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Una excursión: Capítulo 37

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El fogón al amanecer. Quién era Rufino Pereira. Su vida y compromisos conmigo. Cómo consiguen los indios que los caballos de los cristianos adquieran más vigor.


Dormí muy bien sin que nadie ni nada me interrumpiera.

El hombre se aviene a todo.

Mi cama desigual y dura, me pareció de plumas.

Si no me hubieran faltado algunas cobijas, podría decir que pasé una noche deliciosa.

Me levanté con el lucero del alba, gritando:

-¡Fuego!, ¡fuego!

En un abrir y cerrar de ojos hice mi toilette , a la luz de un candil.

Salí del rancho.

El fogón ardía ya y el agua hervía en la caldera.

Me puse a matear , divirtiéndome en escuchar los dicharachos y los cuentos de los soldados.

Cada uno tenía una anécdota que referir.

A todos les había pasado algo con los indios.

El uno había tenido que dar hasta los cigarros; el otro las botas; éste el poncho; aquél la camisa.

Sólo un mendocino, muy agarrado, había tenido el talento de hacerse sordo y mudo. Los pedigüeños no habían podido con él.

Mientras amanecía, me puse a hacerles un curso sobre la conducta y el porte que debían observar: sobre los inconvenientes de que no fuesen moderados, de que no cuidasen y respetasen a sus superiores más que nunca.

Comprendían perfectamente mis razones, y las escuchaban con religiosa atención.

A Rufino le eché un sermón con aspereza.

Este Rufino era un gaucho de Villanueva, con quien nadie podía. Azote de los campos, le tomaron y le destinaron al 12 de línea, junto con otros de su jaez, haciéndome el comandante militar las mayores recomendaciones, previniéndome que tuviera con él muchísimo cuidado, porque era un hombre de avería.

Comprendiendo que en el batallón 12 de línea sería un mal elemento a los tres días de destinado lo hice venir a mi presencia.

Le habían cortado su larga cabellera, le habían encasquetado ya el kepis, plantificado la chaquetilla y la bombacha.

El gaucho había desaparecido bajo el exterior del recluta.

Era un hombre alto, fornido, de grandes ojos negros, de fisonomía expresiva, de mirada inquieta, de movimientos fáciles, de aspecto resuelto, en suma.

Entablé con él el siguiente diálogo:

-¿Cómo te llamas?

-Rufino Pereira.

-¿De dónde eres?

-No sé.

-¿Dónde has nacido?

-No sé.

-¿Quiénes son tus padres?

-No sé.

-¿En qué trabajabas antes de ser soldado?

-En nada.

-¿Sabes por qué te han destinado?

-No sé.

-Dicen que eres ladrón, cuatrero y asesino.

-Así será.

-Pero ¿tú que crees?

-Yo no soy hombre malo.

-¿Qué eres entonces?

-Soy hombre gaucho.

-Pero, por eso solamente no te han de haber destinado.

-Es que los jueces no me quieren.

-No te habrás querido someter a su autoridad.

-No me ha gustado ser soldado; cuando he sabido que me buscaban he andado a monte. He peleado algunas veces con la partida, y la he corrido.

-¿Eso es todo lo que has hecho?

-Todo.

-Pero me has dicho que no trabajabas en nada, y para vivir sin hacer daño al prójimo, es menester trabajar en algo. Te vuelvo a preguntar, ¿de qué vivías?

-Soy jugador.

-Pero, ¿cómo es posible que digan que eres ladrón, cuatrero y asesino, si no lo eres?

-Me han achacado las cosas de otros compañeros que no he querido delatar, y dirán que soy asesino, porque les he dado algunos tajos a los de la partida.

-¿Quieres que hagamos un trato?

-Como usted quiera, Coronel.

-¿Tienes palabra?

-Sí, señor.

-¿Tienes honor?

Rufino no contestó.

-¿Sabes lo que es el honor?

Volvió a guardar silencio.

-El honor consiste en cumplir uno siempre su palabra, aunque le cueste la vida. ¿Me entiendes ahora?

