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La isla del tesoro (Manuel Caballero)/XXV

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época
CAPÍTULO XXV
¡ABAJO LA BANDERA DEL PIRATA!

Apenas me había sido dable encaramarme en el bauprés cuando el ondulante foque aleteó, por decirlo así, cargándose sobre la otra amura con un ruido semejante á un cañonazo. La goleta se estremeció hasta la quilla con aquella vuelta formidable, pero un momento después las otras velas, que aún continuaban empujando, hicieron retroceder al foque á su lugar anterior y ya entonces quedó suspenso é inmóvil.

En esos movimientos casi me ví zabullir dentro del agua, pero á la sazón ya no perdí tiempo y me arrastré para atrás ó más bien me deslicé por el bauprés hacia cubierta, en la cual caí como llovido del cielo, con el rostro hacia el océano.

Me encontré á sotavento del castillo de proa, y la vela mayor que continuaba todavía henchida, me ocultaba una buena parte de la cubierta á popa. No ví un alma por todo aquello. Las tarimas, que no habían sido lavadas desde que estalló la rebelión, enseñaban las huellas de numerosas pisadas y una botella, rota por el cuello, rodaba de aquí para allá, al vaivén del buque, como si fuera una cosa viva.

Inesperadamente La Española enfiló el viento en una de sus bordadas: los foques, tras de mí, tronaron con fuerza; el timón se cerró de golpe; el navío entero se irguió y estremecióse como desfallecido ya, y en el mismo momento el botalón del mayor se colgó hacia adentro, la vela cayó también gimiendo débilmente sobre los motones y al plegarse me descubrió á sotavento la parte de cubierta, á popa, antes oculta.

Sólo entonces aparecieron á mi vista los dos guardianes de la embarcación. ¡No me cabía duda, eran ellos! Gorro Encarnado tendido boca arriba, tieso como un espeque, con sus brazos abiertos como los de un crucifijo y con los labios separados dejando asomar su amarillenta dentadura. Israel Hands, recargado contra la balaustra de la cubierta, con la barba sobre el pecho y sus manos abiertas apoyándose sobre el piso y con el rostro tan blanco, bajo su tinte curtido, como la cera.

Por algún rato el buque siguió ladeándose ó encabritándose como un caballo mañoso, y las velas hinchándose, ya sobre una amura ya sobre la otra, y el botalón colgando y golpeando, hasta que el mástil pareció quejarse al esfuerzo de aquellos violentos tirones. De vez en cuando también una rociada de espuma cubría la balaustra y el buque daba un fuerte golpe por la proa contra las hinchazones del agua en aquel mar de leva. Convertíase éste en un temporal mucho más violento para un navío de alto bordo como La Española, que lo era para mi caserito coracle que á aquellas horas yacía ya en el fondo del océano. Á cada salto de la goleta Gorro Encarnado se resbalaba de aquí para allí, pero ¡cosa horrible! ni su actitud cambiaba, ni sus apretados dientes, asomando por
“Marché resueltamente á popa y grité con un acento irónico:—¡Hola, amigo Hands,...”
entre sus abiertos labios, se ocultaban por algún movimiento de éstos, en aquel brusco traqueteo. Á cada brinco, también Hands aparecía irse como sumiendo más y más, deslizándose sobre el piso de cubierta, avanzando sus pies hacia el lado de proa y la caja del cuerpo inclinándose hacia popa, de tal suerte que su cara se me fué ocultando gradualmente hasta que concluí por no ver nada de ella, excepto la oreja y una de las sortijas de la patilla.

Al mismo tiempo observé, en derredor de ambos, charcos de sangre negruzca sobre las tarimas, y comencé á abrigar la certeza de que aquellos hombres se habían dado la muerte mutuamente en su querella de borrachos.

Todavía contemplaba aquel espectáculo sin volver en mí de la sorpresa, cuando, en un momento de calma y antes de que el buque se meneara, Israel Hands se medio volteó y con un quejido vago se enderezó penosamente hasta colocarse en la posición en que primero le ví. Aquel quejido que acusaba, al mismo tiempo, dolor y debilidad mortal, y el aspecto que presentaba su quijada caida, me inspiraron de pronto una compasión inmensa. Pero al pronto recordé las palabras que oí en boca de aquel malvado, desde el barril de las manzanas, y todo sentimiento de piedad desapareció de mi corazón.

Marché resueltamente á popa y grité con un acento irónico:

—¡Hola, amigo Hands, venga Vd. á bordo!

