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La campana de Huesca: 29

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La campana de Huesca
de Antonio Cánovas del Castillo
Capítulo XXVIII

Capítulo XXVIII

Donde se continúa en algo la materia del anterior, y así como al descuido, se aclaran sucesos no bien explicados hasta ahora


Y así fue temido el monje
con el son de esta campana.


(Romance viejo)


Poco después el rey don Ramiro y el conde don Berenguer, acompañados de muchos caballeros catalanes y aun algunos aragoneses, que habían estado esperando a juntarse con el más poderoso, llegaron al gran salón donde solían darse las regias audiencias. Grande fue el asombro de todos cuando le hallaron solo.

-Pensé -dijo el rey- hallarle ocupado por los ricoshombres, y que me disputasen desde aquí todavía el poder que heredé de mis abuelos, ya que no osaron disputarme las puertas.

-No me coge de sorpresa -dijo Berenguer-. Harto os dije antes de avistar estas torres de Huesca lo que luego punto por punto ha acontecido. Ya os anuncié yo que los ricoshombres, al vernos en armas, no osarían aguardar un momento, y la plebe y gente menuda, entregada a sí misma, abriría, como sin duda ha abierto, las puertas, y os aplaudiría con entusiasmo. Conozco a los magnates y al vulgo, que son iguales en todas partes; sobre todo el vulgo, que aplaude siempre al que triunfa, y que si ayer os menospreciaba porque os veía humilde y bueno, hoy ha de adoraros si os ve robusto y terrible.

-Tales lecciones -respondió don Ramiro- podéis vos aprovecharlas, que habéis de ser rey de Aragón en adelante, porque lo que es a mí, buen conde, pocos días me restan, por divina merced, de serlo.

El conde hizo una afectuosa reverencia al rey, y en aquel momento, mismo abriose cierta portezuela que había en el fondo del salón, y apareció Aznar seguido un de Fortuñón y de otros almogávares.

- ¡Aznar! -gritó al momento el rey-. ¿Qué fue de los ricoshombres? ¿Se han salido de Huesca? ¿Piensan hacer resistencia en sus castillos? ¿Huyeron cobardemente? ¿Y la reina? ¿Y mi hija?

-Los ricoshombres, señor -respondió Aznar gravemente-, no os molestarán más en esta vida, ni más levantarán contra vos las cabezas.

-¿Se han allanado, Aznar? -repuso el rey-. ¿Pues cómo no me avisaste de ello, según lo convenido? Corred al punto y disponed que nadie sea osado de tocar a uno solo de los ricoshombres, dondequiera que se hallen -dijo volviéndose a los de su comitiva.

Luego añadió:

-Y ¿cómo no cumplisteis mi encargo, Aznar? Creí que, allanados los ricoshombres, lo primero que oiría Huesca sería el son de esa campana de San Pedro, que con su sonido me llamase a mí al monasterio, ya que a ellos los había llamado a la sumisión y lealtad que me deben. Y aun ha estado en poco que no entrase a hierro y saco en esta ciudad fidelísima, que, lejos de ofrecerme resistencia, me ha abierto esa puerta del alcázar, y me está colmando de bendiciones. Sobre todo, a tus hermanos los almogávares, que conmigo vienen, Aznar, no sé cómo he podido contenerlos. Todavía me temo que hagan algún agravio; y cierto que sería para mí nueva desdicha -añadió suspirando.

-En cuanto a lo de la campana -respondió Aznar sin levantar los ojos del suelo, pero con grande aplomo-, no habéis de echarla de menos; porque si vos no la habéis sentido, sentida será en todo Aragón, y aun en todo el mundo. Venid, señor, y veréis qué tal campana he dispuesto.

Y echó a andar hacia la portezuela que había quedado abierta. Él rey y el conde le siguieron sin darse cuenta de aquellas extrañas palabras; bajaron algunos escalones, y se encontraron en el aposento que ya conocen nuestros lectores allí, donde la noche anterior dejó Castana a los almogávares.

