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Página:Echague Memorias tradiciones.djvu/178

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178 PEDRO ECHAGUE

le había dado a guardar las caravanas, mientras que él, por su parte, se reservaba el crucifijo; cómo había podido sustraerlas a los registros que se le hicieron cuando cayó presa, ocultándolas en el interior de un yesquero de cola de quirquincho; cómo, des- de entonces, no se había separado de ellas ni un sólo instante, a través de todas las vicisitudes de su agitada vida, acarician- do el propósito de restituirlas un día a la imágen a la cual le fueron substraídas, y conservándolas, entre tanto, como el más precioso de los amuletos. Durante largo tiempo había abrigado la esperanza de que una casualidad milagrosa la hiciera recu- perar el crucifijo, pero ahora esa esperanza se había desvane- cido, después de cuarenta años de muerto Cuero, sobre cuyo ca- dáver nada encontró la autoridad.

—Cuero no murió en ja sorpresa de Ullún, hermana. Murió mucho después, en Santiago de Chile, adonde huyó. Su astucia lo hizo desconfiar de la cita que tu le dabas, y a último mo- mento resolvió quedarse en el camino, aguardando el regreso de la banda que avanzó. hasta el rancho y cayó en la celada. Conozco este y los demás hechos posteriores de Cuero, por la inujer con quien este se casó en Chile, y a la cual, por maravillosa casualidad, conocí en un trance supremo.

Y el sacerdote, a :u vez, le refirió a su cómplice de otros tiempos, su escapada de la sorpresa de Cruz de Piedra, en la que, a punto de caer en maros de log gendarmes, invocó la pro- tección de la Virgen de Loreto y fué salvado; su arrepentimien- to sincero, cuando se encontró solo otra vez, frente a las em- pinadas crestas del Tontal; su propósito de renunciar a tan mi- serable vida y consagrarse a Dios; su viaje a Chile, venciendo dificultades sin cuento, y su ingreso al Convento de los Fran- ciscanos, tras largas penitencias y pruebas que acreditaran su contrición y su fe. Le relató, por último, su encuentro con la mujer de Cruz Cuero, cuatro años más tarde, cuando ya orde- naco saceráote, pasaba una mañana por una calle de los subur- bios de Santiago. Solicitado con urgencia para auxiliar a un mo- ribundo, se encontró en una pocilga ante un hombre lleno de sangre que, en efecío, parecia próximo a expirar. Le explicó lo ocurrido la mujer que lo había llamado, que era la del mo- ribundo. Cuando éste se emborrachaba tenía la manía de poner de manifiesto un crucifijo de oro que llevaba colgado siempre del cuello. Se trataba de una prenda de gran valor, que había despertado la codicia de unos cuantos rotos que con él bebían poco antes, y que lo atacaron a mano armada para quitárselo. El atacado se defendió, y aunque muy mal herido, pudo llegar hasta su casa sin perder el crucifijo.

—Ya imaginarás, hermana, prosiguió el franciscano, la emo- ción que yo experimenté al cír aquello. El moribundo no podía ser otro que Cruz Cuero... Me aproximé a él y lo examinó de cerca. ¡Era él! Lo reconocí a pesar de las marcas de destruc- ción que el tiempo, el vicio y las heridas, habían impreso en su cara. Sus dos manos estaban crispadas a la altura de la gar- ganta, sobre un crucifico. ¡Sobre el crucifico de Nuestra Seño- ra de Loreto! Reconocí la voluntad de la Divina Providencia en este encuentro, y más todavía cuado la mujer de Cuero me ex- plicó que él mismo había pedido un sacerdote momentos antes, encargando que se le entregara el crucifijo al que viniera, y se le rogara devolverlo a la iglesia argentina de donde fué roba- do... Dios había querido que fuera yo, el mismo ladrón, el