De la sátira y de los satíricos
Tiempo hacía que deseábamos una ocasión de decir algo acerca de la mala interpretación que se da generalmente al carácter y a la condición de los escritores satíricos. Créese vulgarmente que sólo un principio de envidia, y la impotencia de crear, o un germen de mal humor y de misantropía, hijo de circunstancias personales o de un defecto de organización, pueden prestar a un escritor aquella acrimonia y picante mordacidad que suelen ser el distintivo de los escritos satíricos. Confesamos ingenuamente que estamos demasiado interesados por la tendencia general de los nuestros en desvanecer semejante prevención; no diremos que no hayan abusado muchas veces hombres de talento del don de ver el lado ridículo de las cosas, y que no le hayan hecho servir algunas para sus fines particulares. Esto es demasiado cierto por desgracia; ¿pero de qué don de la Naturaleza no ha abusado el hombre, y quién será el que se atreva a sacar deducciones generales de meras excepciones?
Nosotros por eso no dejaremos de reconocer en los escritores satíricos calidades eminentemente generosas; en cuanto a las dotes que de la Naturaleza debe de haber recibido el que cultiva con buen éxito tan difícil género, ha de poseer suma perspicacia y penetración para ver en su verdadera luz las cosas y los hombres que le rodean; y para no dejarse llevar nunca de las apariencias, que lo cubren todo con su barniz engañoso; profundo por carácter y por estudio, no ha de detenerse jamás en su superficie, sino desentrañar las causas y los resortes más recónditos del corazón humano. Esto puede dárselo la Naturaleza; pero es forzoso además que las circunstancias personales lo hayan colocado constantemente en una posición aislada e independiente; porque de otra suerte, y desde el momento en que se interese más en unas cosas que en otras, difícilmente podrá ser observador discreto y juez imparcial de todas ellas. Como el que censura las acciones y opiniones de los demás es el que naturalmente debe encontrar más dificultad en convencer y persuadir, necesita añadir a su clara vista el arte no menos importante de decir, lo uno porque no hay verdad que, mal o inoportunamente dicha, no pueda parecer mentira; lo otro porque rara vez nos persuade la verdad que no nos halaga, y el arte de decir es casi siempre obra del estudio. Son raras además las verdades que la Naturaleza nos presenta claras por sí solas, y que no necesitan para ser comprendidas y desarrolladas gran copia de conocimientos. Ni son todas las épocas iguales; y maneras de decir que en un siglo pudieran ser no sólo permitidas, sino lícitas, llegan a ser en otro chocantes, cuando no imposibles. Ésta es la razón por que el satírico debe comprender perfectamente el espíritu del siglo a que pertenece; y ésta es la gran diferencia que entre los satíricos de las literaturas antigua y moderna choca al estudioso. El primer satírico de quien, rastreando en la oscuridad de los tiempos, hallamos fragmentos, es Aristófanes, que en sus Nubes, sátira dialogada e informe, más bien que comedia, se propuso ridiculizar nada menos que a uno de los primeros filósofos de la antigüedad, el divino Sócrates. Cualquiera que conozca la desnudez desvergonzada de aquella producción nos confesará que hubiera sido execrada en épocas de mayor cultura. Y dejando a un lado los tiempos remotos de la antigua Grecia, pasemos rápidamente la vista sobre el modo de decir de los escritores del siglo cultísimo (con relación sin duda a los anteriores) de Augusto, y dígasenos francamente si el oscuro Persio, si el acre Juvenal, usando de giros más cínicos que los mismos personajes imperiales que satirizaban, hubieran hallado lectores sufridos en nuestro siglo de más hipócritas modales, amigo de giros más mojigatos. Y no hablemos de la licenciosa manera de Catulo y de Tibulo, de la desnudez de Marcial; contraigámonos al severo Cicerón, al dulcísimo y ameno Virgilio, al cortesano Horacio. Más de un pasaje de la Catilinaria o de la oración contra Verres, la égloga entera de Alexis y Coridón, la oda burlesca a Príapo y otros cien trozos de aquellos órganos del buen gusto romano hubieran provocado gestos de hastío y de indignación, no precisamente en nuestra moderna sociedad, pero aun en el siglo de Luis XIV, más aproximado a ellos que nosotros. Y descendiendo a éste, el mismo Boileau, tan mirado, tropezaría con más de un improbador; es rara la comedia de Regnard y de Molière en que no resaltan trozos, escenas que ruborizan en el día cuando se repiten al parterre francés del siglo XIX.
