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Página:Crónica de la guerra hispano-americana en Puerto Rico.djvu/375

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CRÓNICAS
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ron hacia el lugar de la acción por un camino vecinal llamado de las Calabazas, y sin encontrar fuerza armada de ninguna clase, llegaron al vado de Zapata, cruzaron el río y subieron por la margen opuesta hasta una pequeña casa que allí había, propiedad de Gerardo González, donde, con gran sorpresa, encontraron al teniente coronel Osés, al segundo teniente Lucas Hernández, a un sargento y varios soldados españoles. El primero, adelantándose, manifestó al doctor Franco (de quien era amigo) «lo difícil de su situación, a causa de los graves acontecimientos desarrollados poco antes, y también por encontrarse muy enfermo y con fiebre altísima». Ambos facultativos le ofrecieron sus servicios, y el doctor Cancio, trayéndolo a lugar apartado, le manifestó que estaba dispuesto, y lo mismo su compañero, a conducirles a él y a todos sus soldados a lugar seguro y al otro lado del río; añadió que era muy práctico por aquellos caminos, como lo probaba el haber llegado allí sin ser notado por las tropas enemigas. Osés contestó que no deseaba marcharse, porque sentía agotadas sus fuerzas a causa de la fiebre y el cansancio; a lo cual argüyó su interlocutor ofreciéndole su caballo; pero como aquel jefe opusiese la más tenaz negativa no se volvió a hablar del asunto.

Como alguien dijera a dichos facultativos que en paraje no distante había un artillero español, gravemente herido, abandonaron la casa de González para ir en su busca. Entonces el teniente coronel Osés les recomendó «que se avistasen con los soldados enemigos, avisándoles de su presencia en aquel sitio y que deseaba rendirse con todos los que le acompañaban»; pero aquéllos resolvieron no hacer nada, por creer contrario a sus funciones de neutralidad en la Cruz Roja el desempeñar tal comisión.

A poco rato, y al volver de una vereda, fueron detenidos por una avanzada de americanos, quienes apuntándoles con sus fusiles les dieron el alto; pero como observasen las insignias de la Cruz Roja, bajaron sus armas, y todos juntos siguieron adelante hasta dar con el artillero. Yacía éste en tierra, herido mortalmente de un balazo en el vientre, y a grandes voces se quejaba diciendo: «¡Ay, mi madre!; <¿qué culpa tendré yo de todo esto?»

Los facultativos, utilizando un botiquín de la columna española que encontraron junto a un mulo muerto, en el campo, procedieron a la cura de primera intención, y entonces uno de los regulares americanos, el cual mostraba gran pena al escuchar las lamentaciones de aquel compañero y enemigo suyo, se despojó de todos los arreos militares y, tendiéndose sobre las guijas del campo, indicó por señas a los médicos que colocasen al artillero sobre su persona, a fin de que pudiese ser curado con mayores facilidades; así se hizo. Y el pobre muchacho, quien falleció más tarde, sintió calmados sus dolores, merced a la asistencia facultativa de dos miembros de la Cruz Roja y al noble y generoso comportamiento de aquel otro soldado adversario, cuyo nombre no figura en estas páginas por no haberlo anotado los doctores Franco y Cancio.