Cancionero de Manuelita Rosas/Manuela Rosas en 1850 (Miguel Cané)

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Cancionero de Manuelita Rosas
de Miguel Cané
Manuela Rosas en 1850

Recuerdos Políticos


MANUELA ROSAS


EN 1850


I

Mi amigo D. José Mármol retrató en rasgos perfectos a esta pobre criatura, que la fatalidad había colocado bajo el poder paterno de Rosas, el tirano sangriento. Ese retrato, palpitante de verdad, no ha derramado sin embargo, sobre la fisonomía de nuestra compatriota, ninguna de las muchas sombras de dolor que han debido nacer de ese corazón comprimido, domeñado, desde los primeros latidos de su vida; el escritor respetó el santuario de esas impresiones silenciosas, tal vez por piedad de esa infeliz; pero nosotros no debemos dejar de señalar a los hombres, la primera víctima, la más martirizada de todas tal vez, porque también nuestra misión es fatal, y por lo tanto imprescindible. Si en los estudios puramente fisiológicos que nos propones de las impresiones íntimas de esa mujer, tocamos alguna llaga no bien cicatrizada aún, la pedimos perdón, y la rogamos acepte nuestra pena: sabemos lo que vale en la vida, hacer siempre enmudecer el alma, ahogar los más puros y dulces deseos, y tener que roer dentro de sí mismo la pasión que se desborda, que diseca la existencia, y que no es lícito comunicar a nadie sino a Dios en los coloquios solitarios del deseo.

La naturaleza dotó a Manuela Rosas de uno de los tipos más graciosos y picantes, que conoce la raza porteña, tan aplaudida y admirada por los hombres de gusto; y la fortuna derramó sobre su camino los bienes que hacen de la vida una sonrisa. La mujer ha visto consumirse poco a poco, bajo el peso de la tiranía paterna, esa tendencia innata, pero vehemente, irresistible, que arrastra un sexo hacia otro; y caer deshojadas una a una las flores de su guirnalda juvenil, inodora, indiferentes para todos. Manuela quedó huérfana cuando apenas empezaba su vida social, y ya la posicion del padre la obligó a asumir el carácter de secretaria y confidenta de todos esos crímenes que hicieron de la República Argentina el escándalo de los pueblos.

Esta necesidad la forzó a adoptar un sistema de vida diferente del de las otras jóvenes de su edad, se hizo popular en sus gustos, es decir plebeya, y para poder aumentar el poder material de los medios del padre, descender de su caracter de señorita, hasta colocarse al frente de una tropa salvaje de negras africanas, y presidirlas en sus danzas, verdaderas orgías. Suponed un corazón inexperto, que se abre por primera vez a la vida, con todas las ilusiones de oro que se agolpan en torrente sobre la imaginación de quince años, rodeadla de tumba, de espionaje, de cautelas, de hombres cuyos hábitos, cuyos gustos pertenecen a la Pampa, y decidme si esa joven debió caer desde el cielo a que la llevaba su alma hasta la profundidad de un desencanto, de esos que marchitan toda ilusión, de esos que disecan la fuente más pura de la felicidad.

Estas impresiones debieron producir una lucha terrible entre los sencillos y candorosos gustos de la joven, con las necesidades que la política paterna le imponía; entre su naturaleza buena y dulce, con las obligaciones de una obediencia forzada y espantosa. ¿Que debió producir esa lucha?