No queremos decir con esto que un siglo sea mejor que otro y que nuestras costumbres sean preferibles a aquéllas, por más que nos fuese fácil hallar razones en apoyo de esta opinión; pero como quiera que no nos sea posible entrar simultáneamente en dos cuestiones diversas, nos contentaremos con decir lo que únicamente hace a nuestro propósito: que las costumbres varían; que el pudor va a más en las sociedades con su edad, así como en los individuos; y que solamente se halla oculto aún o perdido ya en la infancia y en la vejez. Aristófanes y la antigua Grecia carecen de él, porque aquélla era la infancia de la sociedad europea de entonces. Se ve atropellado en la decadencia de la sociedad romana; y si en el siglo de Luis XV vuelve a ser completamente echado en olvido, si multitud de escritos de la Revolución francesa le ahogan miserablemente, si los Pigault-Lebrún destrozan su modesto velo por algún tiempo, a sabiendas y con complicidad de la sociedad entera, es porque una nueva decrepitud va a dar lugar a una regeneración, pues que las sociedades no perecen para siempre como los individuos, sino que mueren para renacer, o por mejor decir, nunca mueren sino aparentemente; marchan constantemente a un fin, a la perfectibilidad del género humano, que en toda su historia descubrimos, por más lentamente que se verifique; sus muertes aparentes no son sino crisis; son sólo en nuestro entender sacudimientos momentáneos; en una palabra, son los esfuerzos que hace la crisálida para sacudir su anterior envoltura y pasar a la existencia inmediata.
Para aquellos que no vean como nosotros la marcha absolutamente progresiva del género humano, para los que no vean mayor perfección en nuestras costumbres, comparándolas con las de los siglos anteriores, nuestra cultura sería por lo menos hipocresía, y si ésta es, como se ha dicho, un «homenaje que el vicio rinde a la virtud», no nos podrán negar que es una ventaja, pues mucho lleva adelantado para hacer una cosa el que la cree buena.
Admitida, pues, esta diferencia de costumbres, y esa mayor delicadeza del gusto, es indisputable que los satíricos bien recibidos en una época serían silbados en otra. Y esto no sólo aumenta las dificultades en nuestros días para los escritores satíricos, sino que, a decir verdad, indica una época de muerte próxima ya para el género. Por mejor decir, traslucimos la época en que la sátira, comprimida por todos lados, habrá de refundirse, de reducirse estrechamente en la jurisdicción de la crítica. Ésta es la razón por que ya en el día no admitimos de ninguna manera la sátira personal, la sátira de Aristófanes y de Juvenal. Quédese en buen hora para adornar las tablas del estante del estudioso; pero en el siglo de la buena educación, de miramientos sociales, de mutuas consideraciones que alcanzamos, necesita más que nunca la sátira del apoyo de la verdad y de la utilidad; concedámosle causticidad, si se quiere, cuando le sea más fácil enseñarnos una verdad útil, poniendo en ridículo el error; pero si las personas no son nada para la sociedad, si sólo sus acciones públicas, si sólo sus sistemas y sus yerros políticos pueden rozarse con el interés general, quitémosle a la sátira toda alusión privada, arrebatémosle la ponzoña que la degrada y la vuelve venenosa, y la única posibilidad que ella tiene de ser más perjudicial que provechosa. Sentados, admitidos una vez estos principios, distingamos de escritores satíricos.
Al mérito que contrae con la sociedad el satírico que puede en el día vencer aquellas dificultades, añadamos, para acabar de desvanecer la general prevención, algunas consideraciones.
No reflexionan los que interpretan mal la índole de los escritores satíricos cuán caros compran éstos sus laureles. No reflexionan que el que carga con la responsabilidad de la pública censura ha menester de algún valor; no meditan que es raro el párrafo que, al acarrear alguna utilidad a la sociedad, no acarrea de paso a su autor algún disgusto, ora público, ora privado. Es difícil zaherir los errores de los hombres sin granjearse enemigos; porque rara vez el que los padeció tiene suficiente desprendimiento para separarse de ellos sin vengarse, o generosidad bastante para hacer en las aras del bien público el sacrificio de su amor propio y de sus mezquinos resentimientos personales. Si a esto se añade que generalmente la sátira desprecia a los débiles, porque trata de vencer oposiciones, y aquéllos están por sí solos vencidos, se deducirá fácilmente que el satírico no sólo ha de arrostrar enemigos, sino enemigos poderosos. Las comunidades, los cuerpos, en una palabra, la sociedad no es agradecida, porque no tiene centro de pasiones y sentimientos como el individuo, y porque cree, acaso con razón, que todo se le debe; de suerte que el satírico, al hacerse enemigos poderosos, no se hace amigo ninguno, no encuentra apoyo ni compensación. Y la prueba de esta triste verdad es este mismo esfuerzo que en favor de los escritores satíricos tenemos que hacer. ¿Cómo paga la sociedad los servicios que el escritor satírico le hace destruyendo errores y persiguiendo las preocupaciones que le abruman? Los paga suponiendo en el satírico mala índole, condición maligna, y como de esas veces intención personal o defecto de organización. Esto sólo bastaría a disgustar el alma más generosa, si el amor a la independencia, si el amor al bien, digámoslo sin rubor, no fuese las más veces la mejor recompensa de una intención pura.
