres años después conocía a Rosita, que entonces tendría veinticinco o treinta.

-De manera que la Rosita que usted dice tendría ahora sesenta y tantos -dijo Roberto-; la que yo busco tendrá, a lo más, treinta.

-Entonces no es ella. ¡Caramba, cuánto lo siento! -murmuró don Alonso, agarrando el vaso de café con leche y llevándoselo a los labios, como si tuviera miedo de que se lo fuesen a quitar-. ¡Y qué bonita era aquella chiquilla! Tenía unos ojos verdes como los de un gato. Una monada, una verdadera monada.

Roberto había quedado pensativo; don Alonso prosiguió hablando, dirigiéndose a Manuel:

-No hay vida como la del artista de circo -exclamó-. No sé la profesión de ustedes, y no quiero rebajarla; pero donde esté el arte... ¡Aquel París, aquel circo de la Emperatriz, no los olvidaré nunca! Verdad es que Pérez y yo tuvimos suerte: hicimos furor allá, y no digo nada lo que eso supone. ¡Oh! Era una cosa... Una noche, después de trabajar, se encontraba uno con un recado: «Se le espera en el café tal». Iba uno allá y se encontraba uno con una mujer de la jai laif, una mujer caprichosa, que convidaba a cenar... y a todo lo demás. Pero vinieron otros gimnastas al circo de la Emperatriz; nosotros dejamos de ser novedad, y el empresario, un yanqui que tenía una porción de compañías, nos dijo a Pérez y a mí si queríamos ir a Cuba. Adelante -dije yo-, Ol rait.

-¿Ha estado usted en Cuba? -preguntó Roberto, saliendo de su abstracción.


-¡He estado en tantos sitios! -contestó, con aire de superioridad, el antiguo Hombre-boa-. Nos embarcamos en el Abre -siguió diciendo don Alonso- en un barco que se llamaba la Navarr, y estuvimos en La Habana durante unos ocho meses; trabajando allí, nos salió un negocio de una lotería, y Pérez y yo ganamos veinte mil pesos oro.

-¡Veinte mil duros! -dijo Manuel.

-¡Cabalito! A la semana siguiente ya los habíamos perdido, y nos encontrábamos Pérez y yo sin un centavo. Pasábamos unos días alimentándonos de guayaba y de ñame, hasta que encontramos en el muelle de La Habana unos gimnastas que estaban más arruinados que el verbo y nos reunimos a ellos. Era gente que no trabajaba mal; había acróbatas, clauns, pantomimistas, barristas y una equiyer francesa; formamos una compañía e hicimos una turné por los pueblos de la isla; pero una turné morrocotuda. ¡Cómo nos obsequiaban en aquella tierra! «Pase, mi amigo, y tomará una copa». «Muchísimas gracias». «No me desaire el señó; vamo a tomá una copa en eta cantina, ¿no? ...» Y la bebida andaba que era un gusto. Como yo era el único de la cuadrilla que sabía hacer cuentas, he tenido educación -añadió don Alonso-, mi padre fue militar, me nombré director. En uno de los pueblos reforcé la compañía con una bailarina y un Hércules. La bailarina se llamaba Rosita Montañés; de ésta me he acordado cuando me hablaban ustedes de esa Rosita que buscan. La Montañés era española y estaba casada con el Hércules, un italiano, Napoleó Pitti, de nombre. El matrimonio llevaba como secretario a un galleguito muy inteligente, pero detestable como artista, y la Rosita y él se la pegaban al Hércules. No era esto difícil, porque Napoleó era uno de los hombres más brutos que he conocido; como fuerte, no había otro: tenía una espalda como una pared maestra; las orejas, aplastadas por los puñetazos del boxeo; era un barbarote, y es lo que se dice: «al hombre, por la palabra, y al buey, por el asta»; y el galleguito le llevaba al Hércules por el asta. El condenado marusiño me engañó a mí también, aunque no como al Hércules, pues siempre he sido soltero, gracias a Dios, parte por aprensión y parte por cálculo; y mujeres no me han faltado -dijo don Alonso, con jactancia.