Paseó penosamente la mirada en torno suyo, pero su trastorno y decaimiento eran tales que no cabía la sorpresa en su ánimo á aquellas horas. Lo más que hizo fué dejar escapar esta palabra única:

—¡Aguardiente!...

Me ocurrió entonces que no debía perder un solo instante, y así fué que, esquivando el botalón que aún seguía golpeando como antes, marché á popa y bajé á la cámara por la escalera de la carroza.

La escena de confusión y desorden que allí presencié era indescriptible. Todos los armarios y muebles con cerraduras de llaves habían sido rotos para buscar la carta de Flint. El piso estaba saturado de lodo sobre el cual los rufianes aquellos se habían sentado á beber y á consultar, después de embriagarse en el marjal en torno de su hoguera. Las mamparas, cuyo color era blanco mate con franjas de oro, mostraban en toda su extensión las huellas de manos inmundas. Docenas de botellas vacías chocaban entre sí por los rincones ó rodaban con el movimiento de la goleta. Uno de los libros de medicina del Doctor estaba allí, abierto sobre la mesa, con un buen número de hojas arrancadas, de seguro para usarlas en encender las pipas con ellas. Y en medio de todo aquello la humeante lámpara enviaba aún su resplandor, pálido, casi tan oscuro como la sombra misma.

Bajé á la bodega: los barriles todos habían ya concluído, y en cuanto á las botellas era sorprendente el número de ellas que habían sido vaciadas y tiradas luego. Era evidente que desde que el motín comenzó ni uno solo de aquellos hombres había estado en su juicio.

Registrando aquí y allá me encontré una botella con un poco de cognac para Hands. Para mí, tomé algunos bizcochos, frutas en vinagre, un gran racimo de uvas y una tajada de queso. Con estas provisiones me presenté de nuevo sobre cubierta, coloqué mi parte á salvo, tras la cabeza del timón, fuera del alcance del timonel, avancé á proa en donde se guardaba el agua, sacié allí mi sed concienzudamente y entonces, y sólo hasta entonces, fuí á Hands para darle su cognac.

Yo creo que debe haber bebido un cuarto de litro por lo menos antes de que hubiera apartado la botella de sus labios. Entonces dijo:

—¡Ah! ¡voto al infierno! ¡un poco de ésto era lo que yo quería!

Oído aquello me senté tranquilamente en el lugar que había escogido y comencé á regalarme el paladar con aquel inesperado almuerzo.

—¿Se siente Vd. muy mal?, le pregunté.

—Si aquel Doctor estuviera á bordo—contestó con una voz mitad gruñido mitad ladrido—si él estuviera aquí, yo estaría sano en dos patadas. Pero, ¡el demonio y su cola! yo no tengo suerte... ¡de veras no, no!... y eso, y no más eso es lo que me pasa. Por lo que hace al “agua-dulce” ese, ya se enfrió de esta hecha, añadió señalando con el dedo al hombre del birrete rojo. Bueno, ¿y qué?... ¡al cabo que ése ni era marino, ni nada!... ¡Vamos!... y ahora que caigo... tú ¿de dónde has brotado aquí?

—Amigo, le contesté, he venido á bordo á tomar posesión de este buque, y así es que, hasta nuevas órdenes, se servirá Vd. considerarme como su Capitán.

Al oir esto me miró de una manera demasiado agria, pero no contestó palabra. Algo de su color natural había vuelto á sus mejillas, si bien continuaba con una gran apariencia de enfermedad y aún proseguía resbalándose y volteando, según que el buque se iba para un lado ó para otro.

—Por lo pronto, amigo Hands, continué yo, no me place ver esta bandera izada en el tope de mis mástiles; así es que, con su permiso, procedo á arriarla acto continuo. De eso á nada, prefiero nada.

Esquivando de nuevo los golpes del botalón, fuíme derecho á las correderas del pabellón, tiré de ellas hacia abajo, abatiendo la pirática bandera negra, y no bien la tuve entre mis manos, la arrojé al mar resueltamente.

—¡Viva el Rey!, grité entonces agitando en el aire mi birrete. ¡Ha concluído aquí el Capitán Silver!

Hands continuó observándome con cierto aire mordaz, aunque á hurtadillas, sin levantar, empero, la barba que seguía apoyada sobre el pecho. Un rato después añadió:

—Me parece, Capitán Hawkins, que tendrá Vd. necesidad de alguna ayuda para bajar á tierra, ¿no es verdad? ¿Pues qué le parecería á Vd. que nos entendiéramos?