Llegada a aquella edad en que toda criatura humana siente brotar en su pecho el dulce deseo de ser amada y de amar, en que la ilusión o la realidad de una pasión constituye la existencia toda entera, Manuela encadenada por el sistema cada día mas brutal del que la dió existencia, tuvo que ahogar en el fondo de sus entrañas ese deseo, que en las otras mujeres se traduce por el gracioso coquetismo por la flexibilidad del carácter, por las mil gracias que tanto atraen; y hacerse mujer seria, jefe de gabinete. El contraste de su posición exterior con la posición de su alma, el atractivo de los objetos que en su alta fortuna provocaban su simpatía, la palabra mas o menos vehemente del hombre que en sus confidencias íntimas ella habría preferido, con la inexorable necesidad que la forzaba a dirigir sus gustos hacia objetos odiosos para el corazón de toda mujer, a poner una mano helada sobre los vivos latidos de su pecho, a ver en las orgías y crueldades de su padre, placeres que debían empoñozarle su vida verde, llena de contento y abandono juvenil, son dolores que toda la astucia de ese monstruo no pudo evitar a su hija predilecta, a su mejor amiga. Prescindamos del sentimiento del amor, de ese fierro en ascuas que esta atravesando en su pecho, como la mirada del hombre ahorcado sobre su verdugo, y recorramos los juegos inocentes, las expansiones de la vida íntima de esa joven en medio de todo el aparato ficticio de esa felicidad que tantos le envidiaban y que ella detesto ciertamente, y veremos que en Manuela Rosas, no ha tenido un día, ni una hora, un instante solo de dicha íntima, de aquellos momentos que dejan un sello vital en la existencia de toda criatura. Agente inculpable del hipócrita que la hacía representar todos los caracteres, todas las faces que convenían a sus necesidades, esa pobre niña tuvo que amoldar sus gustos naturales, la fogosidad y sencillez de su caracter, a la necesidad de ser mujer solapada y de un mundo diplomático, viva, abandonada y aún indiscreta, niña, pueril y hasta importuna en el espacio de veinticuatro horas, según el gusto y el genio del personaje que tenía el mandato de fascinar. Las fisonomías diplomáticas del astuto y frío anciano Mendeville, del elegante y apasionado Mareuille, del loco y estrafalario Lord Howden, han encontrado siempre un rasgo armónico en la de esa pobre niña, que a fuerza de obediencia, tuvo que dar a su fisonomía y a su espíritu, los mismos colores de las de esos hombres tan versados en la ciencia de la mentira. Este trabajo diario debió producir hábitos, y esos hábitos una victoria completa sobre la naturaleza de esa mujer: hoy Manuela es todo, menos ella misma.

¡Pero para llegar a una transformación semejante, cuánto esfuerzo, cuánto sacrificio, cuánto estudio sobre sí misma! Figuraos una joven de dieciocho años, bonita y elegante, rodeada de todos los atractivos y de todas las comodidades de la vida, dotadla de esa alma fogosa de las mujeres de su edad, y de la imaginación que les hace ver en cada uno de los objetos un mundo de ilusiones y de placeres; prestadla por un día solo aquel sueño dorado de la vida libre, y decidme luego, que la hija de Rosas, en medio de su fausto, en el trono que los adulones le construían día a día, dispensando favores, o repartiendo la limosna de su sonrisa forzada, era más una mujer feliz que una víctima deplorable.

Ahora diez años, el corazón de esa mujer luchaba todavía consigo mismo; entonces el brazo sanguinario de su padre hacía rodar las cabezas de los hombres por las calles de Buenos Aires, y las familias aterradas por sus deudos, veían en Manuela el ángel salvador. ¡Cuánta madre, de rodillas, bañado el rostro con las lágrimas del miedo y la congoja, no ha suplicado a esa infeliz, que también lloraba, por la vida de un hermano, de un esposo, de un hijo idolatrado! ¿Y qué ha hecho Manuela para enjugar las lágrimas de esa madre, para acallar los gritos de su alma? Llorar con ella y confesar que el título de hija y de amiga predilecta, no eran sino nombres vanos para el que nació tigre y morirá lo mismo. Hay en esa lucha el deseo vehemente, de esa naturaleza sensible y delicada, con la imposibilidad de obtener el perdón de tanta víctima inocente, más pesar que en el sufrimiento de una desgracia directa, porque a ese pesar se reúne la vergüenza de no poder poner remedio a los sufrimientos de los desgraciados, el desengaño de que se debe la existencia a un hombre sin entrañas, y de que toda esa farsa de poder y de consideraciones de que se le hace rodear, no era sino demostración mentida del miedo que a todos había tocado, y de la hipocresía de los infames que especulaban con semejante orden de cosas. ¡Oh! Sin duda, los gemidos de las madres han tenido un eco en el pecho de esa pobre mujer, y ese eco, como todo gemido, como todo grito de dolor, ha pasado inapercibido de Rosas. Pero la Providencia, puso a su lado a la que sufría lo mismo que él hacía sufrir a los demás, la única por quien él habría querido no existiesen dolores en la vida y que, ignorante y torpe despedazaba horriblemente.