-Sí, Coronel.

-Bien, vas a ser mi asistente, vas a cuidar mis caballos, vas a ser mi hombre de confianza, y ahora mismo te voy a hacer poner en libertad.

El gaucho no contestó una palabra.

-¿Te animas a servirme bien? Yo no puedo darte la baja. Tienes que ser soldado; te ayudaré en tus necesidades. ¿Qué te parece? ¿Te animas?

-Sí, mi Coronel.

Recién el gaucho me dijo al contestarme: mi Coronel.

Di las órdenes en el cuerpo, y al rato andaba Rufino por Villanueva, como uno de tantos militares.

Vinieron a avisarme que se había desertado, y expliqué lo que había.

Me aseguraron que se iría, y contesté que lo dudaba.

Yo decía para mis adentros:

-Si el bandido se va, porque tiene la libertad de hacerlo, se irá solo, no llevará otros consigo.

Yo vivía en la casa de Belzor Moyano.

Allí vivía él.

Todo el mundo estaba asombrado, tal era el terror que Rufino Pereira inspiraba.

Una mañana estaba él en el zaguán, mientras yo hablaba en la puerta de la calle con un sargento de la partida de Policía.

Entré con el sargento a mi cuarto, que tenía puerta al zaguán, y detrás de mí, sin que yo lo viera, entró Rufino.

Cuando me apercibí de su presencia, estaba sentado en una silla.

-¿Por qué no se acuesta, amigo, en la cama? -le dije-, con confianza.

Al oír esta irónica insinuación se puso de pie.

-Hola -le dije-, ¿conque sabías que no debías sentarte delante de tu jefe, ni entrar cuando él no te llamara?

Y esto diciendo le saqué de allí a fuertes empellones.

El gaucho hizo pie y se encrespó diciéndome con una tonada la más cordobesa, con tonada de la Sierra:

-¿Y si no sé, por qué no me enseña, pues?

-Pues, por esa compadrada, toma -le dije, y le di algo que solemos dar los militares cuando queremos aventar un recluta que no tiene instinto de la disciplina y del respeto a sus superiores.

Durante algunos días el gaucho anduvo con el ceño fruncido, mirándome de reojo, como viendo el lugar de mi cuerpo que más le convenía para acomodarme una puñalada.

No había más que un solo medio de dominarle: despreciarle e inspirarle confianza plena a la vez.

Llamélo y le dije:

-Mañana, en cuanto salga el lucero, ensillas mi zaino grande, empujas la puerta de mi cuarto, entras despacio, te acercas a mi cama, me llamas, y si no me despierto, me mueves.

Preparé un rollo de cincuenta bolivianos y una carta para el comandante Racedo, del batallón 12 de línea, que estaba allí cinco leguas, diciéndole:

"Eso que lleva Rufino Pereira, es con el objeto de probarle, despáchele sin demora, y anote la hora en que llega y la hora en que sale".

Yo tengo el sueño sumamente liviano.

A la hora consabida, sentí que abrían la puerta de mi cuarto; fingí que roncaba. Rufino entró, llegó hasta mi cama, caminando despacito, porque el cuarto estaba completamente a obscuras.

"Mi Coronel", me dijo. No contesté. Volvió a llamarme. Hice lo mismo. Me llamó por tercera vez. Permanecí mudo. Me tocó y me movió.

Entonces recién contestando como quien despierta de un sueño profundo:

-¿Quién es? -pregunté.

-Yo soy.

-Busca los fósforos que están ahí, en la silla, al lado de la cabecera y prende la vela.

Rufino obedeció, y tanteando encontró los fósforos, sacó fuego y se hizo la luz.

Sin incorporarme siquiera metí la mano bajo la cabecera, saqué el rollo de bolivianos y la carta, y dándoselos, le dije:

-¿Sabés dónde queda el arroyo de Cabral?

-Sí, mi Coronel.

-¿Has ensillado el zaino?

-Sí, mi Coronel.

-Llévale eso al comandante Racedo, y a las doce estás de vuelta. Son diez leguas. No tienes por qué apurarte. No me vayas a sobar el pingo.

