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Robinson Crusoe/9

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Robinson Crusoe
de Daniel Defoe
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Habiendo controlado mis impulsos, podrán imaginarse que viví un año en un estado de paz y sosiego. Mis pensamientos se ajustaban perfectamente a mi situación, me sentía plenamente satisfecho con las disposiciones de la Providencia y estaba convencido de que vivía una existencia feliz, si no consideraba la falta de compañía.

En este tiempo, perfeccioné mis destrezas manuales, a las que me aplicaba según mis necesidades y creo que llegué a convertirme en un buen carpintero, en especial, si se tenía en cuenta que disponía de muy pocas herramientas.

Aparte de esto, llegué a dominar el arte de la alfarería y logré trabajar con un torno, lo que me pareció infinitamente más fácil y mejor, porque podía redondear y darles forma a los objetos que al principio eran ofensivos a la vista. Más, creo que nunca me sentí tan orgulloso de una obra, ni tan feliz por haberla realizado, que cuando descubrí el modo de hacer una pipa. A pesar de que, una vez terminada, era una pieza fea y tosca, hecha de barro rojo, como mis otros cacharros, era fuerte y sólida y pasaba bien el humo, lo que me proporcionó una gran satisfacción porque estaba acostumbrado a fumar. A bordo del barco había varias pipas pero, al principio, no les hice caso porque no sabía que encontraría tabaco en la isla pero, más tarde, cuando regresé por ellas, no pude encontrar ninguna.

También hice grandes adelantos en la cestería. Tejí muchos cestos, que, aunque no eran muy elegantes, estaban tan bien hechos como mi imaginación me lo había permitido y, además, eran prácticos y útiles para ordenar y transportar algunas cosas. Por ejemplo, si mataba una cabra, podía colgarla de un árbol, desollarla, cortarla en trozos y traerla a casa en uno de los cestos. Lo mismo hacía con las tortugas: las cortaba, les sacaba los huevos y separaba uno o dos pedazos de carne, que eran suficientes para mí, y traía todo a casa, dejando atrás el resto. Los cestos grandes y profundos me servían para guardar el grano, que siempre desgranaba apenas estaba seco.

Comencé a darme cuenta de que la pólvora disminuía considerablemente y esto era algo que me resultaba imposible producir. Me puse a pensar muy seriamente en lo que haría cuando se acabara, es decir, en cómo iba a matar las cabras. Como ya he dicho, en mi tercer año de permanencia en la isla, capturé una pequeña cabra y la domestiqué con la esperanza de encontrar un macho, pero no lo conseguí. Esta cabra creció, no tuve corazón para matarla y, finalmente, murió de vieja.


Pero estaba en el undécimo año de mi residencia y, como he dicho, las municiones comenzaban a escasear, de modo que me dediqué a estudiar algún medio para atrapar o capturar viva alguna cabra, preferiblemente una hembra con cría.

Con este fin, tejí algunas redes y creo que más de una cayó en ellas. Pero mis lazos no eran fuertes, porque no tenía alambre, y siempre los encontraba rotos y con el cebo comido.

Finalmente, decidí hacer trampas. Cavé varios fosos en la tierra, en sitios donde, según había observado, solían pastar las cabras y, sobre ellos, coloqué un entramado, que yo mismo hice, con bastante peso encima. Algunas veces, dejaba espigas de cebada y arroz sin colocar la trampa, y podía observar, por las huellas de sus patas, que las cabras se las habían comido. Finalmente, una noche coloqué tres trampas y, a la mañana siguiente, las encontré intactas, aunque el cebo había sido devorado, lo cual me desalentó mucho. No obstante, alteré mi trampa y, para no incomodaros con los detalles, diré que, a la mañana siguiente, encontré un macho cabrío en una de ellas y tres cabritos, un macho y dos hembras, en otra.

No sabía qué hacer con el macho cabrío porque era muy arisco y no me atrevía a descender al foso para capturarlo, como era mi intención. Habría podido matarlo pero esto no era lo que quería, ni resolvía mi problema; así que lo solté y salió huyendo despavorido. En aquel momento, no sabía algo que aprendí más tarde: que el hambre puede amansar incluso a un león. Si lo hubiese dejado en la trampa tres o cuatro días sin alimento y le hubiese llevado un poco de agua, primeramente, y, luego, un poco de grano, se habría vuelto tan manso como los pequeños, ya que las cabras son animales muy sagaces y dóciles, si se tratan adecuadamente.