»¿En qué iba? ¡Ah, sí! Yo no sabía el inglés; la condenada lengua esa, aunque no es muy difícil, no me entraba; tenía necesidad de un intérprete, y nombré al gallego secretario de la compañía y taquillero. Así, juntos, estuvimos cerca de un año, y al cabo de este tiempo llegamos a una isla inglesa que está cerca de la Jamaica. El gobernador de la isla, un inglés más barbián que el mundo, con unas patillas que parecían de fuego, me llamó al desembarcar; y como no había sitio para que trabajáramos nosotros, habilitó la escuela municipal, que era un palacio, y mandó tirar todos los tabiques y hacer la pista y las gradas. En el pueblo, sólo los negros iban a aquella escuela; y estas criaturas, ¿para qué quieren saber leer y escribir?

»Llevábamos allá un mes, y, a pesar de que no pagábamos el local, de que solía estar lleno todas las tardes, de que no teníamos apenas gastos, no ganábamos. ¿En qué consistirá? -me decía yo continuamente-. Un misterio.

-¿Y en qué consistía? -preguntó Manuel.

Ahora voy. Antes hay que explicar que el gobernador de las patillas rojas se enamoró de la Rosita, y, sin andarse por las ramas, se la llevó a su palacio. El pobre Hércules mugía, rompía los platos con los dedos y desahogaba su dolor y su rabia haciendo barbaridades.

»El gobernador, muy campechano, nos invitaba al galleguito y a mí a su palacio, y allí, en un jardín que tenía con cedros y palmeras, solíamos preparar el programa de las funciones y nos entreteníamos en tirar al blanco, mientras fumábamos unos tabacos admirables y bebíamos copas de ron. Hacíamos la corte a Rosita, y ella se reía como una loca, y bailaba el tango, la cachucha y el vito, y le faltaba al inglés una barbaridad de veces; un día me dijo el gobernador, que me trataba como a un amigo:

“Ese secretario de usted le roba”. “Creo que sí”, le contesté. “Esta noche tendrá usted la prueba.

»Concluimos la función; me fui a casa, cené e iba a acostarme, cuando viene un negrito y me dice que le siga; bueno: lo hago; salimos los dos: nos acercamos al circo, y en una cantina próxima veo al gobernador y al jefe de policía del pueblo. Hacía una noche de luna muy hermosa; en la cantina no había luz; esperamos, y esperamos, y de pronto aparece un bulto, y se cuela por una ventana del circo. “For uer” -murmuró el gobernador-. Esto quiere decir: ¡Alante! -añadió don Alonso.

»Nos acercamos los tres, y por la misma ventana pasamos sin hacer ruido; llegamos, de puntillas, al portal de la antigua escuela, que hacía de vestíbulo del circo, y que era donde estaba la taquilla, y vemos al secretario con una linterna en la mano, registrando la caja. “-¡Alto a la autoridad!” -gritó el gobernador-, y, con el revólver que llevaba en la mano, disparó un tiro al aire. El secretario quedó paralizado, mirándonos; el gobernador entonces le apuntó con el arma al pecho y volvió a disparar a boca de jarro; el hombre vaciló, dio una vuelta en el aire y cayó muerto.

»El gobernador estaba celoso, y la verdad es que la Rosita quería al secretario. Yo no he visto en mi vida un dolor tan grande como el de aquella mujer cuando encontró a su amante muerto. Lloraba y se arrastraba dando unos lamentos que partían el alma. Napoleó lloró también.

»Enterramos al secretario, y a los cuatro o cinco días del entierro nos comunicó el jefe de policía de la isla que la escuela no podía estar más tiempo haciendo de circo, y que nos fuéramos. Obedecimos la orden, porque no había más remedio, y durante un par de años estuvimos andando por pueblos del centro de América, del Yucatán y de México, hasta que en Tampico se deshizo la compañía. Como allá no había medio de trabajar, Pérez y yo nos embarcamos para Nueva Orleáns.

-Hermoso pueblo, ¿eh? -dijo Roberto.

-Hermoso. ¿Ha estado usted allí?

-Sí.

-Hombre, ¡cuánto me alegro!

-Qué río, ¿eh?

-¡Un mar! Pues voy a mi historia. La primera vez que trabajamos en la ciudad, señores, ¡qué éxito! El circo era más alto que una iglesia; yo le dije al carpintero: «Pon el trapecio nuestro lo más alto posible»; y después de hacer esta recomendación, me fui a comer.

»En nuestra ausencia llegó al circo el empresario y preguntó:

Es que los gimnastas españoles quieren trabajar a esa altura?” “Eso han dicho” -le contestó el carpintero. “-Que les avisen que no quiero ser responsable de una barbaridad semejante”.

