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La corte de Carlos IV/IX

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IX

Al despertar en la mañana siguiente, acudieron en tropel a mi pensamiento todas las ideas y las imágenes que me habían agitado la noche anterior. La inclinación hacia mi persona que suponía en Amaranta, me trastornaba el juicio como verá el amigo lector, si le cuento los disparates que dije y las locuras que imaginé en las reflexiones y monólogos de aquella mañana.

-No veo la hora -decía para mí- de presentarme a esa señora. No me queda duda de que le he caído en gracia, lo cual no es extraño, pues algunas personas me han dicho que no tengo mal ver. Como dice doña Juana, de hombres se hacen obispos, y quién sabe si a la vuelta de una media docena de añitos, me encuentro hecho en dos palotadas duque, conde o almirante, como otros que yo me sé y que deben lo que son a haber caído en gracia a esta o la otra persona. Hablemos claro, Gabriel. ¿No estás oyendo mentar todos los días a cierto personaje que antes era un pobre pelambrón, y ahora es todo cuanto puede ser un hombre? ¿Y todo por qué? Por la inclinación de una elevada señora. ¿Y quién dice que lo que puede pasar a un hombre no le pueda suceder a otro? Verdad es que el tal personaje es un gallardo mozo; pero yo bien sabido me tengo que no soy saco de paja, pues muchas personas me han dicho que les gusto, y que no puede negarse que tengo unos ojillos picarescos, capaces de trastornar a todo el sexo femenino. Ánimo, Sr. Gabrielito. Mi ama ha dicho que Amaranta es la mujer más poderosa de toda la corte, y quién sabe si será de sangre real. ¡Oh, divina Amaranta! ¿Qué haré para merecerte? Por supuesto, que si llego a verme desempeñando esos elevados cargos, juro por Dios y mi salvación, que he de ser el hombre más formal que jamás haya gobernado en el mundo: a buen seguro que nadie me acuse, como acusan al otro, de haber hecho tantas picardías. Lo que es eso... yo tendré las cosas bien arregladitas, y en mi persona no gastaré sino lo muy preciso. Lo primero que voy a disponer es que no haya pobres, que España no vuelva a unirse con Francia, y que en todas las plazuelas de España se fije el precio de los comestibles, para que los pobres compren todo muy barato. Veremos si sé yo mandar o no sé... ¡y que tengo un geniecillo! Como no hagan lo que mando, nada, nada... no me andaré con chiquitas. Al que no obedezca, cortarle la cabeza y se acabó... así andarán todos derechos como un huso. Y lo dicho dicho. Nada con los franceses. Napoleón que se entienda solo; nosotros haremos lo que nos dé la gana, y que no me busquen el genio, porque yo tengo muy malas moscas... ¡Oh!, si esto sucediera, cómo se había de alegrar la pobre Inés: entonces sí que no repetiría lo de la tortuga y del águila. Se me figura que Inés es algo corta de alcances; sin embargo, es tan buena que la amaré siempre... pero debo amar a Amaranta... pero ¿cómo puedo dejar de amar a Inés?... Pero es preciso que adore sobre todas las cosas a Amaranta... pero Inés es tan sencilla, tan buena, tan... pero Amaranta me subyuga, me fascina, me vuelve loco... pero Inés... pero Amaranta.....................................................................................................................

Esto decía yo, despeñado como corcel salvaje, por los derrumbaderos de mi fantasía; y ya habrá observado el lector que, al suponerme amado por una mujer poderosa, mis primeras ideas versaron sobre mi engrandecimiento personal, y el ansia de adquirir honores y destinos. En esto he reconocido después la sangre española. Siempre hemos sido los mismos.

Levanteme, cogí el cesto para ir a la compra, y cuando recorría los puestos de la plazuela regateando las patatas y las coles, consideré cuán inconveniente y deshonroso era que se ocupase en tan bajos menesteres un joven destinado a ser dentro de algún tiempo generalísimo de los ejércitos de mar y tierra, gran almirante, ministro, y quién sabe si rey de algún reinito chico que le caería por chiripa en los repartos europeos.

Dejando aparte por ahora lo que se refiere a mi persona, voy a dar una idea de la opinión pública en aquellos días, con motivo de los sucesos políticos. En la plazuela advertí que se hablaba del asunto, y por las calles las personas se paraban preguntándose noticias, y regalándose mutuamente las mentiras de que cada cual era forjador o inocente vehículo. Yo hablé del caso con varias personas conocidas, y voy a copiar imparcialmente el parecer de algunas, pues siendo las más de diversa condición y capacidad, el conjunto de sus observaciones puede ofrecer exactamente una muestra del pensamiento público.