No obstante, lo dejé ir, porque no se me ocurrió nada mejor en el momento. Entonces fui donde los más pequeños, los cogí, uno a uno, los amarré a todos juntos con un cordel y los traje a casa sin ninguna dificultad.

Pasó un tiempo antes de que comenzaran a comer pero los tenté con un poco de grano dulce y comenzaron a domesticarse. Ahora me daba cuenta de que el único medio que tenía de abastecerme de carne de cabra cuando se me acabara la pólvora, era domesticarlas y criarlas. De este modo, las tendría alrededor de mi casa como si fuesen un rebaño de ovejas.

Luego pensé que debía separar las cabras domésticas de las salvajes, pues, de lo contrario, se volverían salvajes cuando crecieran. Para lograr esto, tenía que cercar una ex tensión de tierra con una valla o empalizada, a fin de evitar que salieran las que estuvieran dentro y que entraran las que estuvieran fuera.


La empresa era demasiado ambiciosa para un solo par de manos. Sin embargo, como sabía que era absolutamente imprescindible, empecé por buscar un terreno adecuado donde hubiera hierba para que se alimentaran, agua para beber y sombra para protegerlas del sol.

Los que saben hacer este tipo de cercados, pensarán que tuve poco ingenio al elegir una pradera o sabana (como las llamamos los ingleses en las colonias occidentales), que tenía muchos árboles en un extremo y dos o tres pequeñas corrientes de agua. Como he dicho, se reirán cuando les diga que, cuando comencé, tenía previsto hacer un cercado de, al menos, dos millas. Mi estupidez no era tan solo ignorar las dimensiones, ya que, seguramente, habría tenido suficiente tiempo para cercar un recinto de casi diez millas, sino pasar por alto que, en semejante extensión de terreno, las cabras habrían seguido siendo tan salvajes como si se encontraran libres por toda la isla y que, si tenía que perseguirlas en un espacio tan grande, no podría atraparlas nunca.

Había construido casi cincuenta yardas de cerca cuando se me ocurrió esto. Interrumpí las labores de inmediato y, para empezar, decidí cercar un terreno de unas ciento cincuenta yardas de largo por cien de ancho. Allí podía mantener, por un tiempo razonable, a los animales que capturara y, a medida que fuera aumentando el rebaño, ampliaría mi cercado.

Esto era actuar con prudencia y reanudé mis labores con nuevos bríos. Me tomó casi tres meses hacer el primer cercado. Durante este tiempo, mantuve a los cabritos en la mejor parte del terreno y los hacía comer tan cerca de mí como fuera posible para que se acostumbraran a mi presencia. A menudo les llevaba algunas espigas de cebada o un puñado de arroz para que comieran de mi mano. De este modo, cuando terminé la valla y los solté, me seguían de un lado a otro, balando para que les diera un puñado de grano.

Esto solucionaba mi problema y, al cabo de un año y medio, tenía un rebaño de doce cabras, con crías y todo. En dos años más, tenía cuarenta y tres, sin contar las que había matado para comer. Posteriormente, cerqué otros cinco predios e hice pequeños corrales donde las conducía cuando tenía que coger alguna, con puertas que comunicaban un predio con otro.

Pero esto no es todo, pues ya no solo tenía carne de cabra para comer a mi antojo sino también leche, algo que ni se me había ocurrido al principio y que, cuando lo descubrí, me proporcionó una agradable sorpresa. Ahora tenía mi lechería y, a veces, sacaba uno o dos galones de leche diarios. Y como la naturaleza, que proporciona alimentos a todas sus criaturas, también les muestra cómo hacer uso de ellos, yo, que jamás había ordeñado una vaca, y mucho menos una cabra, ni había visto hacer mantequilla ni queso, aprendí a hacer ambas cosas rápida y eficazmente, después de varios intentos y fracasos, y ya nunca volvieron a faltarme.


¡Cuán misericordioso puede ser nuestro Creador con sus criaturas, aun cuando parece que están al borde de la muerte y la destrucción! ¡Hasta qué punto puede dulcificar las circunstancias más amargas y darnos motivos para alabarlo, incluso desde celdas y calabozos! ¡Qué mesa había servido para mí en medio del desierto, donde al principio tan solo pensaba que iba a morir de hambre!

Incluso los más estoicos se habrían reído de verme sentado a la mesa, junto a mi pequeña familia, como el príncipe y señor de toda la isla. Tenía absoluto control sobre las vidas de mis súbditos; podía ahorcarlos, aprisionarlos, darles y quitarles la libertad, sin que hubiera un solo rebelde entre ellos.