Y si con respecto a la moralidad o al amor al bien del que se erige voluntariamente en campeón suyo, arrostrando tantos peligros, hallásemos impugnaciones, no necesitaríamos por cierto ir muy lejos a buscar ejemplos que apoyasen nuestro aserto. Echemos una ojeada sobre el carácter privado de los escritores satíricos más conocidos, y dígasenos si la noble indignación de Juvenal contra el vicio está desmentida en su vida; si no se reconoce en la de Boileau; si ofrece pruebas contra ella la del virtuoso Molière o la del adusto Addison; si la filantropía y la beneficencia con que ilustró su vida el filósofo de Ferney pueden ponerse en duda; y viniendo a nosotros, donde este argumento fuera más fácil de contradecirse, si no fuese tan cierto, ¿qué actos públicos nos han quedado como prueba de la inmoralidad, de la perversidad de los satíricos, en la biografía de los Góngoras, de Cervantes, de Quevedo (por más que se haya querido manchar la memoria de estos hombres con suposiciones no bastante probadas o con recuerdos de anécdotas picarescas), en la del virtuoso Jovellanos, en la de Forner, en la de Moratín, en la de cuantos han cultivado con más o menos acierto la sátira entre nosotros?
¿De qué crímenes públicos podremos hallar la tacha en tan ilustres vidas? ¿Dónde está la huella de esa maligna condición que debía hacer para ellos de la sátira una pasión dominante y nociva?
Acabemos de conocer de una vez que esa opinión general tan injusta es otra dificultad que arrostra el satírico, y que, si la calumnia se adhiere con predilección a la fama de los hombres de mérito, no es seguramente la de los satíricos la que echa en olvido, y no son sus cenizas las que su puñal revuelve con menos encarnizamiento, para valernos de la expresión de un poeta.
La otra consideración que nos queda que hacer es en verdad más personal a los escritores satíricos, pero una vez meditada no es por eso menos triste. Supone el lector, en quien acaba un párrafo mordaz de provocar la risa, que el escritor satírico es un ser consagrado por la Naturaleza a la alegría, y que su corazón es un foco inextinguible de esa misma jovialidad que a manos llenas prodiga a sus lectores. Desgraciadamente, y es lo que éstos no saben siempre, no es así. El escritor satírico es por lo común, como la luna, un cuerpo opaco destinado a dar luz, y es acaso el único de quien con razón se puede decir que da lo que no tiene. Ese mismo don de la naturaleza de ver las cosas tales cuales son, y de notar antes en ellas el lado feo que el hermoso, suele ser su tormento. Llámanle la atención en el sol más sus manchas que su luz, y sus ojos, verdaderos microscopios, le hacen notar la fealdad de los poros exagerados, y las desigualdades de la tez en una Venus, donde no ven los demás sino la proporción de las facciones y la pulidez de los contornos; ve detrás de la acción aparentemente generosa el móvil mezquino que la produce; ¡y eso llaman sin embargo ser feliz! Esa acrimonia misma, esa mordacidad jocosa que suele hacer tan a menudo el contento de los demás, es en él la fría impasibilidad del espejo que reproduce las figuras no sólo sin gozar, sino a veces empañándose.
Molière era el hombre más triste de su siglo, y entre nosotros difícilmente pudiéramos citar a Moratín como un modelo de alegría. Apelamos, si no, a cuantos le hayan conocido.
Y si nos fuera lícito en fin nombrarnos siquiera al lado de tan altos modelos, si nos fuera lícito siquiera adjudicarnos el título de escritores satíricos, confesaríamos ingenuamente que sólo en momentos de tristeza nos es dado aspirar a divertir a los demás.
Pero nuestros lectores perdonarán fácilmente este atrevimiento, si antes de concluir este artículo les confesamos que sólo ha podido dar lugar a él una inculpación que nos ha sido hecha recientemente: hay quien supone que sólo una «pasión dominante» de criticar guía nuestra pluma. No como escritores de mérito, que envidiamos a cuantos le tienen, y del cual nos vemos desgraciadamente demasiado desnudos, sino al fin como escritores satíricos, calidad que ni podemos ni queremos negar, hemos tratado de salir a la defensa de su supuesta maligna condición. Ignoramos si lo habremos logrado, pero nunca creeremos inútil hacer nuevas profesiones de fe, por más que las hayamos repetido, en punto tan importante. Somos satíricos porque queremos criticar abusos, porque quisiéramos contribuir con nuestras débiles fuerzas a la perfección posible de la sociedad a que tenemos la honra de pertenecer. Pero deslindando siempre lo lícito de lo que nos es vedado, y estudiando sin cesar las costumbres de nuestra época, no escribimos sin plan; no abrigamos una pasión dominante de criticarlo todo con razón o sin ella; somos sumamente celosos de la opinión buena o mala que puedan formar nuestros conciudadanos de nuestro carácter; y en medio de los disgustos a que nos condena la dura obligación que nos hemos impuesto, cuyos peligros arrostramos sin restricción, el mayor pesar que podemos sentir es el de haber de lastimar a nadie con nuestras críticas y sátiras; ni buscamos ni evitamos la polémica; pero siempre evitaremos cuidadosamente, como hasta aquí lo hicimos, toda cuestión personal, toda alusión impropia del decoro del escritor público y del respeto debido a los demás hombres, toda invasión en la vida privada, todo cuanto no tenga relación con el interés general. Júzguennos ahora nuestros lectores, y zumben en buen hora en derredor nuestro los tiros emponzoñados de los que son en realidad más malignos que nosotros.