Un hortera de ultramarinos, que era nuestro abastecedor y hombre muy aficionado a mover la sin hueso, me pareció más alegre que de ordinario y en extremo jovial con sus parroquianos.

-¿Qué nuevas corren por ahí? -le pregunté.

-¡Oh!, grandes nuevas. Los franceses han entrado en España. Yo estoy contentísimo.

Luego, bajando la voz, dijo con semblante risueño:

-¡Van a conquistar a Portugal! Es para volverse loco de alegría.

-Hombre, no lo entiendo.

-¡Ah! Gabrielillo: tú como eres un pobre chico, no entiendes estas cosas. Ven acá, mentecato. Si conquistan a Portugal, ¿para qué ha de ser sino para regalárselo a España?

-¿Y un reino se conquista y se regala como si fuera una libra de nísperos, señor de Cuacos?

-Pues es claro. Napoleón es un hombre que me gusta. Quiere mucho a España, y se desvive por hacernos felices.

-Vaya con el hombre. ¿Y nos quiere por nuestra linda cara o porque le conviene, para sacarnos dinero, barcos, tropas, y cuanto le da la gana? -dije yo, cada vez más resuelto a romper con Francia, cuando fuese ministro.

-Nos quiere porque sí, y sobre todo ahora va a quitar de en medio al señor Godoy, que ya nos tiene hasta el tragadero.

-¿Querrá Vd. decirme qué es lo que ha hecho ese caballero para que todos le quieran tan mal?

-¡Bicoca!, ahí es nada lo del ojo. ¿No sabes que es un embustero, atrevido, lascivo, tramposo y enredador? Ya sabemos todos a qué debe su fortuna, y la verdad es que la culpa no la tiene él, sino quien lo consiente. Ya sabes tú que vende los destinos, ¡y de qué manera! Los que tienen mujer guapa o hija doncella son los que consiguen de Su Alteza cuanto solicitan. Pues ahora trata de que se vayan a América los príncipes para quedarse él de rey de España... Pero no echó muy bien las cuentas, y a lo mejor se presenta Napoleón para desbaratar sus planes... Sabe Dios lo que ocurrirá dentro de algunos días: yo creo que Napoleón, como amigo y admirador que es de nuestro gran Príncipe de Asturias, nos lo va a poner en el trono, sí señor... y el Rey Carlos, con la buena pieza de su mujer, se irá a donde mejor le convenga.

No hablemos más del asunto. Entré luego en la tienda de doña Ambrosia, a comprar un poco de seda que me había encargado la doncella, y vi tras el mostrador a la grave tendera, acariciando su gato, sin dejar por eso de atender a la conversación entablada entre D. Anatolio, el papelista de la acera de enfrente, y el abate D. Lino Paniagua, que estaba escogiendo unas cintas verdes y azules.

-No le quede a Vd. duda, señora doña Ambrosia -decía el papelista-; de esta vez nos veremos libres del choricero.

-No puede ser menos -contestó la tendera- sino que alguna buena alma ha ido a Francia y le ha contado a ese bendito emperador todas las picardías que aquí hace Godoy, por lo cual éste ha mandado un ejército entero para quitarle de en medio.

-Pues con perdón de Vds. -dijo el abate Paniagua alzando la vista-, yo que frecuento la sociedad de etiqueta, puedo asegurar que las intenciones de Napoleón son muy distintas de lo que se cree vulgarmente. Napoleón no manda sus tropas contra Godoy, sino para Godoy; porque han de saber Vds. que en un tratado secreto (y esto lo digo con reserva) se ha convenido echar de Portugal a los Braganzas, y repartirse aquel reino entre tres personas, de las cuales una será el Príncipe de la Paz.

-Eso se dijo hace tiempo -observó con desdén D. Anatolio-; pero ahora no se trata de tal reparto. La verdad pura y neta es que Napoleón viene a quitar el Portugal a los ingleses, lo cual está muy retebién hecho; sí señor.

-Pues a mí me han dicho -añadió doña Ambrosia-, que lo que quiere Godoy es mandar al Príncipe a América con sus hermanos, para quedarse él solito de rey de España. Eso no lo habíamos de consentir. ¿Verdá usté D. Anatolio? -Miren qué ideas de hombre. Pero ¿qué se puede esperar de quien está casado con dos mujeres?

-Y creo que las dos se sientan con él a la mesa, una a la derecha y otra a la izquierda -dijo don Anatolio.

-Por Dios, hablemos bajo -indicó con timidez D. Lino Paniagua-. Esas cosas no deben decirse.