Del mismo modo que un rey come absolutamente solo y asistido por sus sirvientes, Poll, como si fuese mi favorito, era el único que podía dirigirme la palabra. Mi perro, que ya estaba viejo y maltrecho y que no había encontrado ninguna de su especie para multiplicarse, se sentaba siempre a mi derecha. Los dos gatos se situaban a ambos lados de la mesa, esperando que, de vez en cuando, les diera algo de comer, como muestra de favor especial.

Estos no eran los dos gatos que había traído a tierra en el principio. Aquellos habían muerto y yo los había enterrado, con mis propias manos, cerca de mi casa. Uno de ellos se había multiplicado con un animal, cuya especie no conocía, y yo conservaba estos dos, a los que había domesticado, mientras los otros andaban sueltos por los bosques. Con el tiempo, comenzaron a ocasionarme problemas, pues, a menudo se metían en mi casa y la saqueaban. Finalmente, me vi obligado a dispararles y, después de matar a muchos, me dejaron en paz. De este modo, vivía en la abundancia y bien acompañado, por lo que no podía lamentarme de que me faltase nada, como no fuese la compañía de otros hombres, que, poco después, tendría en demasía.

Estaba impaciente, como he observado, por usar mi piragua, aunque no estaba dispuesto a correr más riesgos. A veces me sentaba a pensar en la forma de traerla por la costa y, otras, me resignaba a la idea de no tenerla a mano. Sentía una extraña inquietud por ir a esa parte de la isla donde, como he dicho, en mi última expedición trepé una colina para ver el aspecto de la orilla y la dirección de las corrientes, a fin de decidir qué iba a hacer. La tentación aumentaba por días y, por fin, decidí hacer una travesía por tierra a lo largo de la costa; y así lo hice. En Inglaterra, cualquiera que se hubiese topado con alguien como yo, se habría asustado o reído a carcajadas. Como a menudo me observaba a mí mismo, no podía dejar de sonreír ante la idea de pasear por Yorkshire con un equipaje y una indumentaria como los que llevaba. Por favor, tomad nota de mi aspecto.


Llevaba un gran sombrero sin forma, hecho de piel de cabra con un colgajo en la parte de atrás, que servía para protegerme la nuca de los rayos del sol o de la lluvia, ya que no hay nada más nocivo en estos climas como la lluvia que se cuela entre la ropa.

Llevaba una casaca corta de piel de cabra, con faldones que me llegaban a mitad de los muslos y un par de calzones abiertos en las rodillas. Estos estaban hechos con la piel de un viejo macho cabrío, cuyo pelo me colgaba a cada lado del pantalón hasta las pantorrillas. No tenía calcetines ni zapatos pero me había fabricado un par de cosas que no sé cómo llamar, algo así como unas botas, que me cubrían las piernas y se abrochaban a los lados como polainas, pero tan extravagantes como el resto de mi indumentaria.

Llevaba un grueso cinturón de cuero de cabra desecado, cuyos extremos, a falta de hebilla, ataba con dos correas del mismo material. A un lado del cinturón, y a modo de puñal, llevaba una pequeña sierra y, al otro, un hacha. Llevaba, cruzado por el hombro izquierdo, otro cinturón más delgado, que se abrochaba del mismo modo y del que colgaban dos sacos, también de cuero de cabra; en uno de ellos cargaba la pólvora y en el otro las municiones. A la espalda llevaba un cesto, al hombro una escopeta y sobre la cabeza, una enorme y espantosa sombrilla de piel de cabra que, con todo, era lo que más falta me hacía, después de mi escopeta. El color de mi piel no era exactamente el de los mulatos, como podría esperarse en un hombre que no se cuidaba demasiado y que vivía a nueve o diez grados de la línea del ecuador. Una vez me dejé crecer la barba casi una cuarta pero como tenía suficientes tijeras y navajas, la corté muy corta, excepto la que crecía sobre los labios que me arreglé a modo de bigotes mahometanos como los que usaban los turcos de Salé, pues, contrario a los moros, que no los utilizaban, los turcos los llevaban así. De estos mostachos o bigotes diré que eran lo suficientemente largos para colgar de ellos un sombrero de dimensiones tan monstruosas que en Inglaterra se consideraría espantoso.

