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La polémica

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época
LA POLEMICA

En 1877 me propuse escribir algunos estudios sobre Historia contemporánea; y en efecto, llegué á concluir los titulados Monteagudo y Sánchez Carrión y Reminiscencias de la administración del coronel Balta.

Mi amigo Odriozola, á quien leí estos trabajos, me pidió el primero para insertarlo en el tomo XI de su colección de Documentos Históricos y Literarios, que á la sazón estaba en prensa, y no tuve inconveniente para acceder á su empeño. Acaso tal no hiciera al sospechar la recia tormenta que encima había de caerme.

En la prensa de Lima, los señores Mariátegui, Paz-Soldán y otros, salieron á la palestra; y tuve que cambiar con ellos algunos artículos. El estimable señor Unanue, calificándome de difamador de la memoria de su ilustre padre, me llevó ante el Jurado de imprenta, el cual declaró, ahorrándome con su declaratoria las molestias que todo proceso proporciona, que la Historia no es justiciable. Las prensas del Ecuador, Colombia y Venezuela, tuvieron tema para largos meses en la glorificación de Bolívar y en los denuestos contra el escritor peruano. En Buenos Aires, los señores Pelliza y Fregueiro, escribieron dos voluminosos libros sobre Monteagudo; y en Bolivia y Chile, aunque menos calurosamente, se gastó no poca tinta. En una palabra, la polémica se hizo continental.

Entre los varios opúsculos que, en refutación del mío, aparecieron, figuraba uno, publicado en Santiago de Chile por mi querido amigo el literato y estadista colombiano Ricardo Becerra. Después de leerlo, me decidí á contestarlo en otro folleto, suspendiendo la polémica en artículos de periódico. La seriedad del trabajo histórico que iba á emprender, me obligó á dejar mi residencia de Lima y trasladarme á Miraflores, donde el reposo de la vida campestre me permitiría consagrar toda la actividad de mi cerebro á la lucha con adversario tan caballeresco como ilustrado.

Sobrevino la guerra, que tan desastrosa ha sido para el Perú. Mi libro estaba ya en condiciones de pasar á la imprenta; pero no eran esos oportunos momentos para su publicación. Escrito estaba que ni mi respuesta á Becerra ni mis Reminiscencias de la administración Balta, vivirían en letra de molde. El incendio de Miraflores devoró mis libros y manuscritos ¡Sea todo por Dios!

La gente de letras sabe que no es hacedero volver á escribir un libro. Para mí, lo confieso, es imposible.

Es seguro que habría omitido considerar en esta compilación de mis obras, mi tan asandereado estudio sobre Monteagudo, si, con motivo de las fiestas del centenario de Bolívar, no se hubiera vuelto á poner sobre el tapete la crítica de mi folleto. Esa recrudescencia me impone la obligación, no sólo de consentir en que se reimprima, sino la de reproducir algunos artículos con que sostuve la polémica y que, afortunadamente me ha proporcionado un amigo conservador de colecciones de periódicos.

Hoy, como entonces, y aunque vuelvan á quemarme en efigie sobre el escenario de un teatro, como se hizo en el de Guayaquil, y por más que caigan sobre mi modesta persona á guisa de nuevo chubasco, todas las injurias del vocabulario de las desvergüenzas, insisto en creer:

—Que el asesinato de Monteagudo fué crimen político, no obra de la casualidad;

Que Bolívar alcanzó a descubrir la cabeza que concibiera el plan;

Que Sánchez Carrión murió á estragos del veneno, sin que ello implique una afirmación de complicidad en Bolívar;

Que los planes de vitalicia eran la monarquía sin la palabra monarca.

Que Bolívar no amó al Perú ni á los peruanos.

Estas arraigadas convicciones mías, estos lunares que en desapasionado juicio, encuentro en la figura histórica de Bolívar y que tuve la entereza de exhibir, merecían que se me refutase con argumentación sólida; mas no con razones ad hominem, esto es, con insultos á la individualidad del escritor.

Bolívar era un genio; Bolívar merece las estatuas que en América se le han levantado; ¡¡¡Bolívar afianzó la Independencia del Nuevo-Mundo!!! Convenido. ¿Lo he negado acaso?

Pero, por ser un genio, ¿estaba exento de errores y de pasiones, de debilidades y caprichos como los demás hijos de Adán? Para la mayoría de mis antagonistas, todo el que no abjure de su inteligencia y criterio, aplaudiendo frenéticamente cuanto hizo ó pensó hacer el Libertador, debe, como yo, ser borrado, por ingrato, desleal é infame, de la libre comunión americana, y merece arrastrar el grillete del presidiario.

Se ha sostenido por alguien que en mi alma hay odio innato por la figura histórica de Bolívar. No es cierto. Yo nací en 1833, cuando ya el Libertador no existía; y en mi humildísima familia no hubo pergaminos mobiliarios; ni tuve deudo que hubiera militado en el ejército opuesto al de la patria. El aplauso que he tributado al Libertador en mis tradiciones Justicia de Bolívar y otras, prueba lo antojadizo é infundado de la especie. Donde encuentro grande á Bolívar, le quemo incienso: donde lo encuentro pequeño, lo digo sin embozo.

Por Dios, que hay escritores que, llamándose liberales, son más intolerantes que Roma. Ni Bolívar ni el Syllabus admiten examen ni discusión.

¿Discurrís sobre la infalibilidad del Papa?—¡A la hoguera el hereje!

¿No tribuiáis culto idólatra á Bolívar?—¡Sois un imbécil ó un malvado!

¡Ah! Empequeñecéis á Bolívar, los que os obstináis en hacer de él un ser perfecto, una divinidad. No sólo lo empequeñecéis, lo ridiculizáis.

¡Quién sabe si las generaciones venideras estimarán en mas la atrevida independencia de mi pluma, que las frases de oropel con que una generación, casi contemporánea del héroe, cree enaltecerlo!

¡Tal vez mis artículos harán por la gloria de Bolívar, ante el desapasionado criterio de otros siglos, más que los panegíricos de relumbrón y que los obligados discursos de académica forma!

Si convenís conmigo en que Bolívar es ya un nombre histórico, tolerad que la crítica se apodere de ese nombre. Puestos en la balanza su genio y su fortuna de político y de batallador, á la par que sus extravíos y mezquindades de hombre, no temáis que su estatua descienda una pulgada del pedestal sobre el cual se alza.

¿Acaso brilla menos el sol porque los cristales ópticos hayan descubierto en él manchas?

Lima, Diciembre 5 de 1883.