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Una excursión: Capítulo 58

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Intrigas contra Macías. Envidia de los cristianos. Preparativos para el bautismo. Animación de Leubucó. Aspavientos de las madres. Sentimiento que las dominaba. El mal de este mundo es materia de religión. Mi ahijada, la hija de Mariano Rosas. De gala, con botas de potro de cuero de gato, y vestido de brocado. Invencible curiosidad. No puedo explicar lo que sentí. Una cristalización en el cerebro. Regalos recíprocos. Pobre humanidad.


Macías me inspiraba tanta lástima, que toda la noche soñé con él. Redimirlo del cautiverio, era para mí no sólo una obra de caridad, sino el cumplimiento de un deber.

La paz estaba solemnemente hecha y Mariano Rosas obligado, por un tratado, a dejar en completa tranquilidad a todos los que, habiéndose refugiado en Tierra Adentro, quisieran volver a sus hogares.

En cuanto amaneció llamé al capitán Rivadavia para tener una consulta con él.

Era el único hombre que me inspiraba completa confianza.

Había vivido más tiempo que yo entre los indios, haciéndose respetar de ellos y de los cristianos, que no es poco decir, y Mariano Rosas le tenía gran afición.

Conocía las costumbres de los unos, las mañas de los otros, todos los títeres, en fin, de aquel mundo, donde el estudio del corazón humano es tan difícil como en cualquier otra parte.

Si él no salvaba mis dudas, ¡quién las había de salvar!

Le referí todo lo que había sucedido, cambiamos nuestras ideas y resultó que Macías era víctima de una nueva intriga.

Mariano Rosas, les había, sin duda alguna, comunicado sus conferencias conmigo a sus confidentes y éstos le habían disuadido de su resolución de cedérmelo.

Había en esto, represalias por parte de los que se creían ofendidos con los informes consignados en la correspondencia interceptada, egoísmo o envidia.

Los cristianos refugiados entre los indios por causas políticas, fingían toda la mayor conformidad. Otra cosa tenían en el fondo de su alma. La salida de Macías, a quien tanto habían mortificado y ultrajado, haciéndole pagar caro el pedazo de carne que le daban, los contrariaba.

El se iba y ellos se quedaban. ¡Ellos, que gozaban del favor del cacique, no podían volver al seno de su familia, y Macías, el loco Macías, de quien tantas veces se habían mofado, de quien todavía delante de mí se reían, estaba a punto de romper las cadenas de su cautividad!

Ellos eran libres y se quedaban; Macías no lo era y se marchaba. En verdad, sólo nobles corazones podían regocijarse de que un desgraciado sacudiera el ominoso yugo.

Los galeotes reciben con júbilo al nuevo condenado y maltratan en vísperas de su salida al que ha cumplido la terrible condena. Mal de muchos, consuelo de tontos, dice el refrán. Mal de muchos, consuelo de ingratos, debiera decir.

Era preciso aprovechar el día.

Teníamos que bautizar una porción de criaturas, hijas de cristianos refugiados, de cautivas y de indios.

Les recordé a los buenos franciscanos que no teníamos tiempo que perder; mandamos mensajeros en todas direcciones y se preparó el altar, en el mismo rancho en que se había celebrado la misa el día antes.

Poco a poco fueron llegando hombres y mujeres cristianos con sus hijos e indios e indias con los suyos.

El toldo de Mariano Rosas era un jubileo.

Reinaba verdadera animación; todo el mundo se había vestido de gala. Yo estaba encantado viendo aquellos infelices honrar instintivamente a Dios. Los frailes, contentos, como si se tratara de unos óleos regios.

Cualquiera que hubiese llegado a aquellas comarcas ese día -sin estar en antecedentes-, se habría creído transportado a una tribu indígena convertida al cristianismo.

Cuando todo estuvo pronto, se le mandó prevenir a Mariano Rosas, pidiéndole permiso para empezar, e invitándolo a presenciar la ceremonia.

Contestó que podíamos dar comienzo cuando gustáramos, y que no le era posible acompañarnos, porque en ese momento acababan de entrarle visitas.

El rancho que hacía de capilla era estrecho para contener la concurrencia. Con cada criatura venían los padres, sus parientes, sus amigos, los padrinos y madrinas.

Los chiquillos estaban azorados. Todos ellos, lo mismo los grandes que los chicos, lloraban. El altar, los sacerdotes revestidos, las caras extrañas, el aire de solemnidad de los circunstantes, el empeño inusitado en que estuvieran con juicio o callados, todo, todo les impresionaba. Las madres se volvían puros aspavientos. Esta decía: ¡Jesús, qué criatura! Aquélla: ¡Ay! ¡qué chiquilla! La una: ¡Qué vergüenza! La otra: ¡Cállate, por Dios! Acariciaban, reprendían, amonestaban, amenazaban, recurrían, en fin, a todos los ardides maternales, para imponer silencio.