-Nadie nos oye, y sobre todo... Si van a poner a la sombra a cuantos hablan de estas cosas, pronto se quedará Madrid sin gente.

-Verdad -dijo Ambrosia bajando la voz-. Mi difunto esposo, que santa gloria haya, y era el hombre de más verdad que ha comido nabos en el mundo, aseguraba... (y crean Vds. que lo sabía de buena tinta) que cuando el choricero quiso que el consejo de Estado habilitase a la Reina para ser regenta... pues, no sé si me explico... era porque tenían el proyecto de despachar para el otro barrio a mi señor D. Carlos; de modo que...

-¡Qué abominaciones se dicen hoy! -exclamó el abate.

-Como que es la pura verdad -dijo don Anatolio.

-Yo también lo supe por persona que estaba en el ajo.

-Pero esto no se dice, señores, esto se calla -respondió Paniagua-. Yo, francamente, no gusto de oír tales cosas. Me da miedo; y si llega a oídos del señor Príncipe de la Paz, figúrense Vds. qué disgusto.

-Como no nos ha dado prebendas, ni le pedimos congruas...

-En fin, despácheme Vd., señora doña Ambrosia, que tengo prisa. Esas cintas verdes son de etiqueta; pero lo que es las azules, no me atrevo a presentárselas a la señora condesa de Castro-Limón.

Despacharon al abate, y luego a mí, con más presteza de la que habría querido, pues de buen grado me hubiera detenido más para oír los comentarios políticos que tanto me agradaban. Ya iba derecho a casa, cuando acerté a tropezar con el reverendo padre Fray José Salmón, de la orden de la Merced, el cual era un sujeto excelente que visitaba a doña Dominguita (la abuela de mi ama), con tanta frecuencia como exigían el arte de Hipócrates y el piadoso anhelo de bien morir; pues para administrar lo primero y preparar el ánima a lo segundo era un águila el buen mercenario Salmón, a quien sólo faltaba una o en su apellido para llamarse como el portento de la sabiduría. Detúvose en medio de la calle, e interpelándome con su acostumbrada afabilidad y cortesía, dijo:

-¿Y esa incomparable doña Dominga, cómo está? ¿Qué tal efecto te ha hecho el cocimiento de cáscaras de frambuesa, o sea, tetragonia ficoide, que llama Dioscórides?

-¡Magnífico efecto! -respondí, aunque estaba en completa ignorancia del asunto.

-Ya le llevaré esta tarde unas pildoritas... -prosiguió- con las cuales o yo no soy el padre Salmón de la orden de la Merced, o esa señora ha de recobrar la agilidad de sus piernas... Pero chico: qué buenas peras llevas ahí -añadió metiendo la mano en el cesto y sacando la fruta indicada-. Tú tienes buena mano derecha para comprar peras.

Y acto continuo se la guardó, después de olerla, en la manga del luengo hábito, sin pedir permiso para ello, pues aunque siguió hablando, fue para añadir lo siguiente:

-Dile que iré esta tarde por allá a contarle las grandes novedades que ocurren en España.

-Vd. que sabe tanto -dije impulsado por mi curiosidad-, ¿podrá explicarme a qué vienen esos ejércitos franceses?

-Si tú tuvieras la mitad del talento que yo tengo -repuso-, te pondrías al tanto de las diversas razones que me hacen estar alegre considerando la llegada de esos señores. ¿Por ventura no sabes que Napoleón fue quien restableció el culto en Francia, después de los horrores y herejías de la revolución? ¿No sabes también que entre nosotros no falta algún endiablado personaje en cuya mente bullen atrevidos proyectos contra la Iglesia? Pues sabiendo esto, ¿a quién no se alcanza que el objeto de la entrada de esos ejércitos no es ni puede ser otro que dar merecido castigo al insolente pecador, al polígamo desvergonzado, al loco enemigo de los derechos eclesiásticos?

-Luego ese Sr. Godoy ¿no sólo es un bribón, y un acá y un allá, sino que también es enemigo de la religión y los religiosos? -pregunté asombrado de ver cómo aumentaba el capítulo de culpas del favorito.

-Sin duda -dijo el fraile-. Y si no, ¿qué nombre tiene el proyecto de reformar las órdenes mendicantes, quitándoles la vida conventual y obligando a esos buenos religiosos a servir en los hospitales generales? También agita en su diabólica mente el proyecto de sacar de las granjas que nos pertenecen lo necesario para fundar unas a modo de escuelas de agricultura; que sabe Dios lo que serán las tales escuelitas. ¡Oh! Y si fuera cierto lo que se dice -añadió alargando la mano para hacer segunda exploración en mi cesto-; si fuera cierto lo que se dice respecto a la enajenación de parte de los bienes que ellos llaman de manos muertas... Pero no nos ocupemos de esto, que más bien causa risa que indignación, y fijemos la vista en el astro de las Galias que cual divino campeón viene a libertarnos de la tiranía de un necio valido, poniendo en el trono al augusto príncipe en cuya sabiduría y prudencia fiamos.