La escasa luz de mediodía que alumbraba aquella lóbrega habitación puso delante de los ojos del rey y del conde un inesperado y horrorísimo espectáculo. Ambos, rey y conde, prorrumpieron en una exclamación terrible, no bien lo alcanzaron sus ojos. En derredor del garfio que colgaba del punto céntrico, de la bóveda, mirábanse catorce cabezas recién cortadas imitando en su colocación la figura de una campana: en lo interior de aquella extraña campana colgaba otra cabeza que hacía como de badajo, la cual reconocieron los presentes por del arzobispo Pedro de Luesia; las demás eran de Lizana, de Roldán, de Vidaura, de Gil de Atrosillo y del resto de los ricoshombres rebeldes.

Debajo había una enorme piedra que debía de servir de tajo para partir las gargantas; y en pie, junto a ella, se miraban dos negros de infernal catadura, con los alfanjes desnudos y goteando sangre: eran Yussuf y Assaleh, los esclavos del conde de Barcelona.

Más lejos estaban los troncos descabezados, y llenos de heridas algunos, entre los cuales se veían los cadáveres de no pocos almogávares que debieron de sucumbir en lid, porque estaban también acribillados de heridas.

Don Ramiro y don Berenguer retrocedieron desde luego, involuntariamente, y no pudiendo sufrir por mucho tiempo la vista de aquel espectáculo, lleno el primero de horror, y de miedo, con repugnante gesto, el segundo, salieron de allí al punto volviéndose al salón donde antes estaban.

-¿Quién ha ejecutado estas muertes? ¿Por orden de quién se han ejecutado? -preguntó en tanto, por tres o cuatro veces, don Ramiro, con acento que señalaba al mismo tiempo horror y cólera.

Fortuñón, comprendiendo el engaño, maldijo de nuevo la abreviatura a que lo atribuía. Aznar se dejó caer, al fin, a los pies de su rey, y le puso en las manos el pergamino, diciéndole con voz casi desfallecida:

-Aquí está esto, señor, firmado al parecer de vuestra propia mano; yo forjé falsamente tal escrito, y engañé con él a estos leales servidores vuestros; yo soy, pues, el único autor de la justicia que acabáis de ver. Mi corazón me dice que he hecho bien; que eso y no otra cosa merecían los traidores; que de ese modo y no de otro podía serviros. Mas si me equivoqué, castigadme; que con haber quitado tantas cabezas rebeldes y haber librado de ellas al reino, moriré yo por mi parte contento.

-Levántate, Aznar -le contestó sollozando el rey-; levántate, y Dios te perdone como yo los nuevos remordimientos que tu mal hecho va a causarme, y el triste nombre con que he de pasar a la posteridad por tu culpa. Y Dios quiera no dártelos a ti muy grandes, porque al cabo has cumplido aquí hoy también aquella tu negra venganza. Pero ahora recuerdo que yo principalmente tengo la culpa, por haberte dicho que fue Lizana el matador de tu hermano. ¡Dios mío, Dios mío! ¿Qué va a ser de mí con tantos pecados a un tiempo?

En aquel momento apareció a la puerta Castana.

-¡Oh Castana, Castana! -continuó sin dejar de gemir el rey-. ¿Dónde está la reina, tu señora? ¿Dónde la princesa, mi hija?

Y añadió, acertando apenas a hablar:

-Soy más infeliz cada día, cada momento que pasa... La corona está maldita en mí... ¿Dónde, dónde se halla la princesa?

-La princesa está depositada en casa de Azlor -respondieron a un tiempo varias voces, sin dar tiempo a que hablase Castana.

-La reina -dijo por su lado esta- me envía deciros que os aguarda en sus aposentos.

