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Página:Dies iræ (1920).djvu/54

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tinada a morir, coronada de blancas flores, en el festín nupcial.

Se oyeron gritos iracundos:

—¡Queréis que no haya en el país más que un solo hombre y treinta y cinco millones de bestias!

Sí, eso querían. Callaron y bajaron los ojos. Estaban cansados de luchar, de aspirar. Y, en su cansancio, en sus discursos fríos, pero dotados de un poder mágico, se presentía ya el nuevo trono. Exclamaciones aisladas, discursos insípidos, un silencio profundo, revelador de la traición.

La libertad moría; la libertad, la novia destinada a morir, coronada de flores, en el festín nupcial.

¿Pero qué ruido era aquél? Se oía acercarse una muchedumbre. Parecía que, en numerosos tambores gigantescos, sonaba una señal de alarma. ¡Tram-tram-tram! Eran los arrabales, que se acercaban. ¡Tram-tram-tram! Acudían a defender la libertad. ¡Tram-tram-tram! ¡Desgraciados traidores! ¡Tram-tram-tram! ¡Desgraciados vendidos!

—El pueblo pide permiso para desfilar ante la asamblea nacional.

¿Acaso se puede atajar en su marcha un torrente de lava? ¿Quién osará decirle a un terremoto: no pases de aquí?

Las puertas se abrieron de par en par. ¡Allí estaban los arrabales! Rostros color tierra, pechos desnudos. Una variedad infinita de harapos de todos colores, en lugar de vestidos. El frenesí