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—Escucha: tú puedes, como es natural, casarte con quien te dé la gana; pero te prevengo que tu marido no podrá vivir aquí. Ya sabes que a mí no me gusta que haya nadie en la cocina. Y tampoco quiero que te vayas de noche.

—Pero, señora, ¿para qué me dice usted eso? A mí no me importa ese hombre. Por mi parte, puede reventar.

Un domingo por la mañana, como mirase Gricha al interior de la cocina, se quedó con la boca abierta.

La cocina estaba llena de visitas. Se encontraban allí todas las cocineras y criadas de la vecindad, el portero, un suboficial, y un muchacho a quien Gricha conocía por el nombre de Filka. El tal Filka iba siempre sucio, harapiento, y ahora estaba lavado y peinado, y sostenía con ambas manos un icono. En medio de la cocina hallábase la cocinera Pelageya, vestida con un flamante traje blanco, y adornados los cabellos con una flor. A su lado se veía al cochero. Los nuevos esposos estaban encarnados y sudando a mares.

—Bueno; me parece que es tiempo—dijo el suboficial, después de un largo silencio.

Pelageya empezó a hacer pucheros, y prorrumpió, al fin, en sollozos. El suboficial tomó de la mesa un gran pan, se colocó junto a la vieja Stepanovna, y procedió a las bendiciones. El cochero se acercó a él, le saludó humildemente, y le besó la mano. Pelageya siguió, de un modo automático, su ejemplo. Al cabo, la puerta se abrió, se llenó la cocina de nu-