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Ruben Dario

vido de vida trágica y de versos fuertes. Mi bohemia se mezcló a las agitaciones proletarias, y aun adolescente, me juzgué determinado a rojas campañas y protestas. Fraseé cosas locamente audaces y rimé sonoras imposibilidades. Mi alma, anhelante de ejercicios y actividades, fluctuó en su primavera sobre el suburbio. No sabía yo bien adonde iba, sino adonde me llamaban lejanos clarines. Me imbuí en el misterio de la naturaleza, y el destino de las muchedumbres, enigma fué para mí, tema y obsesión. Ardí de orgullo. Consideréme en la solidaridad humana, vibrantemente personal. Nada me fué extraño, y mi yo invadía el universo, sin otro bagaje que el que mi caja craneana portaba de ensueños y de ideas.

Mi espíritu era un jardín. Mis ambiciones eran libertad humana, alas divinas. Y, como no encontraba campana mejor que la que levantaba el alma de los desheredados, de los humildes, de los trabajadores, me fuí a buscar a Cristos por los mesones de los barrios bajos y por los pesebres. Creí—aurora irreflexiva—en la fuerza del odio, sin comprender toda la inutilidad de la violencia. No acaricié el instrumento de mis cantos, sino que le apreté contra mi corazón con una

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