-Ea, pues -repuso sin atender ya a Castana don Ramiro- Aznar y todos vosotros, vos Alqueizar, y vos, y vos -y al propio tiempo señalaba a los caballeros de su comitiva-, id a la casa de Azlor y traed acá a la princesa, a fin de que la vea y reconozca su tutor y futuro esposo el conde de Barcelona. Saludad desde ahora, aragoneses, a vuestro nuevo rey el buen don Berenguer, y a vuestra nueva reina doña Petronila.

Siguiose a estas palabras una aclamación inmensa.

El continente del conde, marcial y generoso, prevenía en su favor, de una parte; y de otra, el deseo de agradar en aquellos momentos al rey, ponía más aliento en todos los labios.

Y ninguno imaginó que, con aquel entusiasmo hacia los nuevos reyes, insultaba a los que entonces bajaban del trono; quizá la reina doña Inés, con su delicado instinto, hubiera comprendido este insulto.

Pero en tanto, las personas señaladas para traer a la princesa de casa de Azlor, se reunieron todas alrededor del rey, menos una: Aznar.

Ya hacía rato que Castana le buscaba con ojos inquietos entre la muchedumbre sin acertar con él.

Al ver ahora cuanto tardaba en reunirse con sus compañeros, el rey preguntó por él en voz alta, y nadie le respondió. Aznar se había hecho en un momento tan famoso, que su extraña ausencia excitó entre la multitud no poca curiosidad y sorpresa.

Por tres veces le llamó el rey; mas en ninguna de ellas respondió ni dio cuenta de su persona.

Y ¡oh facilidad prodigiosa del vulgo para forjar sucesos maravillosos! Cuando sonó la segunda pregunta del rey, ya dice el verídico cronista que corrían por la espaciosa sala varias versiones absurdas de su desaparición, sosteniendo estos que alados demonios le habían arrebatado de allí mismo para llevarle a pagar en los infiernos la muerte que había dado a los ricoshombres; opinando aquellos que, arrepentido y asombrado de su propio hecho, se había retirado de la concurrencia, manifestando a algunos, en confianza, que iba a consagrar al servicio de Dios lo que le quedase de vida.

Pero ni Aznar era para monje, ni el diablo se había tomado la molestia de pensar en él todavía.

La verdad era que el almogávar se miraba reclinado en la pared a un extremo de la sala, exánime, y, al parecer, sin vida.

Castana fue quien lo descubrió primero; ¿ni quién había de descubrir al amante primero que la mujer enamorada?

La pobre muchacha no pudo contener sus sentimientos, y sin respeto a los príncipes ni a la magnífica corte que allí estaba, se lanzó hacia el lugar donde descubrió al almogávar, gritando:

-¡Aznar! ¡Aznar!

La gente que había en el salón era tanta, que la doncella halló muchísimos obstáculos para abrirse camino.

Pero todos los ojos se fijaron en el punto hacia donde ella señalaba con las manos, y vieron a Aznar inmóvil, doblada la cabeza sobre el pecho, y apoyada la espalda en el muro.

El rey, aunque tan preocupado, no tardó en advertir el caso, y no recordando en aquel momento sino los grandes servicios que le debía, se adelantó hacia él presurosamente; todos los circunstantes le abrieron fácilmente el paso.

Entonces notaron muchos de los que miraban al almogávar a un tiempo, que por debajo del grosero capuchón de malla que vestía brotaba un torrente de sangre.

Castana se abrazó a él, exhalando profundos gemidos; el rey mandó llamar al punto a su físico, que era un hombre atezado y de sombrío semblante, el cual, con venir vestido a la cristiana, bien aparentaba haber nacido en las márgenes del Muluya, y haber estudiado en alguna de las escuelas famosas de Fez o de Córdoba.

El físico declaró que Aznar no estaba muerto, sino que se había desvanecido a causa de la mucha sangre que estaba perdiendo largo rato había, según las señales.

Tenía dos grandes heridas, en el pecho la una, y la otra en la cabeza, sin otros rasguños en diversas partes; su estado era verdaderamente grave, y el docto africano no se atrevió a responder de que sanase.