—Me parece, muy bien, amigo Hands; con toda mi alma: hable Vd.

Y diciendo esto me entregué de nuevo á mi comida con el mayor apetito.

—Ese hombre, comenzó el timonel apuntando débilmente al cadáver, según entiendo, se llamaba O’Brien y era un rematado irlandés; ese hombre, como decía, y yo, desplegamos las velas con el objeto de llevarnos la goleta á su lugar otra vez. ¡Pero ahora, qué! ahora ya se enfrió, y está allí tan tirante como un pantoque, por lo cual lo que yo digo es que quién va ahora á gobernar el buque: eso es lo que yo no veo. Si yo no le doy á Vd. mi ayuda, no es Vd. el que podrá llevar la goleta, ó nada entiendo yo de goletas ni de marina. Bueno; pues la cosa es esta: Vd. me asegura mi comida y mi bebida, y una corbata vieja ó cualquiera cosa para vendar mi herida y yo le diré cómo se ha de llevar el buque. Me parece que no puede ser más redondo el negocio que propongo.

—Le diré á Vd. una cosa, Maese Hands, prorrumpí yo; mi intención no es volver La Española á su antiguo ancladero, sino llevarla á la bahía del Norte y acercarla allí á la playa tranquilamente.

—Bueno, ya lo entiendo, gritó Hands. Me parece que yo no soy un haragán tan endemoniado, después de todo. Yo bien sé entender las cosas como son, ¡digo que sí! Yo ya traté de sacar el pie adelante y no pude: pues ahora le toca á Vd. Capitán Hawkins. Vd. ha ganado la partida. ¿Conque á la Bahía del Norte? Pues vamos á ella; yo no tengo que andar escogiendo, ¡digo que no! Le ayudaré á Vd. á llevar el buque, aunque vayamos á fondear á la Playa de los Ajusticiados. ¡Por cien mil diablos que sí!

Me pareció que aquel hombre no iba muy desatinado en su resolución. Cerramos nuestro trato en el acto mismo y, á los tres minutos, La Española ceñía gallardamente el viento á lo largo de la costa de la isla con muy buenas esperanzas de voltear la punta Norte á eso de medio día y de bajar de nuevo en dirección de la Bahía antes de la pleamar, á fin de poder, á ese tiempo, orillarla en punto seguro y aguardar hasta que el reflujo nos permitiera bajar á tierra.

Abandoné, entonces, por algún rato la caña del timón y bajé á la cámara para buscar en mi maleta de á bordo una suave mascada de mi madre, con la cual, y con mi ayuda personal, Hands se vendó una gran herida que había recibido en el muslo y que todavía le sangraba. Con este alivio y después de haber comido un poco y dar un trago ó dos más de cognac, el timonel comenzó á reanimarse muy visiblemente, se sentó ya derecho, habló más claro y más alto, y, en una palabra, parecía otro hombre positivamente.

La brisa nos ayudó de una manera admirable. La Española se deslizaba ante ella con la ligereza de un pájaro; la costa de la isla corría, en apariencia, á nuestro lado, y á cada momento cambiaba la decoración que se presentaba á nuestra vista. Muy pronto dejamos atrás los terrenos altos y bordeando por una costa baja y arenosa sembrada de un pinar no muy espeso, que antes de mucho dejamos también á nuestra espalda, volteamos, al fin, la punta de la escabrosa montaña que limita la isla por el Norte.

Sentíame yo sobre manera engreído con mi nuevo carácter de Capitán de buque, y no menos contento con el tiempo claro y favorable que hacía, al par que con el variado panorama que mis ojos iban gozando sobre las costas. Tenía á la sazón agua suficiente, excelente comida, y por no dejar, mi conciencia, que no había cesado de remorderme por mi deserción, estaba ya harto sosegada pensando en la gran conquista que había hecho. Me había parecido que no me quedaba cosa alguna que desear, á no ser por los ojos del timonel que me seguían en todas mis maniobras con una mirada burlona, y por la sonrisa extraña que aparecía en sus labios incesantemente. Era aquella una sonrisa que llevaba en sí una mezcla de dolor y de maldad, huraña sonrisa de viejo, montaraz y agreste. Pero, además de eso, su semblante dejaba traslucir una expresión de escarnio, una sombra de no sé qué traidores pensamientos que bullían en su cabeza, pues, mientras yo trabajaba, él, con su mañoso disimulo, espiaba, y espiaba y espiaba sin cesar.