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cap.
darwin: viaje del «beagle»

Un día el capitán envió la yola al mando de míster Chaffers, con provisiones para tres días, a inspeccionar la parte superior del puerto. Por la mañana buscamos algunos sitios en que hacer aguada, señalados en una antigua carta española. Hallamos una cala en cuyo fondo había un arroyuelo de agua salobre. Aquí la marea nos forzó a esperar varias horas, y en el intervalo caminé algunas millas adentro. La llanura, como de ordinario, se componía de grava mezclada con una tierra que parecía cal, pero que en realidad era de muy distinta naturaleza. A consecuencia de la poca cohesión de estos materiales había numerosos barrancos. No se veía un árbol, y apenas algún cuadrúpedo o ave; únicamente el guanaco aparecía en la cima de algún cerro, velando como fiel centinela por su rebaño. Todo era silencio y desolación. Sin embargo, al pasar por regiones tan yermas y solitarias, sin ningún objeto brillante que llame la atención, se apodera del ánimo un sentimiento mal definido, pero de íntimo gozo espiritual. El espectador se pregunta por cuántas edades ha permanecido así aquella soledad, y por cuántas más perdurará en este estado.

«Nadie puede decirlo...; todo parece ahora eterno.
El desierto tiene una lengua misteriosa,
que sugiere terribles dudas» [1].

Por la tarde navegamos unas cuantas millas más arriba, y luego plantamos nuestras tiendas para pasar la noche. Al día siguiente, a eso de las doce, la yola varó, y por falta de fondo no pudo continuar más allá. Como el agua era en parte dulce, Mr. Chaffers tomó el bote y avanzó dos o tres millas más adentro, donde también varó, pero en un río de agua dulce. El agua


  1. Shelley, versos al Monte Blanco.