Dicho sea de paso, como no había nadie que pudiese verme en estas condiciones, mi aspecto me importaba muy poco y, por lo tanto, no hablaré más de él. De esta guisa, emprendí mi nuevo viaje, que duró cinco o seis días. En primer lugar, anduve por la costa hasta el lugar donde había anclado el bote la primera vez para subir a las rocas. Como ahora no tenía que cuidar del bote, hice el trayecto por tierra y escogí un camino más corto para llegar a la misma colina desde la que había observado la punta de arrecifes por la que tuve que doblar con la piragua. Me sorprendió ver que el mar estaba totalmente en calma, sin agitaciones, movimientos ni corrientes, fuera de las habituales.


Me costaba mucho trabajo comprender esto así que decidí pasar un tiempo observando para ver si había sido ocasionado por los cambios de la marea. No tardé en darme cuenta de que el cambio lo producía el reflujo que partía del oeste y se unía con la corriente de algún río cuando desembocaba en el mar. Según la dirección del viento, norte u oeste, la corriente fluía hacia la costa o se alejaba de ella. Me quedé en los alrededores hasta la noche y volví a subir a la colina. El reflujo se había vuelto a formar y pude ver claramente la corriente, como al principio, solo que esta vez llegaba más lejos, casi a media legua de la orilla. En mi caso, estaba más cerca de la costa y, por tanto, me arrastró junto con mi canoa, cosa que no habría pasado en otro momento.

Este descubrimiento me convenció de que no tenía más que observar el flujo y el reflujo de la marea para saber cuándo podía traer mi piragua de vuelta. Más cuando decidí poner en práctica este plan, sentía tanto terror al recordar los peligros que había sufrido, que no podía pensar en ello sin sobresaltos. Por tanto, tomé otra resolución que me pareció más segura, aunque, también, más laboriosa, que consistía en construir o hacer otra piragua o canoa para, así, tener una a cada lado de la isla.

Podéis comprender que ahora tenía, por así decirlo, dos fincas en la isla. Una de ellas era mi pequeña fortificación o tienda, rodeada por la muralla al pie de la roca, con la cueva detrás y, a estas alturas, con dos nuevas cámaras que se comunicaban entre sí. En la más seca y espaciosa de las cámaras, había una puerta que daba al exterior de la muralla o verja, o sea, hacia fuera del muro que se unía a la roca. Allí tenía dos grandes cacharros de barro, que ya he descrito con lujo de detalles, y catorce o quince cestos de gran tamaño, con capacidad para almacenar cinco o seis fanegas de grano cada uno. En ellos guardaba mis provisiones, en especial el grano, que desgranaba con mis manos o que conservaba en las espigas, cortadas al ras del tallo.

Los troncos y estacas con los que había construido la muralla, se prendieron a la tierra y se convirtieron en enormes árboles, que se extendieron tanto que nadie podía imaginarse que detrás de ellos había una vivienda.

Cerca de mi morada, pero un poco más hacia el centro de la isla y sobre un terreno más elevado, estaba el sembradío de grano, que cultivaba y cosechaba a su debido tiempo. Si tenía necesidad de más grano podía extenderlo hacia los terrenos contiguos que eran igualmente adecuados para el cultivo.


Aparte de esta, tenía mi casa de campo, donde también poseía una finca aceptable. Allí tenía mi emparrado, como solía llamarlo, que conservaba siempre en buen estado; es decir, mantenía el seto que lo circundaba perfectamente podado, dejando siempre la escalera por dentro. Cuidaba los árboles que, al principio, no eran más que estacas que luego crecieron hasta formar un seto sólido y firme. Los cortaba de modo que siguieran creciendo y formaran un follaje fuerte y tupido, que diera una sombra agradable, como, en efecto, ocurrió, conforme a mis deseos. En medio de este espacio, tenía mi tienda siempre puesta: un trozo de tela extendida sobre estacas que nunca tuve que reparar o renovar. Debajo de la tienda había hecho un lecho o cama con las pieles de los animales que mataba y otros materiales suaves. Tenía, además, una manta que había pertenecido a una de las camas del barco y una gran capa con la que me cubría. Cada vez que podía ausentarme de mi residencia principal, venía a pasar un tiempo en mi casa de campo.

Junto a esta casa, tenía los corrales para el ganado, es decir, mis cabras. Como había tenido que hacer esfuerzos inconcebibles para cercarlos, cuidaba con infinito celo que la valla se mantuviese entera, evitando que las cabras la rompiesen. Tanto estuve en esto que, después de mucho trabajo, logré cubrir la parte exterior con pequeñas estacas, tan próximas unas a otras, que más que una valla, formaban una empalizada, pues apenas quedaba espacio para pasar una mano a través de ella. Más tarde, durante la siguiente estación de lluvias, las estacas brotaron y crecieron hasta formar un cerco tan fuerte como una pared, o quizás más.

