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Algunos comentarios provisionales sobre el Estado basado en el amor

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Algunos comentarios provisionales sobre el Estado basado en el amor
de Max Stirner
1843


El Memorándum del Barón de Stein [1] es universalmente conocido. Es a este texto al que se remonta la opinión según la cual el período de hegemonía de la Reacción que más tarde hará acto de presencia, se habría apartado de los principios en él enunciados para el mismo, siendo dirigido hacia otra clase de ideas; de modo que el liberalismo de los años 1808, después de una corta efervescencia, habría zozobrado en un sueño que inmóvil continuaría hasta nuestros días. Sin embargo, puede ponerse en duda el pretender desconocimiento de estos principios; pero tendría que parecer sorprendente, al dar un simple vistazo, ver a la misma gente que de hecho se pretende que algunos años antes y en las circunstancias mas tumultuosas, llena de arrojo, habrían ostentado un espíritu liberal, apartarse lejos de esos principios poco después, sin ceremonia, tomando una dirección opuesta. ¿No se reconoce finalmente, que la opinión durante mucho tiempo apoyada y según cuál habría sido la Revolución francesa infiel a sí misma debido al cambio de dirección que le fue impelido por el Imperio napoleónico, se sustentó solamente en un error y no en un enjuiciamiento superficial? ¿Por qué razón no existiría entre el liberalismo de Stein y el citado período de la Reacción que le sigue, un encadenamiento similar? Desde esta perspectiva examinemos de cerca el Memorándum de Stein.

Stein, y esto salta inmediatamente a la vista, comparte dos metas con la Revolución francesa: la libertad y la igualdad; se trata entonces de saber en qué se caracteriza una y otra.

En relación a la igualdad, reconoce que la superioridad de la gente favorecida por privilegios debidos a su Estado, debería ser eliminada: para esto sería necesarios sustituir la multiplicidad de gobiernos por una centralización completa. Tendría que también que acabar esta forma de "vasallaje" que hizo posible la dominación de los súbditos de un Soberano, el Rey, por los numerosos pequeños Señores: solamente debería subsistir una forma de vasallaje, universal, que consolidaría necesariamente la deposición de éstos numerosos Señores. Las fuerzas privadas de policía también tendrían que desaparecer al objeto de que solamente una sola policía vigilase a todos los súbditos. La Justicia Señorial, característica de algunos Señores privilegiados por viejos derechos, tendría que ceder ante la justicia única, la de la monarquía, dependiendo los jueces solamente "del poder supremo". Con esta centralización el interés de todos queda localizado en un único punto: el rey.

De ahora en adelante, en tanto sólo se está sometido a él, se está liberado de cualquier vasallaje para con otros súbditos; está bajo la dependencia de sus fuerzas de policía exclusivas. Solamente a la justicia real corresponde pronunciar una sentencia. No se depende ya de la voluntad de las personas de alta cuna, sino exclusivamente de los altamente colocados, de aquellos que el rey, para realizar su voluntad, introduce en su lugar y coloca por encima de las personas que ellos deberán cuidar en su nombre o sea, en resumen, los funcionarios. La doctrina de la igualdad tal como se halla expresada en el Memorándum es equivalente por lo tanto a colocar a todos al mismo "nivel" de sumisión. Ningún súbdito del rey podrá ser, simultáneamente, súbdito de un vasallo. Las formas de dependencia, debidas a las diferencias de condición, serían asimiladas, llegando a hacerse igual para todos.

Es imposible confundir este principio de la igualdad con el de la Revolución francesa. Mientras aquella reclamaba la igualdad de los ciudadanos, la del Memorándum es la igualdad de los súbditos, la sumisión legal. Esta diferencia consigue también expresarse de forma adecuada en el hecho de que la "representación nacional" invocada por el Memorándum debe representar junto al trono, los "deseos" de los súbditos cuyo grado de sumisión está nivelado, mientras que en Francia los ciudadanos tienen, expresada por intermedio de sus representantes, una voluntad, que es mucho, aunque sea una voluntad de ciudadanos y no una voluntad libre. Así pues, de derecho, un "súbdito" no puede hacer más que "comunicar sus deseos".

En segundo lugar, el Memorándum no se limita a exigir la igualdad, reclamando también la libertad para todos. De ahí el siguiente llamamiento: "Cuidad que cada uno - es a través de estas palabras que se expresa la igualdad de los súbditos -, cuidad que cada uno pueda desarrollar libremente sus fuerzas en una perspectiva moral".

