Dos hombres generosos
INTRODUCCIÓN
Envidiable es a fe don Luis Tenorio,
su riqueza envidiable y su fortuna:
en Cádiz vive del comercio emporio,
y oro sobre oro comerciando aduna.
Joven, valiente y de encumbrado origen,
no es como otros mancebos altaneros,
que solamente su ambición dirigen
su orgullo a alimentar de caballeros,
y en banquetes y amores
consumen su salud y sus dineros;
y con mengua y baldón de sus mayores
mueren entre rufianes y acreedores.
No, ¡vive Dios!, don Luis lleva una espada
en el cinto prendida,
y aunque de sangre alguna vez teñida
con infame traición nunca manchada,
siempre con honra la llevó ceñida.
Cortés, galán y afable,
pronto a satisfacer, jamás esconde
su faz al lidiador más formidable,
si una ofensa vengar le corresponde.
Pero calculador como valiente,
noble viéndose ya por nacimiento,
que era mejor imaginó prudente
no alcanzado morir, sino opulento.
Dióse al comercio, pues, y la fortuna
tan próspera le fué, tan halagüeña,
que no hay empresa alguna
en que no doble el capital que empeña.
No tiene un buque que a la mar botado
no torne al puerto de botín cargado:
ni hay cambiante en Europa ni banquero
que no admita su firma por dinero.
Ni playa oculta, ni nación remota
donde suya no aporte alguna vela,
y no le traiga de su tierra ignota
prenda de gran valor en joya o tela.
Londres, Génova, el Cairo, Alejandría,
Venecia… el mundo entero
recorren sus pilotos cada día,
y siempre afortunados en sus viajes,
ni sufren de corsarios abordajes,
ni fiero temporal les descarría.
Mira Tenorio en su fortuna inmensa
de su excesivo afán la recompensa;
mas cuanto rico y noble generoso,
cual comerciante avaro u envidioso
no calcula ni piensa.
Y no hay en la ciudad triste o mendigo
que a sus puertas acuda inútilmente,
ni tiene un solo amigo
que con su bolsa en la ocasión no cuente.
Y si un colega el capital expone
y la fortuna ruin se lo devora,
la amistad de don Luis se lo repone,
sin desear su mano bienhechora
del que el favor recibe más usura
que gratitud… y próspera ventura.
Tal es, lector, el hombre
de quien hablarte quiero,
y cuya historia espero
que te suspenda el ánimo y te asombre.
No hay en ella magníficas escenas
de combates, y muertes, y sucesos
estrepitosos llenas,
ni por objeto mi leyenda tiene
la fortuna y el bien de un grande imperio;
la reacción que dicen que conviene
sufra la sociedad; esto es muy serio,
y no me siento yo cno tanta fuerza
para que el siglo ante mi voz se tuerza
y varíe de faz nuestro hemisferio.
No es para mí tan colosal hazaña:
la sociedad quien pueda regenere,
yo cantaré después cuando muriere
la suerte que su afán diere a la España.
Mas es un cuento asaz entretenido
con puntas de moral, sana y sencilla,
en Castilla aprendido,
a manera contado de Castilla.
Eso sí, miserable y reducido,
obra infeliz, sin pretensión alguna,
que sale encomendada a su fortuna,
cuento, no más, sin humos de poema,
que ese es, lector, mi intento
y no va más allá mi pensamiento:
divertirte y no más es mi sistema.
---
DON LUIS: ¿Cómo tan pronto la vuelta?
Explicaos, capitán.
EL CAPITÁN: Cosas son que os pasmarán.
DON LUIS: Dad, pues, a la lengua suelta.
EL CAPITÁN: Es, pues, el caso, señor,
que acerté en Alejandría
a entrar con el mejor día,
y con el sino mejor.
Fuíme derecho al mercado,
mas no bien puse allí el pie
¿con quién diréis que topé?
Con el mercader pasado.
Asióme con mil extremos,
y a fuerza o de voluntad
metióme por la ciudad:
Venid, dijo, y hablaremos.
El calor es excesivo,
capitán, y mientras pasa
descansaréis en mi casa,
donde veréis que os recibo
con cuanto agasajo puedo.
—Yo respondí: Y vos, señor,
veréis a tan alto honor
cuán agradecido os quedo.
Entramos, pues, en su casa,
¡mas válgame Jesucristo!
en mi vida había yo visto
opulencia tan sin tasa.
¡Qué tapices y qué alfombras!
¡Qué joyas de tanto precio!
Quedéme, en fin, como un necio,
la vista haciéndome sombras.
Llevóme a sus almacenes,
y ved cuál me quedaría
cuando oí que me decía:
«Cristiano, de cuanto tienes
a tus ojos manifiesto,
elige, y no me andes parco:
aquí has de cargar tu barco,
que así lo tengo dispuesto.
—Señor, imposible.
—No;
cuanto digas será en vano;
no ha de ser nunca un cristiano
más generoso que yo.
A tu amo por simpatía
en tiempo ya muy remoto,
enviéle con un piloto
un corto regalo un día.
Hice yo esto nada más
de su esplendidez prendado,
y sin pensar de contado
que se mentara jamás.
