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Página:Crónica de la guerra hispano-americana en Puerto Rico.djvu/575

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CRÓNICAS
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que no volverán sino después de firmada la paz. Será un libro curioso, porque con- tendrá los nombres, edades, profesiones, cargos que desempeñaban, fechas de sa- lida, sueldos que gozan y sitios de residencia.»

— «Se dice que no falta algún habitante temporero de las sierras del Guaraguao que encuentre deliciosa la vida de las montañas y que ya coma con gusto el arroz con perico, f un che, majarete, inundo nuevo y hasta los caimitos, tcacos y jobos, pon- derando la riqueza de manjares y frutos montaraces que desconocía hace tres me- ses. No hay nada tan eficaz como los anuncios de bombardeos, para desarrollar el gusto, por estudios prácticos, de las costumbres campesinas.»

Había una estricta censura en las oficinas del Estado Mayor; el lápiz rojo del cen- sor mutilaba las hojas de planas de La Correspondencia', era preciso nadar y guardar la ropa, como decía D. Ramón.

En 26 de julio de 1 898 escribe: «Se dice que una brigada americana, numerosa,, con gran cantidad de cañones, ha tomado tierra en Guánica, capturando la pobla- ción, y trabando después combate hacia el camino de Yauco, con las fuerzas espa- ñolas de Patria, al mando del teniente coronel Puig, cuyas fuerzas han tenido que retirarse ante la superioridad del enemigo.

Pero, señor, ^-de dónde diablos saldrán estas noticias.?^ ^Quién las inventa.?' ^-Quién. las propaga.f^

Protestamos enérgicamente contra esos bolegramas.»

A ratos aparece travieso y burlón como un estudiante; al siguiente día del bom- bardeo de San Juan, publicó esta noticia:

«Dícese que el día del bombardeo volaron de a bordo de los buques de guerra «yankees» dos loros africanos blancos. Fueron a parar al Morro, donde los recogieron y conservan los soldados.»

Por la tarde, y a la siguiente mañana, el capitán Triarte vio con asombro su casti- llo rebosando de curiosos que le hacían mil preguntas sobre los ¿oros blancos.

En la próxima edición continuó la broma:

«No fueron dos loros, sino dos mirlos blancos africanos, los que el día del bom- bardeo se escaparon de los acorazados enemigos y fueron recogidos, no en el Morro,, sino en el Castillo de San Cristóbal.»

Y entonces le tocó al autor de este libro explicar a muchos candidos que no exis- ten mirlos blancos, y que todo era una tomadura de pelo de D. Ramón. Muchos no me creían, y hasta algunos, muy amigos, se pusieron furiosos, murmurando «de que se le ocultase al pueblo todas las noticias de la guerra, incluso la presencia de aque- llos interesantes pajaritos».

Un día, el censor, dejó en cuadro su periódico; López hizo componer y publicó en aquella edición el Padre Nuestro, la Salve y el Yo Pecador.

Hacia principios de julio escribe: «Nadie creyera, hace dos meses, que San Juan fuese un criadero de gallinas marruecas; ^-qué se hicieron de aquellos valientes gallos-