No contestó. Se cuadró militarmente, hizo la venia, dio media vuelta y salió.

Apagué la luz y me quedé dormido. Me había acostado muy tarde. Esa noche había estado en un baile.

Dormía profundamente, sentí pisadas cerca de mi cama, me desperté, abrí los ojos, miré: Rufino Pereira estaba allí, de vuelta, alargándome la mano con una carta.

La tomé, rompí la nema y leí.

Racedo me decía: "Entregó todo a las nueve y media y regresa". Desde ese día seguí tratando a Rufino con la mayor confianza y el gaucho me sirvió en todo honradamente, hasta en cosas reservadas. Nuestros campos están llenos de Rufinos Pereiras.

La raza de este ser desheredado que se llama gaucho , digan lo que quieran, es excelente, y como blanda cera, puede ser modelada para el bien; pero falta, triste es decirlo, la protección generosa, el cariño y la benevolencia. El hombre suele ser hijo del rigor, pero inclinado naturalmente al mal, hay que contrariar sus tendencias, despertando en él ideas nobles y elevadas, convenciéndonos de que más se hace con miel que con hiel.

Durante dos años Rufino, el gaucho malo de Villanueva, el bandido famoso, temido por todos, acusado de todo linaje de iniquidades, sólo cometió un desliz: el que le hizo presentarse ebrio delante de Mariano Rosas y de mí.

Fiel a mi regla de conducta, a mis propósitos y a mis convicciones arraigadas, por el estudio que he hecho del corazón, de la humanidad, después del reto le di al gaucho una porción de consejos útiles, exhortándolo con cariño a que no los echase en saco roto. Me prometió no volver a incurrir en la falta cometida, y lo cumplió. El licor se le iba a la cabeza fácilmente. Mientras estuvimos entre los indios no volvió a beber.

El disco de fuego del sol, resplandeciendo en el horizonte, lo teñía con ricos colores de púrpura y mieles.

Hacía un rato que había amanecido.

Resolví irme a bañar al jagüel. Me puse de pie, abandoné el fogón y tomé el camino del baño.

Había andado unos pocos pasos, cuando me encontré con Mariano Rosas. Venía del jagüel, sus mojadas melenas y la frescura de su tez lo revelaban.

Nos saludamos con cariño.

-Voy a bañarme, hermano -le dije.

-Yo acabo de hacer lo mismo -me contestó- y ahora voy a varear mi caballo.

Marchamos en opuesto rumbo.

Yo regresaba del baño y él regresaba con su caballo cubierto de espumoso sudor.

Llegó, se apeó, lo desensilló, lo soltó y ensilló otro que estaba atado al palenque. Terminada la operación le puso el freno y lo volvió a atar de la rienda.

Los indios hacen esta operación todas las mañanas.

Cuando nos roban caballos, empiezan por soltarlos en los montes para que se aquerencien y tomen el pasto . Una vez conseguido esto, hoy ensillan un caballo, mañana otro y así sucesivamente, y al salir el sol los galopean fuerte por el campo más quebrado, más arenoso, más lleno de médanos.

Nuestros caballos, mediante esa segunda educación, cobran un vigor extraordinario. Y como durante veinticuatro horas permanecen al palo, sin comer ni beber, con el freno puesto, resisten asombrosamente a las largas privaciones.

De ahí la superioridad del indio en la guerra de fronteras.

Toda su estrategia estriba en huir, esquivando el combate. Son ladrones, no guerreros. Pelear es para ellos el recurso extremo. Su gloria consiste en que el malón sea pingüe y en volver de él con el menor número de indios sacrificados en aras del trabajo.

¡Cómo han de competir nuestros caballos con los de ellos! ¡Cómo hemos de darles alcance cuando llevándonos algunas horas de ventaja salimos en su persecución!

Es como correr tras el viento.

Después que Mariano ató su caballo, nos sentamos bajo la enramada y convinimos en ocuparnos de asuntos oficiales.

Mañana tendremos la primera conferencia diplomática.