Todo esto da testimonio de que nunca estaba ocioso y que no escatimaba en esfuerzos para hacer todo lo que consideraba necesario para mi bienestar. Me parecía que tener un rebaño de animales domésticos era disponer de una reserva viviente de carne, leche, mantequilla y queso, que no se agotaría mientras viviese allí, así pasaran cuarenta años. La posibilidad de conservar esa reserva dependía exclusivamente de que fuera capaz de perfeccionar los corrales para mantener los animales unidos, cosa que logré con tanto éxito que cuando las estacas comenzaron a crecer, como las había plantado tan cerca unas de otras, me vi obligado a arrancar algunas de ellas.

En este lugar también crecían mis uvas, de las que dependía, principalmente, mi provisión de pasas para el invierno y las preservaba con gran cuidado, pues eran el mejor y más agradable bocado de mi dieta. En verdad no solo eran agradables sino ricas, nutritivas y deliciosas en extremo.

Como el emparrado quedaba a mitad de camino entre mi otra morada y el lugar en el que había dejado la piragua, normalmente dormía allí cuando hacía el recorrido entre uno y otro punto, pues a menudo iba a la piragua y conservaba todas sus cosas en orden. A veces iba solo por divertirme, pues no estaba dispuesto a hacer más viajes peligrosos ni alejarme más de uno o dos tiros de piedra de la orilla; tal era mi temor de volver a ser arrastrado sin darme cuenta por la corriente o el viento o sufrir cualquier otro accidente. Pero ahora comienza una nueva etapa de mi vida.


Un día, a eso del mediodía, cuando me dirigía a mi piragua, me sorprendió enormemente descubrir las huellas de un pie desnudo, perfectamente marcadas sobre la arena. Me detuve estupefacto, como abatido por un rayo o como si hubiese visto un fantasma. Escuche y miré a mi alrededor pero no percibí nada. Subí a un montículo para poder observar, recorrí con la vista toda la playa, a lo largo y a lo ancho, pero no hallé nada más. Volví a ellas para ver si había más y para confirmar que todo esto no fuera producto de mi imaginación pero no era así. Allí estaba muy clara la huella de un pie, con sus dedos, su talón y todas sus partes. No sabía, ni podía imaginar, cómo había llegado hasta allí. Después de darle mil vueltas en la cabeza, como un hombre completamente confundido y fuera de sí, regresé a mi fortificación, sin sentir, como se dice por ahí, la tierra bajo mis pies, aterrado hasta mis límites, mirando hacia atrás cada dos o tres pasos, imaginando que cada árbol o arbusto, que cada bulto en la distancia podía ser un hombre. No es posible describir las diversas formas que mi mente trastornada atribuía a todo lo que veía; cuántas ideas descabelladas se me ocurrieron y cuántos pensamientos extraños me pasaron por la cabeza en el camino.

Cuando llegué a mi castillo, pues creo que así lo llamé desde entonces, me refugié en él como alguien a quien persiguen. No puedo recordar si entré por la escalera o por la puerta de la roca, ni pude hacerlo a la mañana siguiente, pues jamás hubo liebre o zorra asustada que huyese a ocultarse en su madriguera con mayor terror que el mío en ese momento.

No dormí en toda la noche. Mientras más lejos estaba de la causa de mi miedo, más crecían mis aprensiones, contrario a lo que suele ocurrir en estos casos y, sobre todo, a la conducta habitual de los animales atemorizados. Pero estaba tan aturdido por los terrores que imaginaba, que no tenía más que pensamientos funestos, aunque en aquel momento me encontrara fuera de peligro. A veces, pensaba que podía ser el demonio y razonaba de la siguiente manera: ¿Quién si no puede llegar hasta aquí asumiendo una forma humana? ¿Dónde estaba el barco que los había traído? ¿Acaso había huellas de otros pies? ¿Cómo es posible que un hombre haya llegado hasta aquí? Mas, luego me preguntaba, igualmente confundido, por qué Satanás asumiría una forma humana en un lugar como este, sin otro fin que dejar una huella y sin tener la certeza de que yo la vería. Pensaba que el demonio debía tener muchos otros medios para aterrorizarme, más convincentes que una huella en la arena, pues viviendo al otro lado de la isla, no podía ser tan ingenuo como para dejar la huella en un lugar en el que había una entre diez mil posibilidades de que la descubriera, más aún, cuando tan solo una ráfaga de viento habría sido suficiente para que el mar la hubiese borrado completamente. Nada de esto concordaba con las nociones que solemos tener de las sutilezas del demonio, ni tenía sentido en sí mismo.