No se crea que Manuela por la afección hacia su padre, ni por la influencia del círculo que la rodeaba, pudo encontrar justos ni necesarios los crímenes con que el tirano se manchó, ni el empleo de esos medios atroces con que pudo conservar el puesto que la voluntad ilustrada de sus conciudadanos le rehusaba: no; no hay un solo hecho en la larga historia de las desgracias patrias, que pueda ser atribuído a la influencia de esa mujer. Y todos lo sabemos: Manuela era el único amor conocido de ese monstruo, por Manuela obtuvo triunfos increíbles en la diplomacia y en sus relaciones con los ministros extranjeros, por ella tiene el vínculo de una familia, por ella su vida estaba a cubierto de las legítimas asechanzas de sus innumerables enemigos, y una arruga de la frente de esa mujer habría determinado el exterminio de toda una familia. Pero ¡Providencia Divina!, por esa ley externa de contraste de las naturalezas que la fatalidad acerca unas a otras, al lado del demonio de la destrucción se encontró el ángel del consuelo, al lado de la bestia la inteligencia delicada, y al lado de la furia del infierno la sonrisa de la bondad candorosa. No, ni en el encono justo de las pasiones de los enemigos del padre, se debe formular una acusación inmerecida contra la hija. Si ella no ha podido extender una mano protector: hacia los que imploraban su influencia, tampoco ha hecho derramar una lágrima habiendo podido, con un mimo, con un capricho de niña, hacer correr torrentes de sangre inocente. Ella, la infeliz compadecida, ha sido la víctima expiatoria de todos esos delirios sangrientos de su padre. ¿Qué es el poder, qué es el fausto, la riqueza, ni las adulaciones, cuando se tiene dentro del corazón la pena inmóvil de todos los momentos, la blasfemia silenciosa en el centro del alma, el secreto de su miseria a la faz de todo ese oropel, la conciencia de todos esos crímenes y la protesta impotente contra el autor de tan nefandos hechos? ¡Misericordia del Eterno! Asi castigáis al monstruo, cuya cabeza os repugna herir, porque es maldita en la única parte sensible que su organización llena de vicios le ha dejado.


II

Hemos trazado estas líneas con gusto; la patria que produjo al General Belgrano, Rivadavia, al ilustre General San Martín, no podía abortar toda una raza de caribes o de Atridas. En las aberraciones de las cosas, en los trastornos del globo, puede el choque y la extraña combinación de los elementos producir a un Rosas, como se produce una enfermedad epidémica, pero la generación de los fenómenos no está en el orden regular, y esa excepción humana que se llama Juan Manuel Rosas, no ha podido transmitir a su hija ninguna de sus cualidades personales.

Uno de nuestros amigos predilectos, nos decía hablando de Manuela: "Toda la raza de los Rosas es por naturaleza cruel y mortificante. Yo creo que hay en los gustos y en los instintos de la hija los mismos gérmenes que tan horriblemente ha desenvuelto el padre. No; hay exageración, hay injusticia en esta idea absoluta: los sufrimientos del destierro, las profundas amarguras de esa vida sin horizonte, que se consumía entre el deseo y los desengaños, en el choque constante de las ideas de la patria con la miserable materialidad de las cosas, agriaba el espíritu y nos llevaba involuntariamente a la hipérbole; Manuela no es sino el reflejo inverso de su padre. En éste no hay una sola fibra que palpite humanamente, y en ella no hay una arteria en que corra ese veneno que hizo de la Republica Argentina, tan joven y lozana años antes, la decrépita y cadavérica Republica Argentina de la Confederacién de Rosas. No; la débil voluntad de esa niña, no fué bastante fuerte para impedir que el exterminador posase su cuchilla ensangrentada sobre la garganta de los pueblos. La sangre que ha saltado de tanta cabeza mutilada a su lado, ha manchado su rostro, y la infeliz, a quien el terror paterno no le dejaba ni la libertad de lanzar un grito de horror, ha tenido que devorar dentro de su alma la pena, el miedo, el odio también de tanto crimen. ¿Que podía la infeliz en ese círculo de hierro que la brutal tiranía del padre habia trazado a sus acciones? Lo que el niño que pretendiese detener las aguas de un torrente o los balances del navío castigado por las olas. Ha llorado, ha rogado por los que sufrían y, guardando en su alma esa pena incomprensible, hizo de la resignación su primera virtud, y de su posición un heroico sacrificio. Reina para los otros, era la primera esclava del sistema de su padre; envidiada de todos los que miran sin ver, adulada en público y compadecida por los pocos que han podido penetrar en el secreto de su vida, esa mujer ha llegado a la plenitud de su existencia sin que el amor de su alma, pasión del ciclo, haya depositado en el altar querido un solo suspiro correspondido, un solo juramento aceptado de rodillas.