Pero en el año siguiente
él con tu barco me envió
un doble de lo que yo;
admitílo cortésmente,
porque en verdad no creyera
que intentaba desairarle,
mas ganoso de pagarle
cuando ocasión me viniera.
Excusándola él quizá,
no envió más su barco aquí,
mas hoy te sorprendo a ti
y has de escoger ¡juro a Alá!
lo que te plazca mejor
para volverte al momento,
sin llevar más cargamento
que un presente a tu señor.
DON LUIS: Y vos, capitán… ¿Qué hicisteis?
EL CAPITÁN: El partido no era malo
y cargué con el regalo.
DON LUIS: ¡Voto a San Gil! ¿Lo admististeis?
EL CAPITÁN: Por supuesto: aunque en verdad
imposible era excusarlo,
porque él mismo hizo cargarlo,
y me echó de la ciudad.
DON LUIS: Por Dios, capitán Gonzalo,
que quien sois a no mirar
os arrojara a la mar
con el barco y el regalo.
Cristiano y español siendo,
sin mirar a mi decoro,
¿os dejáis ganar de un moro
en bizarría?
EL CAPITÁN: Yo entiendo,
señor don Luis, que si veis
las joyas por vuestros ojos,
calmaréis vuestros enojos
y más justicia me haréis.
¿Qué diablos perdéis en ello?
Vos cumplisteis como noble,
y él, volviéndoos un bien doble,
no os echa un cordel al cuello.
Y además si el moro…
DON LUIS: No,
cuanto me digáis es vano;
no ha de ser nunca un pagano
más generoso que yo.
¡Esto, por Dios, me faltaba!
Y de este modo diciendo,
don Luis la vista frunciendo
por el cuarto se paseaba.
Y don Gonzalo, que vió
su negocio tan mal puesto,
salió del cuarto, y muy presto
con el presente volvió.
Y sin otras precauciones,
para salir de su empeño,
a los ojos de su dueño
empezó a abrir sus cajones;
lanzó con gran desenfado,
sin más mirar, por el suelo,
los rollos de terciopelo,
y las piezas de brocado.
Coronó de pedrería
un inmenso velador,
y mostró todo el valor
de lo que a don Luis traía.
Desenvolvió diligente
los en cajas y redomas
empaquetados aromas
exquisitos del Oriente.
Y don Luis, que aunque disgusto
y enojo además presume,
tan delicioso perfume
no pudo aspirar adusto.
Tendió los ojos en pos
del olfato, y de su afán
saliendo el buen capitán,
exclamó: «¡Gracias a Dios,
señor, que al fin de mi viaje
a ver las cuentas venís!
¿Qué tal, mi señor don Luis,
qué os parece mi equipaje?
Aunque rédito mezquino
de vuestro enorme caudal,
¡no es tan pobre capital
para un capitán marino!»
Mostró en sus labios don Luis
una sonrisa agradable,
y al capitán dijo afable:
«bien prevenido venís.
Pero si yo, don Gonzalo,
a vuestro tesoro atento,
decid, ¿quedaréis contento
con la mitad del regalo?»
EL CAPITÁN: Vuestro es cuanto yo poseo
y mi deseo es serviros.
DON LUIS: Huélgome, pues de admitiros,
la mitad de ese deseo;
podéis, capitán, tomar
lo que os guste, y no andéis parco:
mas preparad vuestro barco
para hacernos a la mar.
EL CAPITÁN: ¿A la mar?
DON LUIS: Sí, don Gonzalo,
voy a aprontar un tesoro
para pagar a ese moro
por mí mismo su regalo.
EL CAPITÁN: ¿Señor, estáis loco?
DON LUIS: No,
cuanto digáis será en vano;
no ha de ser nunca un pagano
más generoso que yo.
---
Casi un año despues, al occidente
del faro colosal de Alejandría,
un buque de la España procedente
anclas echaba y velas recogía.
Vistosas banderolas,
adornaban sus altos masteleros,
y las movibles olas
reflejaban las armas españolas
que izaban los gallardos marineros,
y dos hombres de pie, sobre la popa,
del moribundo sol a los reflejos,
contemplaban callados a lo lejos
aquel puerto famoso,
del cual como de sueño vagaroso
se habla tal vez en la lejana Europa.
Y uno de ellos, acaso
rico de hacienda e instrucción no escaso,
traía a su memoria
de aquella poderosa Alejandría
la magnífica historia
que escrita en libros aprendió algun día;
y vagaban sus ojos,
y buscaban en vano sus deseos
los confusos despojos
del soberbio palacio
que elevaron allí los Tolomeos:
buscaban el espacio
que ocupó el Hipodromo,
y el Timonio y las célebres Agujas
de la bella amorosa Cleopatra,
y cien otros antiguos monumentos
transformados o rotos a las manos
del tiempo y de los árabes sangrientos.
Y en memorias tan mágicas su mente,
y en tan bellos recuerdos abismada,
no veía una barquilla que lanzada
surca hacia ellos la mar rápidamente.