Estas y muchas otras razones me convencieron de abandonar mi temor a que se tratara del demonio y pensé que acaso se tratara de algo más peligroso aún, por ejemplo, salvajes de la tierra firme que rondaban por el mar en sus canoas y que impulsados por la corriente o el viento, habían llegado a la isla, habían estado en la playa y luego se habían marchado, tan poco dispuestos a quedarse en esta isla desierta como yo a tenerlos cerca.

Mientras estas ideas daban vueltas en mi cabeza, me sentí muy agradecido por no haberme encontrado allí en ese momento y porque no hubiesen visto mi piragua, lo cual, les habría advertido de la presencia de habitantes en la isla y, acaso, les habría incitado a buscarme. Entonces me asaltaron terribles pensamientos y temí que hubiesen descubierto mi piragua y que, por eso, supieran que la isla estaba habitada. Si esto era así, sin duda, vendrían muchos de ellos a devorarme y, si no lograban encontrarme, descubrirían mi refugio, destruirían todo mi grano, se llevarían todo mi rebaño de cabras domésticas y yo moriría de hambre y necesidad.

El temor borró toda mi esperanza religiosa. Toda mi antigua confianza en Dios, fundada en las maravillosas pruebas de su bondad, se desvanecía ahora, como si Él, que me había alimentado milagrosamente, no pudiese salvar, con su poder, los bienes que su bondad me había conferido. Me reproché mi comodidad, por no haber sembrado más grano que el necesario para un año, como si estuviese exento de cualquier accidente que destruyera la cosecha, y consideré tan merecido este reproche, que decidí, en lo sucesivo, proveerme de antemano con grano para dos o tres años, a fin de no correr el riesgo de morir por falta de pan, si algo ocurría.

¡Qué misteriosos son los caminos por los que obra la Providencia en la vida de un hombre! ¡Qué secretos y contradictorios impulsos mueven nuestros afectos, conforme a las circunstancias en las que nos hallamos! Hoy amamos lo que mañana odiaremos. Hoy buscamos lo que mañana rehuiremos. Hoy deseamos lo que mañana nos asustará e, incluso, nos hará temblar de miedo. En este momento, yo era un testimonio viviente de esa verdad pues, siendo un hombre cuya mayor aflicción era haber sido erradicado de toda compañía humana, que estaba rodeado únicamente por el infinito océano, separado de la sociedad y condenado a una vida silenciosa; yo, que era un hombre a quien el cielo había considerado indigno de vivir entre sus semejantes o de figurar entre las criaturas del Señor; un hombre a quien el solo hecho de ver a uno de su especie le habría parecido como regresar a la vida después de la muerte o la mayor bendición que el cielo pudiera prodigarle, después del don supremo de la salvación eterna; digo que, ahora temblaba ante el temor de ver a un hombre y estaba dispuesto a meterme bajo la tierra, ante la sombra o la silenciosa aparición de un hombre en esta isla.


Estas vicisitudes de la vida humana, que después me provocaron curiosas reflexiones, una vez me hube repuesto de la sorpresa inicial, me llevaron a considerar que esto era lo que la infinitamente sabia y bondadosa Providencia divina había deparado para mí. Como no podía prever los fines que perseguía su divina sabiduría, no debía disputar sus decretos, puesto que Él era mi Creador y tenía el derecho irrevocable de hacer conmigo según su voluntad. Yo era una criatura que lo había ofendido y, por lo tanto, podía condenarme al castigo que le pareciera adecuado y a mí me correspondía someterme a su cólera porque había pecado contra Él.

Pensé que si Dios, que era justo y omnipotente, había considerado correcto castigarme y afligirme, también podía salvarme y, si esto no le parecía justo, mi deber era acatar completamente su voluntad. Por otro lado, también era mi deber tener fe en Él, rezarle y esperar con calma los dictados y órdenes de su Providencia cada día.

Estos pensamientos me ocuparon muchas horas, mejor dicho, muchos días, incluso, podría decir que semanas y meses, y no puedo omitir uno de los efectos de estas reflexiones: Una mañana, muy temprano, estaba en la cama, con el alma oprimida por la preocupación de los salvajes, lo que me abatía profundamente y, de pronto recordé estas palabras de las escrituras: Invócame en el día de tu aflicción que yo te salvaré y tú me glorificarás.