Al punto mandó don Ramiro, en el colmo ya del desconsuelo, que se le trasladase a una de las mejores habitaciones del alcázar; y dejando allí a todos sus caballeros y cortesanos, se entró por los aposentos solitarios a desahogar su corazón, más verdaderamente oprimido que nunca.

En tanto, Castana, separándose también de la corte, y olvidada de toda otra cosa, siguió al herido hasta su aposento; y allí pasó lo que quedaba de día y la noche entera, atendiendo a su respiración, a su voz, a sus más pequeños movimientos.

La pobre muchacha había forjado tales castillos en el aire, que apenas acertaba a comprender ahora cómo estuviesen a punto de desplomarse o desvanecerse con su amor y ventura.

Mas el físico era implacable.

Cada vez que entraba a ver al herido, exclamaba, sin tener por nada en cuenta la presencia de Castana:

-Será difícil que sobreviva.

Y Castana prorrumpía en copioso llanto.

Sólo Fortuñón, el viejo Fortuñón, era quien la consolaba; aunque más de lo que de hombre como él podía esperarse, mostrábase también cuidadoso y afligido por su parte.

De cuando en cuando Castana y Fortuñón se apartaban del lecho, y en un rincón del aposento se comunicaban sus temores y esperanzas.

Castana no hablaba más que de la curación del herido, o de su pérdida, que sólo el imaginarla le desgarraba las entrañas. Fortuñón mezclaba con estas conversaciones ciertos pormenores sobre el suceso, que la sencilla doncella, sin curiosidad de saberlos, veíase forzada a escuchar hartas veces.

-Esa herida que tiene en la cabeza -decía aquel- debió de recibirla de manos de alguno de los hombres de armas que guardaban el alcázar. Figúrate que al alborear el día salimos del zaquizamí donde nos metiste, muy sigilosamente, y bajamos al patio. Las puertas estaban cerradas todavía, y aquí y allí tendidos en el suelo dormían algunos mesnaderos de los más osados. Uno solo había quedado de atalaya, y, ese, con el cansancio y la proximidad del nuevo día, malamente peleaba con el sueño, como que tenía ya los ojos cerrados y la cabeza inclinada en el muro. «Dispárale tu dardo», le dije yo a Aznar, señalando al atalaya; mas no quiso creerme, antes haciendo ascos de matarle dormido, se acercó a él silenciosamente y le echó mano a la partesana para desarmarle. Pero el condenado del hombre no estaba más que transpuesto un poco, y despertó en aquel momento, y le dio un golpe con la partesana, que el valiente Aznar no pudo evitar desde tan cerca. Y bien que lo pagó el de la atalaya, porque sentirse herido y derribarle muerto de un solo tajo de su espada fue todo uno para Aznar. A los otros pobretes los sorprendimos durmiendo como lirones, y los pusimos a buen recaudo en ciertos sótanos del alcázar; y desde el patio recorrimos los demás puestos, y a los que los aguardaban que bien serían en todo seis docenas, los encerramos con sus compañeros, de suerte que quedamos por dueños del recinto. Y luego, como si tal cosa, a la hora acostumbrada, abrimos la puerta que da a la ciudad y la que da al campo, y aguardamos así a los ricoshombres y al rey. ¡Buena jornada fue, por vida mía! Pero créeme, Castana, que bien que sea por todo extremo valeroso Aznar, fue mi saber y prudencia y larga práctica de asaltos y sorpresas quien trazó y guió bien la de esta real fortaleza. A mí me debe el rey lo más del triunfo.

Castana, en vez de contestarle, como que acaso ni siquiera le oía, de cuando en cuando suspiraba tristemente, o iba a visitar el lecho del herido; y luego tornaba a dar cuenta de sus observaciones a Fortuñón.

El viejo almogávar se obstinaba, no obstante, en consolarla a su manera, con sus eternas relaciones.

