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Reveladoras — 159

Zaragoza, porque tuvo amiguitas en el hotel, y tampoco esta ciudad le disgustaba, aunque era una población pequeña.

La oía él, abrumado por el aire cosmopolita de su charla, mirándola extático y perdido en misterios de lejanías, igual que a las muñecas finas traídas de París. Sentado en uno de los sofás de ladrillos, en tanto que la muchacha hablaba paseando, sin cesar de moverse y jugueteando con sus cintas o mirándose los pies, preguntábale cosas de los viajes, de las grandes ciudades, cuyos nombres recordaba de la Geografía como una relación de cosas inexistentes. Pero lo cierto es que miss Elia no sabía dar cuenta apenas de las ciudades visitadas, en no siendo de las fondas o los circos, y confundía a Berlín, por ejemplo, con Lisboa, sin estar cierta de si éste o aquélla eran la capital de Prusia, cosas que hacían sonreír a Rodrigo.

— Toma.

Le dió un puñado de caramelos.

— Gracias — replicó la niña galantemente.

Por fortuna, no tuvieron necesidad de pegarla en las pasadas noches al repetir la gran batuda con su salto lateral.

— ¿Haréis música esta noche?... Tú tienes dos cosas: mira el programa.

— Sí, dos números: uno de música.

— ¿Y el otro?

— El volteo en Káiser para acabar la función.