¿En una perspectiva moral? ¿Qué se deberá entender por esto? Sería erróneo oponerla a la perspectiva física ya que el Memorándum "tiene como objetivo alcanzar una sociedad moral y físicamente más fuerte". También sólo muy difícilmente se podría excluir de la perspectiva moral la perspectiva intelectual, porque se buscaba favorecer la ciencia tanto cuanto fuese posible. De la forma más simple del mundo, queda en oposición a la perspectiva moral, la perspectiva inmoral.

Sin embargo un súbdito sólo se hace inmoral cuando sale del círculo de sus atribuciones. Un súbdito que, en la vida del Estado, en la vida política, pretendiera tener una "voluntad" en vez de comunicar "deseos" sería manifiestamente inmoral, porque en la sumisión sólo subsiste el valor moral del súbdito - es decir, en la obediencia y no en la libre determinación de sí mismo. Así, la perspectiva moral se manifiesta incompatible con una perspectiva de espontaneidad, con la de un querer libre, de una autonomía y soberanía de la voluntad, y como la palabra "moral" se relaciona con una idea de obligación, y cómo a buscado despertar el sentimiento del deber comprendido como "libre desarrollo de sus fuerzas". Sois libres si hacéis vuestro deber, es este el sentido de la perspectiva moral. ¿Pero en que consiste el deber? El Memorándum lo dice en términos claros y precisos a través de estas palabras, de que se hizo una divisa: "el amor a Dios, al rey y a la patria". Se desarrolla libremente en una perspectiva moral todo aquel que se transforme por este amor. Un propósito y finalidad bien definido fue conferido así a la educación - se convirtió en una educación para la moralidad o para la lealtad, en una educación para el sentimiento del deber, a la que ciertamente se deberá añadir la educación religiosa; ésta, al inculcar los deberes para con Dios, no pasa en realidad de una educación para la moralidad. A buen seguro se es moralmente libre desde el momento en que se cumpla el deber. La conciencia, esa instancia de la moralidad, juez de la moral, soberana del hombre moral, le dice al hombre del deber que actuó correctamente: "Lo que hice me fue dictado por mi conciencia". Pero que el deber cumplido fuera realmente un deber, eso ya la conciencia no lo dice. Ella sólo habla cuando descuida lo que considera como tal. De hecho, el Memorándum también recomienda que se despierte la conciencia, se impregnen los corazones con el "deber para con Dios, el rey y la patria", se forme el espíritu religioso y se tenga el máximo cuidado con la educación y la enseñanza de la juventud. Es con esta libertad que, según el Memorándum, se tendría que gratificar al pueblo: la libertad del cumplimiento del deber, la libertad moral.

De la misma manera que, como vimos arriba, la igualdad declarada era esencialmente diferente de aquella que había sido proclamado por la Revolución francesa, pasa lo mismo con la libertad. La doctrina de la Revolución era que solamente el ciudadano soberano de un pueblo soberana es libre. La enseñanza del Memorándum es que solamente es libre aquel que ama a Dios, al Rey y a la Patria. Allí, es el ciudadano soberano que es libre, aquí, el súbdito fortalecido y fortificado por su amor; allí, se trataba de una libertad civil y aquí, de una libertad moral.

Y de hecho el principio de esa igualdad y libertad, igualdad en el sometimiento y la libertad moral, no era privilegio exclusivo de los redactores del Memorándum, porque correspondía al sentimiento prevaleciente en todo el pueblo. Fue apoyándose en este principio nuevo y entusiasmante que se invirtió contra la dominación napoleónica. Eran la libertad y la igualdad revolucionarias hechas cristianas. En una palabra, éste era el principio del pueblo alemán y, en particular, del pueblo prusiano, desde su sublevación contra la potencia extranjera, durante el período dicho de la Reacción o de la Restauración hasta..., bien, ¡hasta que acabe! Debería también rechazarse, por falsa, la opinión según la cual habría sido una necesidad de libertad política idéntica a la de la Revolución la que condujo al pueblo a la victoria sobre Napoleón

Si su principio hubiera sido político, la gente no lo habría abandonado o no habría consentido en su debilidad. Es incorrecto que se le impute al gobierno la responsabilidad de haber quitado a la gente algo que ésta anhelaba profundamente. Concluyendo que substracción similar es imposible, sucede que el gobierno y el pueblo estaban realmente de acuerdo en defenderse contra la libertad política, ese "aborto de la revolución". Esto exigió de Federico Guillermo III [2] tanta dedicación y amor que acabó por ser, por así decirlo, la encarnación física de esta libertad moral, de tal manera que era, integralmente, un hombre del deber, un hombre con conciencia, ¡"el justo"!