¡Imposible!, el destemplado coro seguía.

Yo observaba aquella escena sui generis, y al través de la parodia veía la tendencia humana hacia las cosas graves y solemnes. Esas pobres mujeres, andrajosas las unas, bastante bien vestidas las otras, cristianas unas, chinas otras, hacían allí, al pie del improvisado altar, lo mismo que habrían hecho bajo las naves monumentales de una catedral.

¿Qué sentimiento las dominaba cuando llorosas o radiantes de júbilo exclamaban, como varias veces lo escuché viéndolas abrazar con efusión el fruto de sus entrañas: ¿Al fin va a ser cristiana, hija mía, hijo mío?

Sí, ¿qué sentimiento las dominaba?

¡Ah!, un sentimiento innato al corazón humano.

Un sentimiento que Voltaire mismo ha explicado en una frase célebre: Si Dieu n'existait pas, il faudrait l'inventer. Si Dios no existiese sería menester inventarlo. Aquellas gentes, alejadas de la civilización quién sabe desde cuándo, desgraciadas o pervertidas, resignadas a su suerte o desesperadas, ignorantes, vulgares; aquellas mujeres cristianas en el nombre; aquellas chinas, aquellos indios sosteniendo en sus brazos sus hijos con recogimiento y devoción, comprendían por un instinto especialmente humano que entre este mundo y el otro, entre esta vida y la otra, necesitamos un vínculo y que ese vínculo es Dios, cualquiera que sea la forma en que le adoremos.

El mal de este mundo no consiste en profesar una mala religión, sino en no profesar ninguna.

¡Ah!, y si la religión que se profesa es consoladora por su moral, si como una fuente inagotable de poesía, ella nos ofrece un refugio en las tribulaciones y una tabla de salvación en las últimas congojas de la vida, ¡qué bien inmenso no es creer, adorar y confiar en Dios!

Con razón aquellas gentes estaban de fiesta y consideraban dichosos a sus hijos de que recibieran el bautismo.

Cualquier ceremonia que hubiese sido como la consagración de un culto, habría sido lo mismo.

Bautizar treinta o más criaturas una después de otra, era obra de todo el día. El ritual permitía, lo que yo ignoraba, administrar el sacramento en masa.

Respiré.

Mi ahijada no comparecía.

Mandé decir a mi compadre que la esperábamos, y un instante después la pusieron en mis brazos.

Era una chiquilla como de ocho años, hija de cristiana, trigueñita, ñatita, de grandes y negros ojos, simpática, aunque un tanto huraña. Lloró como una Magdalena un largo rato, haciendo llorar a otras criaturas, cuyas lágrimas se habían aplacado y obligándonos a diferir el momento de empezar.

Calmóse por fin y la sagrada ceremonia empezó. Resonaban los latines y los Padres Nuestros; mi ahijada permanecía en mis brazos, ora inquieta, ora tranquila. Me miraba, huía de mis ojos, se sonreía, hacía fuerzas, cedía, a mí me dominaba sólo una idea.

La chiquilla había sido vestida con su mejor ropa, con la más lujosa, era un vestido de brocado encarnado bien cortado, con adornos de oro y encajes, que parecían bastante finos. A falta de zapatos, le habían puesto unas botitas de potro, de cuero de gato. La civilización y la barbarie se estaban dando la mano.

¿Qué vestido es ése?, ¿de dónde venía?, ¿quién lo había hecho?, era todo mi pensamiento.

Quería atender a lo que el sacerdote hacía y decía. ¡En vano! El vestido y las botas me absorbían. Examinaba el primero con minucioso cuidado. Estaba perfectamente bien hecho y cortado. Las mangas eran a la María Estuardo. Aquello no era obra de modista de Tierra Adentro. Tampoco podía ser regalo de cristianos, ni tomado en el saqueo de una tropa de carretas, estancia, diligencia o villa fronteriza. Entre nosotros ninguna niña se viste así.

Mi curiosidad era sólo comparable a la incongruencia del traje y de las botas de potro.

Era una curiosidad rara.

A veces me venía como un rayo de luz y me decía: Ya caigo, ese vestido viene de tal parte. No, no podía ser eso, era una extravagancia.

Cuando me tocaba contestar amén, otro tenía que hacerlo por mí. Distraído, no veía sino el vestido, no pensaba sino en el contraste que formaban con él las botas.

