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La vida de Rubén Darío: XXXVII

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Claro es que mi mayor número de relaciones estaba entre los jóvenes de letras, con quienes comencé a hacer vida nocturna, en cafés y cervecerías. Se comprende que la sobriedad no era nuestra principal virtud. Frecuentaba también a otros amigos que ya no eran jóvenes, como ese espíritu singular lleno de tan variadas luces y de quien emanaban una generosidad corriente simpática y un contagio de vitalidad y de alegría, el doctor Eduardo L. Holemberg; o bien el hoy célebre americanista Ambrosetti, que ilustraba nuestras charlas con sus ilustrativas narraciones. Con Payró nos juntábamos en compañía del bizarro poeta, entonces casi un efebo, pero ya encendido de cosas libertarias, Alberto Ghiraldo; de Manuel Argerich, cariñoso dandy, que escribió para el teatro; del excelente aeda suizo Charles Soussens, fiel a sus principios de nocturnidad; de José Ingenieros, hoy psiquiatra eminente; de José Pardo, que fundara varias revistas; de Diego Fernández Espiro, el mosquetero de los sonantes sonetos; del encantador veterano Antonino Lamberti, a quien los manes de Anacreonte bendicen, y a quien las Gracias y las Musas han sido siempre propicias y halagadoras.

Otro de mis amigos, que ha sido siempre fraternal conmigo, era Charles E. F. Vale, un inglés criollo incomparable.

Una noche, con motivo del aniversario de la reina Victoria, le dicté en el restaurant de Las 14 provincias, un pequeño poema en prosa dedicado a su soberana, que él escribió a falta de papel en unos cuantos sobres y que no ha aparecido en ninguno de mis libros. Ese poemita es el siguiente:

God save the Queen

To my friend C. E. F. Vale.

Por ser una de las más fuertes y poderosas tierras de poesía;

Por ser la madre de Shakespeare;

Porque tus hombres son bizarros y bravos, en guerras y en olímpicos juegos;

Porque en tu jardín nace la mejor flor de las primaveras y en tu cielo se manifiesta el más triste sol de los inviernos;

Canto a tu reina, oh grande y soberbia Britania, con el verso que repiten los labios de todos tus hijos;

God save the Queen

Tus mujeres tienen los cuellos de los cisnes y la blancura de las rosas blancas;

Tus montañas están impregnadas de leyenda, tu tradición es una mina de oro, tu historia una mina de hierro, tu poesía una mina de diamantes;

En los mares, tu bandera es conocida de todas las espumas y de todos los vientos, a punto de que la tempestad ha podido pedir carta de ciudadanía inglesa:

Por tu fuerza, oh Inglaterra:

God save the Queen

Porque albergaste en una de tus islas a Víctor Hugo;

Porque sobre el hervor de tus trabajadores, el tráfago de tus marinos y la labor incógnita de tus mineros, tienes artistas que te visten de sedas de amor, de oros de gloria, de perlas líricas;

Porque en tu escudo está la unión de la fortaleza y del ensueño, en el león simbólico de los reyes y unicornio amigo de las vírgenes y hermano del Pegaso de los soñadores:

God save the Queen

Por tus pastores que dicen los salmos y tus padres de familia que en las horas tranquilas leen en alta voz el poeta favorito junto a la chimenea.

Por tus princesas incomparables y tu nobleza secular;

Por San Jorge, vencedor del Dragón; por el espíritu del gran Will y los versos de Swinburne y Tennyson;

Por tus muchachas ágiles, leche y risa, frescas y tentadoras como manzanas;

Por tus mozos fuertes que aman los ejercicios corporales; por tus scholars familiarizados con Platón, remeros o poetas;

God save the Queen

Envío

Reina y emperatriz, adorada de tu inmenso pueblo, madre de reyes, Victoria favorecida por la influencia de Nile; solemne viuda vestida de negro, adorada del príncipe amado; Señora del mar, Señora del país de los elefantes. Defensora de la Fe, poderosa y gloriosa anciana, el himno que te saluda se oiga hoy por toda la tierra: Reina buena: «¡Dios te salve!».