Caballería maleante: 1

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Un grito de piedad y angustia alzóse en España ante el feroz crujimiento de la tierra andaluza, que, abriéndose en espantables bocas, devoraba villas, caseríos, aldeas, llevando a los campesinos hogares la miseria y el luto. Pronto aquel grito halló eco en Europa y América; casi tan pronto se tradujo en auxilios que de todas partes llegaban.

Suscripciones públicas y privadas, colectas, representaciones teatrales, corridas de toros, periódicos ilustrados que dedicaban íntegro su producto de venta al socorro de la catástrofe... Cuantos recursos pueden utilizar los hombres para socorro de hermanos en desgracia, se emplearon entonces a favor de las víctimas del terremoto.

Y, con ser tantos los recursos, apenas bastaban al remedio del mal. El desastre fue enorme.

Desde ya largo tiempo, una gran porción de la tierra andaluza venía sufriendo el azote de la sequía. Un sol implacable bajaba desde el cielo, agostando los vegetales; las noches, a cuenta de frescura, traían ráfagas incendiadas. Las mujeres imploraban a Dios en templos y oratorios; los hombres miraban de cara a cara al cielo con actitud desafiante.

Y fue al término de uno de esos días, cuando el espectáculo de la Naturaleza cambióse totalmente. Nubecillas cárdenas acompañaban el ocaso del sol. En los límites del espacio rojeaba el relámpago. Las nubecillas se espesaron, avanzaron rápidas y cubrieron lo azul. Un gran trueno sacudió la atmósfera, partiéndola a golpe de centella; anchas gotas de agua golpearon la tierra. Rugió furioso el huracán; brillaron intensos los relámpagos; los reflejos últimos del sol se perdieron entre negruras.

Súbito el rayo partió el nublado en dos cortinones monstruosos. Tras ellos se descubrió un cielo incendiado, donde las exhalaciones se perseguían, se embestían, chocando unas con otras en fosforescente pelea. A su lumbre, vióse temblar en las cimas serranas los témpanos de hielo; oyóseles crujir, rodar con espantables ecos. El viento se desencadenó desgarrando los árboles, arrancando los matorrales, arrastrándolos en montón. Un trueno inconcluible se enseñoreó del espacio; la lluvia bajó en catarata de las nubes; rumores siniestros subían de las entrañas de la tierra. Ésta se estremeció; un temblor epiléptico apoderóse de ella, haciéndola oscilar, abrirse, como si fuera otra gran nube que, a cuenta de agua y rayos, escupía chorros de vapor y partículas llameantes. Sus grietas se tornaron abismos. A ellos, caían destrozados, árboles, viviendas, bestias, criaturas humanas... En leguas y leguas de extensión el terremoto asesinaba, aplastaba, engullía los seres y las cosas...

La Naturaleza, colérica, a nadie perdonó.

Los ríos, hechos mar por la nieve que se desplomaba de la sierra, rebasaron su cauce, metiéndose en olas embasuradas por la rota campiña, por las maltrechas urbes, por las viviendas que el terremoto perdonara. En las últimas, subía el agua al dintel de las puertas. Por las ventanas hubo la gente de salir.

Enseres, bestias, arbustos y troncos eran arrastrados por la corriente. En ella flotaban cadáveres humanos, lívidos, tumefactos, a punto de estallar. Restos de habitaciones, deshechas por la convulsión geológica, asomaban entre las espumas el esqueleto de sus vigas, el escombro de sus techumbres, la ruina de sus muros.

Desde los montículos contemplaban las hembras jornaleras sus muertos hogares, acompañando con ojos húmedos e imprecaciones dolorosas el viaje de su disperso ajuar.

Los chiquillos jugueteaban con las aguas o construían en sus márgenes casitas de lodo; por sus huecos entraban y salían los insectos zumbando. Los hombres vagaban silenciosos por la campiña. Parecían náufragos explorando el paraje desconocido donde los echó la borrasca.

El desastre hizo también presa en los jardines y en los huertos, arrasándolos, sepultándolos, barriendo los planteles de flores, destrozando las hortalizas, socavando las raíces de los frutales. Algunos edificios -casas de ricachones- continuaban en pie, por más sólidos de arquitectura, pero cuarteados, infirmes. Anchas grietas mostraban los interiores cómodos, las cocinas de cok; los vasares atestados de útiles guisanderos; las despensas abarrotadas de comestibles; los comedores, ricos en cristalería y en loza; los salones, con sus mesas de mármol y sus consolas áureas y sus butacones de seda y sus cortinones de encaje; los despachos, con sus pupitres aforrados en gutapercha y sus fuertes cajas de caudales; las alcobas, de lechos blandos, de lascivos cojines, de amplias lunas, estimuladoras del goce. Por todo ello entraban las pupilas de los desposeídos. Al contemplarlo, sus ceños se fruncían, sus dientes se encajaban, sus manos se contraían con rapaz contracción.