Al concluir esto había trasportado desde mi cesto a las mangas de su hábito otra pera y hasta media docena de ciruelas, dando después rienda suelta a los encomios de mi destreza en el comprar. Yo me apresuré a separarme de un interlocutor que me salía tan caro, y le di los buenos días, renunciando a las lecciones de su sabiduría.

No había sacado en limpio gran cosa, ni disipado mis dudas, sobre lo que hoy llamaríamos la situación política, y lo único que vi con alguna claridad fue la general animadversión de que era objeto el Príncipe de la Paz, a quien se acusaba de corrompido, dilapidador, inmoral, traficante de destinos, polígamo, enemigo de la Iglesia, y, por añadidura de querer sentarse en el trono de nuestros Reyes, lo cual me parecía el colmo de la atrocidad. También vi de un modo clarísimo que todas las clases sociales amaban al Príncipe de Asturias, siendo de notar, que cuantos anhelaban su próxima elevación al trono, fiaban tal empresa a la amistad de Bonaparte, cuyos ejércitos estaban entrando ya en España para dirigirse a Portugal.

Volvía a la plazuela para reponer las bajas hechas en el cesto por su paternidad, y allí encontré... ¿no adivinan Vds. a quién? El infeliz, acompañado de su hija Joaquinita, a quien natura había hecho poetisa entre dos platos, se ocupaba en comprar al fiado no sé que piltrafas y miserables restos, que eran su ordinario alimento. Él pedía las cosas, la jorobadilla se las regateaba, y entre los dos cargaban la ración, cuyo peso no hubiera fatigado a un niño de cinco años. La miseria había pintado sus más feos rasgos en el semblante de la hija y del padre, el cual era tan flaco y amarillo, que se dudaba cómo podía existir y moverse cuerpo tan endeble, no siendo galvanizado por el misterioso fluido del numen poético. ¿Necesito nombrarle? Era Comella.

-¡Sr. D. Luciano, Vd. por aquí! -dije saludándole con mucho afecto, porque aquel hombre me inspiraba la más viva compasión.

-¡Ah, Gabriel! -contestó-, ¿y Pepita y doña Dominga? Tiempo hace que no las veo. Pero ya saben que aunque no las visito, porque el trabajo me lo impide, les estoy muy agradecido.

-Hoy espero ir por allá a llevarles a ustedes algún recadito -dije respondiendo verbalmente a las tristes suplicantes miradas de la hija del poeta, cuyos ojos me hablaban el lenguaje del hambre.

-Es preciso que vayas por casa -continuó el poeta tomándome el brazo, e indicando en su gravedad que lo que iba a confiarme era importantísimo-. Como me has dicho que presenciaste lo de Trafalgar, quiero consultarte sobre ciertos detalles... pues.

-Ya. Escribe Vd. la historia de aquella batalla.

-No: historia no, un dramita que va a dejar bizcos a los señores. Verás que pieza. Se titula El tercer Gran Federico y combate del 21.

-Buen título -respondí-; pero no entiendo qué es eso del tercer Federico.

-¡Qué tonto eres! El tercer Gran Federico es Gravina, y como ya hubo en Prusia un Gran Federico que era segundo, ¿no comprendes que es ingenioso, y llamativo y tónico poner a nuestro almirante en la lista de los Grandes Federicos que ha habido en el mundo?

-Ciertamente. Es una idea que sólo a usted se le hubiera ocurrido.

-Ya Joaquina ha escrito las primeras escenas, que son preciosísimas. En primer término aparece la cubierta del Santísima Trinidad, a la derecha el navío de Nelson, y a lo lejos Cádiz con sus castillos y torreones. Debo advertirte que figuro a Nelson enamorado de la hija de Gravina, el cual se niega a dársela en matrimonio. La escena empieza con una sublevación de los marineros españoles que piden pan, porque en todo el barco no hay una miga. El almirante se enfurece y les dice que son unos cobardes, porque no tienen alma para resistir tres días sin comer, y les da el ejemplo de la más plausible sobriedad mandándose servir un pedacito de maroma asada. Nelson se presenta a decir que todo se acabará al fin si le dan la niña para llevársela a Inglaterra: la muchacha sale de la cámara bordando un pañuelo, y...