-Moribundo está, Castana -le decía-, pero júrote que con haber peleado en el Alcoraz y haber asistido en el cerco de esta ciudad de Huesca, que fue de moros, como tú sabes, júrote, digo, que no vi en mi vida mayor valentía que la de Aznar, ni corazón más determinado. ¡Cuenta que eran valientes los ricoshombres! Así no fueran ellos contra el rey, ni parecieran tan soberbios como eran animosos y diestros. Tengo para mí que eran de los mejores caballeros del mundo. Sábete que con estar más de treinta de los nuestros apostados en la gran sala adonde ellos iban entrando, hubo algunos a quienes no pudimos rendir, sino rindiendo ellos antes la vida. ¡Qué Roldán! ¡Qué Roldán! Él solo despachó a dos de los nuestros en un santiamén. Pues ¿y el viejo Lizana? Lastimábame el verle, a mí que le conocí en el Alcoraz, y no quise poner mano sobre él, y Lizana, como si no le embargasen los años, supo deshacerse de ellos sin daño alguno. Entonces Aznar se arrojó a él, y por largo rato lidiaron cuerpo a cuerpo, y cierto que era cosa muy de ver aquella lucha. Aznar como más joven, era más ágil; pero no estaba tan bien armado, ni con mucho, como Lizana, ni era tan diestro como él en manejar la daga. Ninguno de nosotros ayudó a Aznar porque él lo prohibió expresamente; pero este tuvo a Dios de su parte, y derribó a su contrario, aunque a costa de esa herida del pecho que tanto mal le causa. Aun me parece oír a Lizana, cuando en el momento de expirar dijo, alzando los ojos al cielo: «Dios mío, tú que me dejaste ver el peligro, ¿por qué me cegaste tanto los ojos cuando lo tenía cerca, para que no lo viese ni pudiese evitarlo? ¿Qué vale esta prudencia de los años si no ha de servir más que para antever el mal, sin acertar casi nunca a remediarlo? ¡Dios mío, Dios mío, conserva para mis hijos la libertad de Aragón!». No pudo decir más, porque yo, que aunque muy atentamente le estaba oyendo, por no verla más padecer, ya que había de morir de todos modos, tomé sobre mí el doloroso encargó de acabarle de un golpe.

-¡Qué horror! -exclamó al oír este rasgo de compasión guerrera Castana.

Pero, sin embargo, en otra ocasión habría sentido su alma llena de orgullo al oír tales relaciones; porque son pocas las mujeres que no estiman el valor sobre todas las cosas, y en el siglo XII, bien pudiera decirse que era la mayor de las virtudes para enamorar corazones femeniles.

En el trance en que estaba Aznar, tales relaciones más bien afligían, naturalmente, que no daban consuelo alguno a la sensible amante.

Y según dice el cronista, así pasaron dos, cuatro, seis días sin notarse al parecer grande alivio en el almogávar; siempre Castana suspirando y Fortuñón relatando, sin otra esperanza ni compañía que la del físico renegado, el cual, o no respondía, o respondía mal a las preguntas que le hacían los vigilantes enfermeros, y a las de cualquier paje o caballero que por sí, o de parte del rey, venía a enterarse de la salud de Aznar.

Pero, al cabo, el alivio del enfermo fue ya incesante y claro. Y el médico mismo declaró que antes de mucho podría darle otra vez por sano.

Un día en que se mostraba ya muy animado, Castana salió por un momento, el viejo Fortuñón se durmió profundamente, y cuando volvió ella, y cuando él despertó, se hallaron vacío el lecho del enfermo; Aznar había desaparecido.

Castana y Fortuñón se devanaban los sesos por acertar las causas de aquella extraña desaparición; pero sólo pudieron saber, por el pronto, que uno de los escuderos que solían acudir a visitarle había entrado en el aposento, y que no bien se marchó este, se levantó detrás de él Aznar, aunque descolorido y tan flaco, que no parecía que pudiese dar un paso. Sin embargo de lo cual, supieron también, a ciencia cierta, que salió muy apresuradamente de la estancia.