Agobiada por los hombres parásitos y despreciables que la rodean, títeres que a sus ojos no pueden representar sino ese papel mecánico de la adulación palaciega, Manuela no pudo recibir de ninguno de ellos la impresión poderosa que debería ahogar los hábitos ficticios de su educación y despertar esa naturaleza, tan dominada, en todo su vigor y en todo tu desarrollo. Los que tienen tan flexible la columna dorsal, no son generalmente los hombres que inspiran pasiones tempestuosas, y Manuela necesitaría hallar en la mirada del hombre de su amor la altanería del hombre libre, sobre cuya frente no se notase el sello del esclavo, del débil o del mercenario. Para que esa criatura salga del círculo de hierro que encadena, necesita encontrar un hombre cuya voluntad sea capaz de afrontar todos los peligros y cuyo corazón sepa derramar en el suyo un torrente de fuego, que, arrasando las malezas de que lo ha hecho rodear el tirano, vivifique y depure la vida de esa mujer. ¿Dónde está ese hombre de resuelto brazo y de mente altiva entre todos los que la rodean?


III

Manuela es hoy el astro fulgente de la corte de Palermo: bajo sus rayos se animan o marchitan las criaturas que forman su coro. El pliegue de su boca es como el gesto de Júpiter, la orden que marca el tono y el carácter del día. Omnipotente en ese reinado puramente mímico, educada por las diferentes situaciones de la política paterna, Manuela es hábil en el rol que desempeña, y esa naturaleza dispuesta a todos los progresos, se ha desarrollado admirablemente en ese sentido; pero su vida intima, su existencia de mujer, ha sido nula, estéril, descolorida hasta hoy.

Y los treinta años han llegado ya; las flores de su guirnalda han sido marchitadas por la mano del tiempo; las ilusiones ardientes de la primera juventud, aquellas que los poetas cantan y son tesoros inapreciables en la vida, murieron y murieron para siempre. La atmósfera forzada en que se abrió esa flor, gravita todavía sobre ese tronco que no ha dado frutos. La naturaleza vive sin embargo, en el corazón de esa mujer, como en las viñas durante la estación del invierno, fresca y poderosa; pero para Manuela la primavera es fría y estéril como el invierno. Es como el arbol parásito que el viajero descubre sobre la corona de una roca, sin hojas, sin verdor, sin aromas. Bueno para indicar un rumbo, como lo indicaría una piedra, pero muerto para su especie y para los usos naturales.

Es sin duda un nuevo género de tormento el que esa criatura ha probado: todo le sobra, lujo, posición, aduladores, comodidades, vasallos, corte, damas, y la vida debe serle insoportable.

¡Si pudiésemos dejar correr nuestra imaginación y revelar lo que ella nos dice! Si pudiésemos estampar aquí uno de aquellos soliloquios de esa criatura, luego que se ha despojado de la máscara de arlequín, y, fatigada de todo ese mundo de mentiras, se retira a su lecho a vivir un momento para sí, a pedir en el fondo de su pecho y sus ojos preñados de lágrimas lo que su alma desea, a implorar de Dios el perdón de los crímenes del padre y compasión de sus penas; si exasperada de la esterilidad de sus afectos, pudiésemos seguirla en el vuelo de sus deseos de mujer y confesándole las cualidades que creemos encontrar en ella, le poblasemos el mundo de tu sueño de las caricias de los hijos, del amor del esposo, de los proyectos para la vida de la vejez, de las dulzuras de la verdadera amistad, que ella no ha conocido nunca, tendríamos que inclinarnos ante la inaudita desgracia y compadecerla como a la primera víctima de esa calamidad que a todos nos hace sufrir tanto. Respetemos ese santuario; hay dolores que, adivinados, dan la muerte.


IV


Manuela sabe tal vez mejor que nosotros los peligros que acechan a su padre; y mejor que nadie, lo precario del poder que lo rodea. Su instinto de mujer la ha hecho penetrar ya los misterios del porvenir, y ese porvenir ha debido hacerla cerrar los ojos. ¿Cuál será en efecto el puesto que la Providencia le ha señalado en su extraña carrera?

El anatema de la sociedad argentina no pesa sobre ella, y sería injusto que también esta desgracia le estuviese reservada. Pero el rayo que ha de herir la cabeza del monstruo debe tocar en su carrera a los que llevan su apellidos: las reacciones son terribles. Alguno merecería el perdón acaso, pero contra la clemencia de los que hoy son conocidos con el nombre de salvajes, se elevará la grita de los miserable adulones que actualmente se postran a sus pies y, corrompidos, hacen abnegación en las aras de ese altar ensangrentado, de la vida, del honor y del porvenir, a favor del que los pisa y al mismo tiempo.