No dijo más, porque la violenta risa en que prorrumpí, sin poderme contener, le desconcertó un poco, aunque yo, para que no se enojara, le aseguré que me reía por cierto recuerdo despertado en mi memoria.

-La escena del hambre está escrita, y si he de decirte la verdad, no tiene pero.

-No dudo que esa escena puede ser admirable -dije con malicia-, sobre todo si ha puesto la mano en ella la señorita Joaquina.

-Ya hemos escrito a todos los teatros de Italia, que se disputarán, como siempre, el derecho de traducirla -dijo Joaquinita.

-¡Ah! Aquí no se recompensa el verdadero mérito. Bien dicen, que nadie es profeta en su patria: verdad es que la posteridad hace justicia: pero entretanto que esa justicia llega, los hombres superiores arrastramos miserable existencia, y nos morimos como cualquier pelafustán sin que nadie se acuerde de nosotros. Vamos a ver: ¿de qué me valen ahora a mí los mausoleos, las inscripciones, las estatuas con que han de honrarme en tiempos futuros, cuando la envidia calle y a nadie quede duda del mérito de mis obras? Y si no ahí tienes a Cervantes, que es otro ejemplo como este mío. ¿No vivió en la miseria? ¿No murió abandonado? ¿Acaso tocó las ventajas positivas de ser el primer escritor de su siglo? Pues a mí me pasa dos cuartos de lo mismo: por supuesto que si algo me consuela es considerar cuánto se avergonzará la España futura al saber que el autor de Catalina en Cromstad, de Federico II en Glatz, de El negro sensible, de La enferma fingida por amor, de Cadma y Sinoris, de La escocesa de Lambrun y de otras muchas obras, ha vivido algún tiempo almorzando dos cuartos de sangre frita y otras cosas que no nombro por respeto al arte de la poesía, pues no lo quiero denigrar, denigrándome a mí mismo... Pero no hablemos de estas cosas, que dan tristeza y obligan a renegar de una patria que no sabe premiar el mérito, y de unos tiempos en que los magnates protegen la envidia y persiguen la inspiración.

-Calma, calma, Sr. D. Luciano -dije yo mostrándome interesado por el triunfo de la inspiración sobre la envidia-; tras esos tiempos vendrán otros. ¡Quién sabe lo que pasará mañana!

-Eso me han dicho, sí -repuso Comella bajando la voz y con sonrisa de satisfacción.

-¿Será cierto que Napoleón es del partido del Príncipe de Asturias? ¿Caerá Godoy?

-Eso no tiene duda. ¿Pues qué quiere Napoleón más que el bien de los españoles?

-Justo; y aunque él y Godoy han sido muy amigotes, ya parece que el otro ha conocido sus malas mañas, y sabe que todos queremos al heredero, con lo cual dicho se está que nos hará el gusto. En cuanto a Godoy, yo estoy en que no existe hombre peor en toda la redondez de la tierra. Pueden perdonársele los medios de su elevación; puede perdonársele que sea polígamo, ateo, verdugo, venal, y otras faltas por el estilo; pero lo que no tiene nombre y prueba mejor que nada la corrupción de las costumbres, es que proteja a los malos poetas, dando cordelejo a los que son buenos, y además nacionales, españoles como yo, y no admitimos ese fárrago de reglas ridículas y extranjeras con que Moratín y otros poetastros de polaina embaucan a los tontos. ¿No piensas como yo?

-Lo mismito que Vd. -respondí-. Y ahora verá el Sr. D. Luciano cómo los franceses, cuando hayan arreglado lo de Portugal, arreglarán a España y se acabará la protección a los malos poetas.

-Dios lo quiera así... Pero es tarde y nos vamos, que antes del almuerzo hemos de dejar concluida la escena entre Nelson y la hija de Gravina.

-¿Tanta prisa corre?

-Para fin de mes ha de estar en la Cruz. Tendrá un éxito atroz. Ya verás, Gabrielillo. Es preciso que vayas a aplaudir, porque me temo mucho que los de Estala, Melón y Moratinillo han de querer silbarla. Hay que estar con cuidado, y si ellos tienen la protección del gobierno, no hay que asustarse por eso, la posteridad juzgará. Con que adiós.

Se marcharon a prisa, y yo me quedé pensando en la serie de maldades que habría cometido el Príncipe de la Paz, para tener también en contra suya a los malos poetas. Hasta mucho tiempo después no conocí que entre los infinitos actos reprensibles de aquel monstruo de la fortuna había algunos que la posteridad, por el contrario, debía recordar siempre con agradecimiento.