Entonces, me levanté alegremente de la cama, con el corazón lleno de confianza y la convicción de que le rezaría fervorosamente a Dios por mi salvación. Cuando terminé de rezar, cogí la Biblia y, al abrirla, tropecé con las siguientes palabras: Aguarda al Señor y ten valor y Él fortalecerá tu corazón; aguarda, he dicho, al Señor. No es posible expresar hasta qué punto me reconfortaron estas palabras. Agradecido, dejé el libro y no volví a sentirme triste; al menos, por esta vez.

En medio de estas meditaciones, miedos y reflexiones, un día se me ocurrió que todo esto podía ser, simplemente, una fantasía creada por mi imaginación y que aquella huella bien podía ser mía, dejada en alguna de las ocasiones que fui a la piragua. Esta idea me reanimó y comencé a persuadirme de que todo era una ilusión, que no era otra cosa que la huella de mi propio pie. ¿Acaso no había podido tomar ese camino para ir o para regresar de la piragua? Por otra parte, reconocía que no podía recordar la ruta que había escogido y comprendí, que si esta huella era mía, había hecho el papel de los tontos que se esfuerzan por contar historias de espectros y aparecidos y terminan asustándose más que los demás.

Entonces me armé de valor y comencé a asomarme fuera de mi refugio. Hacía tres días y tres noches que no salía de mi castillo y comencé a sentir la necesidad de alimentarme, pues dentro solo tenía agua y algunas galletas de cebada. Además, debía ordeñar mis cabras, lo cual era mi entretenimiento nocturno, ya que las pobres estarían sufriendo fuertes dolores y molestias, como, en efecto, ocurrió, pues a algunas se les secó la leche.


Fortalecido por la convicción de que la huella era la de mis propios pies, pues he de decir que tenía miedo hasta de mi sombra, me arriesgué a ir a mi casa de campo para ordeñar mi rebaño. Si alguien hubiese podido ver el miedo con el que avanzaba, mirando constantemente hacia atrás, a punto de soltar el cesto y echar a huir para salvarme, me habría tomado por un hombre acosado por la mala conciencia o que, recientemente, hubiera sufrido un susto terrible, lo cual, en efecto, era cierto.

No obstante, al cabo de tres días de salir sin encontrar nada, comencé a sentir más valor y a pensar que, en realidad, todo había sido producto de mi imaginación. Mas no logré convencerme totalmente hasta que fui nuevamente a la playa para medir la huella y ver si había alguna evidencia de que se trataba de la huella de mi propio pie. Cuando llegué al sitio, comprobé, en primer lugar, que cuando me alejé de la piragua, no pude haber pasado por allí ni por los alrededores. En segundo lugar, al medir la huella me di cuenta de que era mucho mayor que la de mi pie. Estos dos hallazgos me llenaron la cabeza de nuevas fantasías y me inquietaron sobremanera. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, como si tuviera fiebre, y regresé a casa con la idea de que, no uno, sino varios hombres, habían desembarcado en aquellas costas. En pocas palabras, la isla estaba habitada y podía ser tomado por sorpresa. Mas no sabía qué medidas tomar para mi seguridad.

¡Oh, qué absurdas resoluciones adoptan los hombres cuando son poseídos por el miedo, que les impide utilizar la razón para su alivio! Lo primero que pensé fue destruir todos los corrales y devolver mis rebaños a los bosques, para que el enemigo no los encontrase y dejara de venir a la isla con este propósito. A continuación, excavaría mis dos campos de cereal con el fin de que no encontraran el grano, y se les quitaran las ganas de volver. Luego demolería el emparrado y la tienda para que no hallaran vestigios de mi morada y se sintieran inclinados a buscar más allá, para encontrar a sus habitantes.

Este fue el tema de mis reflexiones durante la noche que pasé en casa después de mi regreso, cuando las aprensiones que se habían apoderado de mi mente y los humos de mi cerebro estaban aún frescos. El miedo al peligro es diez mil veces peor que el peligro mismo y el peso de la ansiedad es mayor que el del mal que la provoca. Mas, lo peor de todo aquello era que estaba tan inquieto que no era capaz de encontrar alivio en la resignación, como antes lo hacía y como me creía capaz de hacer. Me parecía a Saúl, que no solo se quejaba de la persecución de los filisteos, sino de que Dios le hubiese abandonado. No tomaba las medidas necesarias para recomponer mi espíritu, gritando a Dios mi desventura y confiando en su Providencia, como lo había hecho antes para mi alivio y salvación. De haberlo hecho, al menos me habría sentido más reconfortado ante esta nueva eventualidad y quizás la habría asumido con mayor resolución.