En su duelo profundo, duelo de buena hija, en el desenfreno de las pasiones por tantos años comprimidas, en la exageración de esa libertad de que ya se ha perdido toda idea en la patria, en el fingido entusiasmo de los muchos que han ayudado a tirar la cuerda del verdugo, Manuela, la infeliz, no encontraría a su lado uno solo de esos seres que hoy ofrecen su vida, su porvenir y su fortuna. Esos viles creerán que la ocasión lo disculpa todo, y con la frase sacramental que hoy emplean para perseguirnos y robarnos ¿"qué hemos de hacer"? huirán de ella como de criatura maldita. Entonces, mujer sacrificada, llamad a las puertas de las familias de los salvajes unitarios: pedid a nuestras madres que salven de la irritación popular a la hija de D. Juan Manuel de Rosas, que conserven a la heredera de ese nombre fatal, y vereis que no hay una que no os cubra con su cuerpo, que no os defienda a costa de su vida y que no haga por vos, lo que en vuestra alta fortuna vos no pudisteis hacer por sus hijos degollados.

Entre tanto, el carro de la fortuna de Rosas continua su carrera triunfal: la división de sus enemigos locales, y las exitaciones de sus enemigos exteriores, van sancionando la existencia de ese poder contrario a todas las instituciones, y a la naturaleza material de las cosas.

El sistema brutal de ese tirano pesa todo entero sobre la cabeza de la República, y sobre la existencia ya marchita, de esa pobre mujer. Mañana tal vez el huracán revolucionario caerá sobre ese orden anormal, y el desquicio arrastrará en pos de sí hombres, fortunas y esperanzas.

La que no ha tenido la libertad que Dios concede a toda criatura de buscarse un protector en el hombre de su cariño, se encontrará sola, despreciada, o señalada a la execracién pública como último vástago de esa gente que tanto hizo sufrir a sus hermanos: y entre tanto, ella ha sufrido también, ella ha sido obligada a desterrar del corazón los más puros y santos sentimientos de la naturaleza; la tiranía la ha colocado en condición tan desgraciada que la última sirvienta no la querría para sí. Y se lo debe a su padre, al hombre que con la vida debió darle todos los bienes que la embellecen; al que ella idolatra, aún conociendo sus vicios, al que todos maldicen y ella bendice día a día, al que sintiendo ladrar en sus entrañas esa fiera sedienta de sangre, no le era permitido nacer entre los hombres, sino en las tinieblas de los bosques o en las soledades de la pampa.

¡Regocijaos mujeres de mi patria que habéis sufrido los sinsabores del destierro! Ved como la mano de Dios no ha dejado sin castigo tanto crimen, tanta injusticia; vosotras ganais el pan con el sudor de vuestro rostro, pero tenéis libre el corazón, la voluntad, y la esperanza de un porvenir feliz. Manuela se muere de miseria, de aquella miseria que vosotras no conocéis, porque está en la esterilidad de su vida, en la aridez helada de sus afectos, y en el vacío inmenso que la rodea.

Febrero 2 de 1850.


Julio de 1852.

Nunca tal vez se creyó Rosas mas seguro en el poder que en los momentos en que nosotros escribíamos el artículo que precede; en todo el continente de la República no aparecía oposición capaz de torcer el rumbo de su sistema, y vehementes indicios de la aprobación del tratado Le Prédour, afianzaban su poder. Entonces, como hoy, no pudimos ver en la hija desgraciada del tirano, sino una víctima consagrada por la Providencia a la espiación de los crímenes del padre, y exentos del furor brutal de los partidos sanguinarios, nos propusimos estudiarla y lanzar por ella el grito de dolor y de horror que debía sofocarle sus entrañas.

Causas independientes de nuestra voluntad, impidieron que ese trabajo fuese publicado al mismo tiempo que la Manuela Rosas de nuestro amigo D. José Mármol; ellas nacieron juntas y debían haberse presentado al mundo también juntas: la nuestra durmió hasta hoy en su cuna abandonada, mientras que la otra ha recibido ya los merecidos cumplimientos de la buena sociedad. La ofrecemos hoy para mostrar cual era nuestro pensamiento en aquella época, y cual es el de hoy.

MIGUEL CANE (1).