»Estábamos Pérez y yo en el hotel, y nos dan el recado de que fuéramos en seguida al circo. “-¿Qué pasará?” -me preguntó mi compañero-. “-Ya verás -le dije yo- cómo nos van a exigir que bajemos el trapecio”.

»Efectivamente; vamos Pérez y yo al circo, y vemos al empresario. Era eso lo que quería. “-Nada -le dije-, aunque venga el mismísimo presidente de la República de los Estados Unidos con su señora madre, no bajo el trapecio ni una pulgada. “-Pues se le obligará a usted”. “-Lo veremos.”

Llamó el empresario a uno de policía; le enseñé yo a éste el contrato, y me dio la razón: me dijo que mi compañero y yo teníamos el perfecto derecho de rompernos la cabeza...

-¡Qué país! -murmuró irónicamente Roberto.

-Tiene usted razón -dijo en serio don Alonso-. ¡Qué país! ¡Eso es adelanto!

»Por la noche, en el circo, antes de debutar, estábamos Pérez y yo oyendo los comentarios del público. “-Pero esos españoles, ¿van a trabajar a esa altura?” -se preguntaba la gente-. “-Se van a matar”.

Nosotros tan tranquilos, sonriendo.

»Íbamos a salir a la pista, cuando se nos acerca un señor de sotabarba marinera, sombrero de copa de alas planas y carrick, y gangueando mucho, nos dice que nos podía suceder una desgracia trabajando tan alto, y que, si queríamos, podíamos asegurar la vida, para lo cual no había más que firmar unos papeles que llevaba en la mano. ¡Cristo! Me quedé muerto; sentí ganas de estrangular al tío aquel.

»Temblando y haciendo de tripas corazón, salimos Pérez y yo a la pista.

Tuvimos que darnos colorete. Llevábamos un traje azul, cuajado de estrellas plateadas; una alusión a la bandera del Unichs Steis; saludamos, y arriba por la cuerda.

»Al principio, yo creí que me caía; se me iba la cabeza, me zumbaban los oídos; pero con los primeros aplausos se me olvidó todo, y Pérez y yo hicimos los ejercicios más difíciles con una precisión admirable. El público aplaudía a rabiar. ¡Que tiempos!

Y el viejo gimnasta sonrió; luego hizo una mueca de amargura; se le humedecieron los ojos; parpadeó para absorber una lágrima, que escapó al fin y corrió por la mejilla terrosa.

-Soy un tonto; no lo puedo remediar -murmuró don Alonso para explicar su debilidad.

-¿Y siguieron ustedes en Nueva Orleáns? -preguntó Roberto.

Allí -contestó don Alonso- nos contrató a Pérez y a mí una gran empresa de circos de Niu Yoc, que tenía veinte o treinta compañías andando por toda América. Ibamos en un tren especial todos los gimnastas, bailarinas, equiyeres, acróbatas, pantomimistas; clauns, contorsionistas, Hércules... La mayoría eran italianos y franceses.

-Habría mujeres guapas, ¿eh? -dijo Manuel.

-¡Uf..., así! -contestó don Alonso, uniendo sus dedos-. ¡Mujeres con unos músculos!... Era una vida como no hay otra -añadió, volviendo a su tema melancólico-. Se tenía dinero, mujeres, trajes... y, sobre todo, la gloria, el aplauso...

Y el gimnasta quedó entusiasmado, mirando fijamente a un punto.

Roberto y Manuel le contemplaban con curiosidad.

-Y a la Rosita, ano la volvió usted a ver más? -preguntó Roberto.

-No; me dijeron que se había divorciado de Napoleó para casarse de nuevo en Beustón con un millonario del Oeste. Las mujeres... ¿Quién se fía de ellas?... Pero, señores, son las once. Perdonen ustedes; me tengo que marchar. ¡Muchas gracias! ¡Muchísimas gracias! -murmuró don Alonso, apretando con efusión la mano de Roberto y la de Manuel-. Ya nos veremos otra vez, ¿verdad?

-Sí; nos veremos -contestó Roberto.

Don Alonso cogió su fonógrafo en la mano y pasó por entre las mesas repitiendo su frase: ¡Novedé! ¡Novedé! Luego, después de saludar nuevamente a Roberto y a Manuel, desapareció.

-Nada, no se averigua nada -murmuró Roberto-. Vaya, adiós; hasta otro día.

Manuel quedó solo, y pensando en las historias de don Alonso y en los misterios de Roberto, se fue al Corralón a acostarse.