Al público
Oh! mientras el cielo a quien rendida adoro
Guarde mi frente de mancilla
Tranquila viviré, por más que el lloro
De la desgracia, bañe mi mejilla.
Una imperiosa necesidad me hace volver a escribir para el público. Se ha presentado ante él, con el epígrafe de Zoila, un libelo en el que su autor cubierto con la impunidad que ofrece el disfraz calumnia la reputación de la mujer escritora de una necrología. Yo, la escritora de ese papel, como mujer ni he podido ver sin afectarme profundamente, ni pasar en silencio el que tan sólo por satisfacer odios gratuitos, se ataque en público el sentimiento más caro de mi corazón: mi honor.
Cuando la calumnia, hidra espantosa, clava sus dientes envenenados en el créditos de una mujer virtuosa, sensible y digna, a ésta sólo le quedan tres medios de salvación—su conciencia tranquila.—la conciencia íntima de sus detractores y el sentido común de las personas sensatas.—Su conciencia tranquila para resistir a tamaña injuria sin que se destruya su vida o se desorganice su cerebro: la conciencia íntima de sus detractores para que se sientan toda la indignidad de atacar cobardemente la reputación de una mujer, y el sentido común de las personas sensatas, para que vean de cual lado está la ignominia, si en la publicación de una hoja inofensiva, o en esas producciones escritas con hiel y sin rastro siquiera de mérito literato, contra una persona que cree que no ha causado mal alguno a los habitantes de este lugar.
Apelo, pues, a estos medios de justificación: pido a mi calumniador y a los que con él piensan, que sin valerse del anónimo ni de ningún otro medio semejante, se presenten ante el público y entonces mirándonos de frente ante él, me citen un solo hecho por el que se me pueda echar a la cara la mancha indeleble y asquerosa de la degradación: pido al sentido común de las personas sensatas que, considerando la honradez de los primeros años de mi vida, mi educación, mis costumbres, el trabajo constante en que vivo, mi posición social, mi fortuna y en fin el conjunto de bienes que constituyen mi bienestar, pregunten a su razón si es aceptable la idea de que yo haya descendido ni descienda hasta el fango inmundo en que quieren sumergirme mis enemigos; y no dudo que mi justificación ante ellos será hecha. Más, quiero preguntar a todos y a cada uno de los individuos de mi país, donde he pasado mi juventud, a los de Guayaquil, donde he vivido cinco años, a los de este lugar donde resido há tres; si hay algunos entre ellos que tenga el derechos de decirme en mi cara: soy yo quien te he humillado: tus difamadores no mienten.
Hé aquí lo que puede hacer una mujer calumniada, cuando como yo tiene el derecho de levantar su frente pura, ante todos los hombres sin temor de que haya uno que tenga la facultad de hacerla doblar ruborizada;—hé aquí lo que hago en cumplimiento del deber que tengo, como mujer de honor, de justificarme ante la sociedad digna, cuyo juicio y opinión tan sólo temo y respeto. Así, pués, si en adelante se vuelve a atacarme bajo la capa del anónimo y permanezco en silencio, espero que no se crea callo porque acepto mi infamación, sino que, despreciando la calumnia de uno o unos desconocidos, me contento con entregarlos a sus remordimientos, maldición eterna, verdadero castigo de los criminales.