A mi lado estaba un cristiano, agregado al toldo de Mariano Rosas, cuya cara de forajido daba miedo.

Era uno de esos tipos repelentes, cuya simple vista estremece. Jamás me había dirigido la palabra, ni yo se la había dirigido a él. La curiosidad pudo más que la repugnancia que me inspiraba, y le pregunté con disimulo:

-¿De dónde ha sacado mi compadre este vestido?

-¡Oh! -me dijo, con voz ronca y tonada cordobesa-, ése es el vestido de la Virgen de la Villa de la Paz.

-¿De la Virgen? -le pregunté, haciéndome la ilusión de que había oído mal, aunque el hombre pronunció la frase netamente.

-Sí, pues -repuso-; cuando la invasión que hicimos lo trajimos y lo dimos al General.

Y esto diciendo, sostuvo a mi ahijada, que casi se me escapó de los brazos.

Con unas pobres palabras humanas, yo no puedo expresar el efecto extraño que hizo en mis nervios, la voz, el aire y la tonada de aquella revelación.

No sentí lo que se siente en presencia de una profanación; no experimenté lo que se experimenta ante un sacrilegio; no me conmoví como cuando un sortilegio nos llena de estúpida superstición. Sentí y experimenté una impresión fenomenal, me conmoví de una manera diabólica, como en la infancia me imaginaba que se estremecía el diablo cuando le echaban agua bendita.

Mi ahijada María, la hija de Mariano Rosas, está ligada a los recuerdos de mi vida, por una impresión tan singular, que su vestido y sus botas me hacen todavía el efecto de un cauchemar.

Yo no puedo ya ver una Virgen sin que esos atavíos sarcásticos se presenten a mi imaginación. Tengo el retrato de mi ahijada como cristalizado en el cerebro, y el vozarrón del bandido que me sacó de dudas me zumba al oído todavía. Hay ecos inolvidables. Son como el rugido del mar cuando, silbando el viento, azota encrespado la pedregosa orilla. Se le oye una vez en la vida y no se le olvida jamás.

Terminados los bautismos, el padre Marcos dirigió a las madres de los recién cristianizados un breve sermón, exhortándoles a educar a sus hijos en la ley de Jesucristo, único modo de que ganaran el cielo después de la muerte.

Todos quedaron muy alegres y contentos y me agradecieron el favor que acababan de merecer, debido a mí.

-¡Ah!, si no fuera por usted, señor, qué habría sido de nosotras -me dijeron varias mujeres.

Yo fui padrino de cuatro criaturas, inclusive la hija de Mariano Rosas. Poco tenía para obsequiar a mis ahijados y ahijadas. Pero como cuando hay deseo y buena voluntad nunca falta algo con qué manifestarlo, con todos ellos quedé bien.

Deshicimos el altar, guardamos los ornamentos y en seguida nos fuimos al toldo de Mariano Rosas.

Nos esperaba con el almuerzo pronto.

Estaba plácido como nunca.

-Ya somos compadres, hermano -me dijo-: ahora usted dirá cómo nos hemos de tratar.

-Compadre -le contesté-, como antes, no más, de hermanos.

-Es lo mismo, le doy las gracias -repuso; y dirigiéndose a los frailes, añadió-: ¿muchos cristianos ahora aquí, eh?

-Es verdad -le contestaron-. ¡Dios los ayude a todos!

Sirvieron el almuerzo, almorzamos y nos despedimos para retirarnos. Yo antes de salir le dije a mi compadre: -Esta tarde acabaremos de conversar.

-Cuando guste -me contestó.

Iba a salir del toldo; me llamó y sacándose el poncho pampa que tenía puesto, me dijo, dándomelo.

-Tome, hermano, úselo en mi nombre, es hecho por mi mujer principal.

Acepté el obsequio que tenía una gran significación y se lo devolví, dándole yo mi poncho de goma

Al recibirlo, me dijo:

-Si alguna vez no hay paces, mis indios no lo han de matar, hermano, viéndole ese poncho.

-Hermano -le contesté-: si algún día no hay paces y nos encontramos por ahí, lo he de sacar a usted por esa prenda.

La gran significación que el poncho de Mariano Rosas tenía, no era que pudiera servirme de escudo en un peligro, sino que el poncho tejido por la mujer principal, es entre los indios un gaje de amor, es como el anillo nupcial entre los cristianos.

Cuando salí del toldo y me vieron con el poncho del cacique, una expresión de sorpresa se pintó en todas las fisonomías.

La gente de palacio se mostró más atenta y solícita que nunca. ¡Pobre humanidad!