Esta confusión de pensamientos me mantuvo despierto toda la noche pero por la mañana me quedé dormido. La fatiga de mi alma y el agotamiento de mi espíritu me procuraron un sueño profundo y el despertar más tranquilo que había tenido en mucho tiempo. Ahora comenzaba a pensar con serenidad y, después de mucho debatirme, concluí que esta isla, tan agradable, fértil y próxima a la tierra firme, no estaba abandonada del todo, como hasta entonces había creído. Si bien no tenía habitantes fijos, a veces podían llegar hasta ella algunos botes, ya fuera intencionadamente o por casualidad, impulsados por los vientos contrarios.

Habiendo vivido quince años en este lugar, y no habiendo encontrado aún el menor rastro o vestigio humano, lo más probable era que, si alguna vez llegaban hasta aquí, se marchasen tan pronto les fuese posible, pues, por lo visto, no les había parecido conveniente establecerse allí hasta ahora.

El mayor peligro que podía imaginar era el de un posible desembarco accidental de gentes de tierra firme, que, según parecía, estaban en la isla en contra de su voluntad, de modo que se alejarían rápidamente de ella tan pronto pudiesen y tan solo pasarían una noche en la playa para emprender el viaje de regreso con la ayuda de la marea y la luz del día. En este caso, lo único que debía hacer era conseguir un refugio seguro, por si veía a alguien desembarcar en ese lugar.

Ahora comenzaba a arrepentirme de haber ampliado mi cueva y hacer una puerta hacia el exterior, que se abriera más allá de donde la muralla de mi fortificación se unía a la roca. Después de una reflexión madura y concienzuda, decidí construir una segunda fortificación en forma de semicírculo, a cierta distancia de la muralla en el mismo lugar donde, hacía doce años, había plantado una doble hilera de árboles, de la cual ya he hecho mención. Había plantado estos árboles tan próximos unos a otros, que si agregaba unas cuantas estacas entre ellos, formaría una muralla mucho más gruesa y resistente que la que tenía.

De este modo, ahora tenía una doble muralla pues había reforzado la interior con pedazos de madera, cables viejos y todo lo que me pareció conveniente para ello y le había dejado siete perforaciones lo suficientemente grandes como para que pudiese pasar un brazo a través de ellas. En la parte inferior, mi muro llegó a tener un espesor de diez pies, gracias a la tierra que continuamente extraía de la cueva y que amontonaba y apisonaba al pie del mismo. A través de las siete perforaciones coloqué los mosquetes, de los cuales había rescatado siete del naufragio, los dispuse como si fuesen cañones y los ajusté a una armazón que los sostenía, de manera que en dos minutos podía disparar toda mi artillería. Me tomó varios meses extenuantes terminar esta muralla y no me sentí seguro hasta haberlo conseguido.


Hecho esto, por la parte exterior de la muralla y a lo largo de una gran extensión de tierra, planté una infinidad de palos o estacas de un árbol parecido al sauce, que, según había comprobado, crecía muy rápidamente. Creo que planté cerca de veinte mil, dejando entre ellas y la muralla espacio suficiente para ver al enemigo sin que pudiese ocultarse entre ellas, si intentaba acercarse a mi muralla.

Al cabo de dos años tuve un espeso bosquecillo y, en cinco o seis, tenía un auténtico bosque frente a mi morada, que crecía tan desmedidamente fuerte y tupido, que resultaba verdaderamente inexpugnable. No había hombre ni criatura viviente que pudiese imaginar que detrás de aquello había algo, mucho menos una morada. Como no había dejado camino para entrar, utilizaba dos escaleras. Con la primera pasaba a un lugar donde la roca era más baja y podía colocar la segunda escalera. Cuando retiraba ambas, era imposible que un hombre viniera detrás de mí sin hacerse daño y, en caso de que pudiese entrar, se hallaría aún fuera de mi muralla exterior.

De este modo, tomé todas las medidas que la humana prudencia pudiera recomendar para mi propia conservación. Más adelante se verá que no fueron del todo inútiles, aunque en aquel momento no obedecieran más que a mi propio temor.