Como vemos, el amor al deber está en el centro de la libertad moral. Es habitual conceder, y con razón, que el cristianismo, en conformidad con su esencia más auténtica, es la religión del amor. La libertad moral, que está resumida a una orden, el amor, será por lo tanto la realización concientemente más pura del cristianismo. Aquél que tiene solamente amor alcanza lo supremo, lo verdaderamente libre, tal es el aviso del evangelio de la libertad moral. En cuanto esta certeza entra en los corazones los repleta con la beatitud de la verdad triunfante, la fuerza del déspota será inevitable demasiado mínima para oponerse al empuje de este sentimiento y así, el cristianismo, en la más alta forma transfigurada de su amplitud moral, como amor, avanza encendiendo a los pueblos, seguro de su victoria contra el espíritu, la esencia de la revolución. Ésta se propondrá borrarlo de la superficie de la tierra, pero resurge de nuevo con toda la fuerza de su naturaleza, participando en el enfrentamiento contra ella, como amor. Sea lo que sea lo que del cristianismo fue golpeado y derribado por los vientos de la revolución, el amor, su esencia más auténtica, permanece oculto en el corazón de la libertad revolucionaria. Ésta alimentó al enemigo en su seno y tenía necesariamente que perder cuando fue atacada también desde el exterior.

Sin embargo, aprendamos a conocer un poco mejor a este enemigo de la libertad revolucionaria. Se acostumbra a oponer el egoísmo al amor porque está en la naturaleza del egoísta el actuar sin contemplaciones ni misericordia para con los otros. Si convenimos que el valor del hombre consistiría en el grado de autodeterminación sobre sí mismo, no dejándose determinar por otras cosas o personas, siendo antes su creador propio, englobando de esta manera en uno solamente al creador y a la criatura, está claro sin duda alguna que el egoísta es lo más alejado del propósito cristiano.

Su principio se enuncia así: ¡las cosas y los hombres están aquí para mí! Si agregásemos: y yo también estoy aquí para ellos, entonces no sería ya enteramente un egoísta. Su único propósito es tomar posesión del objeto de su deseo y en su ardor perseguirá, por ejemplo, una joven a seducir... esa "cosa adorable" (por lo tanto, para él, ésta no pasa de ser una cosa). Hacerse otro hombre, hacer de sí mismo alguien para merecerlo es algo que ni se le pasa por el ánimo: es como él es. Lo que lo convierte necesariamente en despreciable es que no puede descubrir en él ningún desarrollo, ni ninguna determinación de sí mismo.

Bien distinto es el amante. El egoísmo no cambia al hombre, pero el amor lo transforma; "Desde que está enamorado se ha convertido en una persona totalmente diferente", se acostumbra a decir. Es ése quien, al amar, hace de sí mismo cualquier cosa, destruyendo en él todo aquello que contradiga al amor; con su consentimiento y abandono, se deja determinar y, transformado por la pasión del amor, se hace al otro. Si en el egoísmo los objetos no están aquí para mí, en el amor estoy aquí para ellos: somos uno para el otro.

Dejemos, sin embargo, que el egoísmo se entregue a su destino y comparemos al contrario el amor con la determinación de sí mismo o de la libertad. Con el amor, el hombre se determina, uno se confiere ciertas características, se convierte en su propio creador. Solamente hace todo esto por otro y no por sí mismo.

La determinación de sí mismo sigue siendo dependiente del otro: es simultáneamente determinación por el otro y pasión: el amante se deja determinar por su amor.

Por el contrario, el hombre libre no está determinado ni por lo uno ni por lo otro, sino simple y absolutamente por sí mismo.