En los grandes almacenes se hacinaban los envases desordenadamente. Arrancados fueron por el sacudimiento estanterías y soportes. Las cajas, desfondadas, metían los puñales de sus astillas en sacos y pellejos; las paredes chorreaban aceite, escupían harina o goteaban el petróleo, formando a ras de piso charcos infectos, churretosos. Por las brechas de las bodegas entraban las desbordadas aguas para salir en sangrientos espumarajos y formar sobre los remansos cuajarones de pus.

La campiña, dislocada, desarticulada, se partía en tajos asesinos, en simas de línea irregular y brusca.

Los árboles supervivientes se encorvaban ante el desastre. Olivos gigantescos, que soportaron la pesadumbre de los siglos, morían calcinados por la centella. Cachos de montaña, caídos contra el terruño, vegetaciones que arrastrara el alud, brechas que abrieron los torrentes, boquetes sombríos que torneó el fuego subterráneo, cambiaban por completo el dibujo de las llanuras.

A la desolación del paisaje se unía el crimen de los hombres.

Cuadrillas siniestras acechaban el paso de las aguas y requisaban los despeñaderos para desvalijar a la muerte. Muchos cadáveres aparecían con el lóbulo de las orejas desgarrado; la sangre se coagulaba en el sitio que antes llenaban los pendientes; otros cadáveres mostraban amputados los dedos en que brillaron las sortijas. Casi todos estos cadáveres iban desnudos; los de las hembras tenían las cabezas rapadas.

Los animales muertos eran oculta mercancía. Con ellos se entraría por los estómagos la peste. Tampoco los vivos escapaban al bandidaje. Quien a solas se aventurara por los caminos y veredas diera por cierto que tornaba sin bolsa si no dejaba la existencia también.

Bandadas de buitres, haciendo competencia a los hombres, pasaban bajo el sol con los corvos picos abiertos y los cuellos tirantes...

El dolor que tales sucesos provocaron fue internacional. Especialmente Francia tuvo iniciativas generosas. Escritores, pintores, dibujantes, ofreciéronse gratuitamente a la confección de un «extraordinario», que lo fue realmente por su artística hechura. Los franceses se arrebataban el periódico de las manos pagando los números al triple, al cuádruple del precio.

Era su limosna para socorrer a Andalucía, al país que ellos siempre imaginan como un suelo fantástico, como una leyenda hecha realidad por la Naturaleza.

Andalucía es, para los franceses, región novelesca de jardines siempre floridos; de ríos, sobre cuyas ondas navegan barquichuelos donde se abrazan parejas de amadores; de serenatas que comienzan en música y terminan con sangre; de toreros que gozan las preferencias de grandes señoras y la amistad de reyes y príncipes; de bandidos que bajan de los montes potro en piernas y trabuco en mano; de mujeres que asoman a las rejas donde se enroscan jazmines, nardos y claveles, para registrar la calle vecina, con sus apasionados y negrísimos ojos, para ver si en la esquina aparece el amante, envuelto en la capa de embozos granate, caído sobre las cejas el ancho cordobés y apuntando sobre el reborde de la faja el navajón de muelles o el puñal repujado en inscripciones homicidas.

¡Triste Andalucía, ahora, la Andalucía legendaria y poética de los franceses!... Sus jardines estaban muertos; sus ríos eran tumbas flotantes; música alguna turbaba la paz mortuoria de sus noches.

Las mujeres asomaban a las rejas desvencijadas rostros pálidos, pupilas enrojecidas por el llanto, labios crispados por la angustia. No cuchicheos amorosos, dolientes quejidos brotaban por entre los barrotes; suspiros y ayes venían de la campiña asesinada; ya no las visitaban en planta de conquistadores Melgares y el Bizco del Borge, reyes entonces de la sierra. En la sierra permanecían, repugnando bajar al llano, no queriendo confundirse en él con los rateros de la muerte.

Al par de Francia, Italia, Portugal, los países latinos de América mandaban a la capital española donativos cuantiosos.

No fue Madrid el último en acudir al socorro de Andalucía. Los estudiantes madrileños organizaron una colecta; fue ella cuantiosa; a miles y miles de pesetas subió. Para repartirlas entre las víctimas del desastre, fueron elegidos por sus compañeros 10 o 12 estudiantes.

Figuraba entre ellos Manuel Paso, el granadino que dos años más tarde ganaba con sus Nieblas puesto de honor entre los poetas españoles; el que, mientras vivió, fue mi compañero, mi hermano. A él debo el relato de esta aventura. Mientras la copio en mis cuartillas, creo quo el poeta se halla detrás de mí, repitiendo la historia, dictándomela con su vocecilla ceceosa, accionando en los pasajes culminantes con sus manos flacas, puntiagudas.