Caballería maleante: 3
-Entre el señor -gangueó la vieja- y la Virgen de las Angustias pague a su mercé la visita. Con estos horrores no hay alma que aporte por mi casa. De mó que se anda malamente. ¡Poco alegres van a ponerse las dos niñas en sabiendo que sepan la visita de su mercé! ¡Frasquita! ¡Mariquilla de la O!... ¡Echar a los ojos el alma, que hay un caballero!...
Era Frasquita rubia, de ojos azules, que llameaban tras las pestañas retorcidas; sus labios, al entreabrirse, mostraban unos dientecillos de nácar; el talle teníalo juncal, el pecho alto, las caderas redondas, menudos y arqueados los pies. Sobre su pelo, ceñido a la cabeza como un casco de oro, gallardeaba una vara de nardos.
Mariquita de la O no valía gran cosa; pero en su cara relucían dos ojos negros, acariciadores, bordeados por azules ojeras, y en su boca, grande, de dentadura poco igual, había temblores de pasión. Flaco y anguloso, tenía su cuerpo, al moverse, ondulaciones reptilescas: aquella mujer no debía abrazar; debía enroscarse.
-Bien venido sea -dijo Mariquilla a Manolo-. Siéntese, siéntese el forastero y mande lo que guste a este par de esaboriciones.
-Por de pronto -exclamó el poeta, encarándose con la vieja y asentado junto a las mozas- sáquese unas botellitas de vino bueno, si es que lo hay, y algo, si lo tiene, que nos vaya ayudando a envasar el mosto.
-¿Cómo si lo hay? -repuso la tía Guarnición-. ¡De primera! ¡Mejor no le pisaron hombre! ¿Cómo que si tengo con qué ayuar al mosto? Dos perniles del propio Trevélez toman el aire en mi despensa; un barrilito de aceitunas se rezuma a la vera de ellos, y junto al barril puse esta mañana una cazuela de pestiños que gotean miel y están más suaves que manteca.
-Venga todo eso, pues, y si más se cría en la casa pidan las niñas por sus bocas.
-¡Pía usté por la suya, rumbón! Las muchachas vistas están, que vistas y deseando de servirle; pero verlas no es tó. Fuera parte otras habilidaes, Frasquita toca la guitarra como los serafines, y esta Mariquilla de la O se canta y se baila como un ángel. De mó, que si se aburre su mercé, no será culpa nuestra.
-Ni mía tampoco -respondió Manuel, tirando el sombrero encima de una silla y despuntando un puro, mientras la vieja ponía sobre la mesa botellas, vasos y manjares.
Era el cacareado vino de lo peor que envenena cubas: sólo con el picante de las dos mozas se podía tragar; el jamón estaba mohoso; las aceitunas duras; los pestiños ásperos como lija. Del pan no se hable: moreno y de la semana anterior. Menos mal que, según la vieja, lo amasaron sus manos, y ello ayudaba a morderlo con gusto.
Vaya que la de la O y Frasquita suplían, con sus arrumacos, la mala condición de los líquidos y los sólidos; y vaya que Manolo, en punto a bebidas, no encontraba mala ninguna. En punto a hembras, fuera injusto poniendo reparos a las que le deparaban los buenos oficios del alcalde.
Iban tres botellas consumidas y la guitarra daba al aire sus sones, aguardando la copla, temblante en los labios color púrpura de María de la O, cuando sonaron a la puerta recios y despóticos golpes.
-¿Quién será a estas horas? -gruñó la Guarnición.
-Vaya a verlo -dijo Manolo-. Interín, prosigue tú, niña, con la copla, y bendita sea tu garganta.
Pálida, con los ojos fuera de las órbitas y las manos en cruz, volvió al comedor la tercera.
-¿Qué sucé?... -le preguntó Frasquita.
-¡Que está ahí!
-¿Quién?
-¡Melgares!...
Al oír este nombre Manolo, casi cae al suelo. La mano de Frasquita quedó inmóvil sobre la guitarra, y la copla de María de la O paró en seco.
¡Melgares!... ¡El compañero del Bizco del Borge! ¡El espanto de Andalucía!... ¡Y Manolo que llevaba tres mil pesetas dentro de su cartera! ¡Pobres pesetas y pobre de él quizás!...
-¡Vamos! -gruñó desde el zaguán una voz ronca y avinada-. ¡Vamos, carroña, alumbra! ¿Quiés que me rompa los jocicos en esta condená escalera, que está de peldaños igual que tu boca de dientes?
-¡Allá voy! ¡allá voy! -dijo la Guarnición, empuñando el quinqué y dirigiéndose al pasillo.