Él "se escucha" a sí mismo y encuentra en esto "que escucha" de sí mismo el impulso para determinarse: "escuchándose" solamente a sí mismo, actúa libre y racionalmente. Hay una diferencia entre el que se deja determinar para alguien y aquél que es el origen de su propia determinación, entre un hombre repleto de amor y el que se funda en la razón. El amor vive según la máxima de que cada uno actúa en función al otro, y la libertad según el principio de que cada uno actúa exactamente en función de sí mismo. En el primer caso, es el respecto por el otro el que en él le hace para actuar, en el otro, obedezco mi propio impulso. El hombre cariñoso actúa por amor a Dios, por amor a sus hermanos, no teniendo, por regla general, ninguna voluntad propia. "que se haga, no mi voluntad sino la tuya ", su fórmula favorita es ésta; el hombre de la razón no desea realizar ninguna otra voluntad que no sea la suya y concede su estima al que obedece su voluntad personal, y no al que sigue otra. Así, el amor puede perfectamente tener razón contra el egoísmo pues es más noble hacer la voluntad de otro que la tuya propia y dejarse guiar, sin voluntad, por la excitada avidez ante la primera cosa que aparezca. Es más noble dejarse determinar por otro que simplemente no determinarse, dejarse llevar. Pero contra la libertad el amor no tiene razón porque es solamente en ésta que la determinación de sí mismo accede a su verdad. El amor es ciertamente la última y más hermosa represión de tí mismo, la forma más gloriosa de destruirse y sacrificarse, la victoria sobre el egoísmo que culmina en placeres; pero al rasgarse en pedazos la voluntad propia obstaculiza al mismo tiempo la voluntad propia, es decir, para el hombre, la primera fuente de su dignidad de ser libre. Es así por lo tanto que en el amor que tendremos que distinguir dos cosas. En comparación con el egoísmo, el hombre celebra en el amor su glorificación, porque el ser amante, si no tiene voluntad propia, demuestra por lo menos voluntad, a diferencia del egoísta. Se determina a sí mismo exactamente porque él hace algo por amor al otro y porque se metamorfosea en la forma que más le conviene; por su parte, el egoísta no hace caso de cualquier determinación, permaneciendo en su estado obtuso y en ningún grado se convierte en su propio creador; el hombre cariñoso es creación de sí mismo exactamente por el hecho de buscarse y encontrarse en el otro, mientras que el egoísta es un producto de la naturaleza, una criatura pobre que no busca ni encuentra. ¿Pero cómo se manifiesta el amor antes de la libertad? La Novia de Corinto [3] pronunció estas palabras que desvelan el crimen horrible que comete contra la libertad:

"Aquí la caída de las víctimas

No son ni los corderos ni los toros,

Pero seres humanos las víctimas. ¡Oh, cosa inaudita!"

Sí, cosa inaudita, ¡son seres humanos las víctimas! Porque aquello que más y antes de nada hace de un hombre un hombre es la libre voluntad; el amor, montado a lomos de su caballo, al declarar que su reino es la única fuente de la beatitud, la terraza iluminada por el relámpago, proclama la soberanía de la privación de la voluntad.

Como no todo se puede decir en cualquier momento, nos quedamos aquí y nos remitimos a circunstancias más favorables para la exposición detallada de las manifestaciones del estado establecido en el amor (*). Por todas partes veremos entonces el principio de que el hombre sometido al amor no tiene voluntad, tiene solamente deseos que explotar, y veremos cuán profética era esa gran oración del gobernador de Berlín, conde de Schulenburg: ¡la tranquilidad es el primer deber de los ciudadanos! En los brazos del amor la voluntad reposa y sueña y solamente los deseos y las peticiones están de vigilia. Pero no hay duda de que un combate subsiste en esta época dirigida por el amor: es el combate contra la gente sin amor. Así, siendo el acuerdo la esencia del amor, como él une a los príncipes y a sus pueblos, es necesario excluir todo que tiende a desorganizar esta alianza: los descontentos con el sistema (Demagogos, Carbonarios, las Cortes en España, los Nobles de Rusia y Polonia). Ellos perturban la confianza, el autoengaño, la concordia, el amor; turban esas "cabezas calientes" la tranquilidad suscitadora de la confianza y la tranquilidad, el primer deber de los ciudadanos.


Nota

(*) Valdría la pena hacerlo porque es la forma más acabada - y la última - del Estado (Nota del autor).


Notas del traductor

[1]. Se refiere a Heinrich Friedrich Karl vom Stein, Barón de Stein (1757-1831), político reformador prusiano.

[2]. Se refiere a Federico Guillermo III (1770-1840), conocido en alemán como Friedrich Wilhelm III, rey de Prusia desde 1797 a 1840.

[3]. Puede referirse al poema de Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) titulado "La novia de Corinto", escrito hacia 1797.