Una lancha ligera
para una fiesta apercibida era:
y al estilo de Oriente engalanado
venía en ella un grave personaje
por remeros esclavos remolcado,
de súbditos humildes circundado,
que servil le rendían homenaje.
Y ya a distancia corta
llegar del buque anclado
la gran tripulación miraba absorta,
cuando al hombre en memorias abismado
que en la popa seguía distraído,
llegóse el capitán alborozado,
conrapidez diciéndole al oído:
«Don Luis, el mercader.
—¿Qué es, don Gonzalo?
—Que ese bote que viene hacia nosotros
os trae al mercader que hizo el regalo.
—Ved qué habláis, capitán.
—Don Luis, lo dicho:
ese es el mercader.
—Mas la noticia
de mi venida…
—Su atención es mucha,
y mucha su malicia.
Seguro estoy, don Luis, que no ha pasado
un día en que en la playa
no haya diestro vigías apostado
para vernos venir.
—¿Creéislo?
—¡Vaya!
Pero vedle que llega:
lo mismo que es su porte majestuoso
su corazón es noble y generoso.»
Y aquí la voz el capitán alzando,
mandó tender la escala, y tal empeño
y tal estimación viendo su dueño,
con sonrisa amorosa y rostro blando
los brazos tendió al árabe, que en ellos
los suyos enlazando,
con emoción oculta sollozando
los rizos le besó de sus cabellos.
Y con muestras de amor nada postizo,
títulos cariñosos prodigóle
en español purísimo y castizo,
y de aquesta manera al fin hablóle:
«Generoso español, ya me temía
que tu gallarda y singular nobleza
a este punto por fin te arrastraría.
Sí, siempre con certeza te esperaba
y a recibirte apercibido estaba,
y aposento en mi casa te tenía.
Ven, y ya que servirte
allí me ofrece mi dichosa estrella,
noble hospitalidad verás en ella.
Ven a mi casa, amigo,
y que tu gente toda
venga, si quieres, a la par contigo.»
Así el árabe dijo: y respondiendo
cortésmente don Luis a sus razones,
pasó a su lancha, a su amistad cediendo,
que el capitán llevase disponiendo
su equipaje tras él, y los arcones
en que sabía el capitán Gonzalo
que llevaba las tornas del regalo.
---
Lector, si acaso has leído
en mis viejas poesías
las que he puesto yo en olvido
orientales fantasías,
y si aún te acuerdas de aquellas
historias peninsulares,
que son en verdad tan bellas
como pobres mis cantares;
de aquel palacio en Granada
con jardines y con flores,
do hay una fuente dorada
con más de cien surtidores;
si aún te acuerdas de aquel moro
cuyo parque y señorío
coge, de encantos tesoro,
toda la orilla de un río;
donde la altiva palmera
y el encendido granado
junto a la frondosa higuera
cubren el valle y collado:
donde el robusto nogal,
donde el nópalo amarillo,
donde el sombrío moral
crecen al pie de un castillo:
y hay olmos en su alameda
que hasta el cielo se levantan,
y en redes de plata y seda
pájaros presos que cantan.
Aquel moro que promete
con altivez mahometana
en su oculto gabinete
dar a una esquiva cristiana,
riquísimos terciopelos
y perfumes orientales,
de Grecia cautiva velos
y de Cachemira chales;
blancas y sutiles plumas
para que adorne su frente,
más blancas que las espumas
que alzan los mares de oriente;
y perlas para el cabello,
y baños para el calor,
y collares para el cuello,
para los labios amor;
si aún lector, no has olvidado
las canciones que algún día
en honra y prez he entonado
del bello tiempo pasado,
glorioso a la patria mía;
del tiempo de aquel Boabdil
que lloró sobre el Genil
sin amparo que le acorra,
como una cobarde zorra
entrampada en un redil;
de las torres orientales
que levantando insolentes
sus agujas desiguales,
mecen las auras corrientes
en trémulas espirales;
y las cifras misteriosas
que, cual labor sin objeto
de esas cuadras ostentosas,
de crónicas amorosas
guardan el dulce secreto;
y los anchos sicomoros,
y los arroyos sonoros
que llevan marcas y nombres,
que no entendemos los hombres
y que comprenden los moros:
y las hondas galerías
que se esparraman sombrías
del palacio en el recinto,
en faz de intrincadas vías
de confuso laberinto;
y los mágicos retretes,
y los frescos gabinetes
do la sultana adormida
pasó gozando la vida
al vapor de los pebetes;
si de estos cantares míos
y de esta morisca historia
guardas idea o memoria,
¡oh buen lector! hasta hoy,
sólo una imagen mezquina
todo esto te representa
de la mansión opulenta
donde a conducirte voy.
Palabras no hay en mi lengua
ni fuerza en mi fantasía,
de la hermosa Alejandría
y del rico mercader,
para contar sin agravio
de la ciudad, o del moro,
de éste el inmenso tesoro,
de aquélla el fausto y poder.
Esos fantásticos sueños
de imponderable riqueza
de voluptuosa pereza
y de embriaguez oriental,
veíanse realizados
del árabe generoso
en el palacio ostentoso,
desde el magnífico umbral.
Y deslumbrados y atónitos
los ojos del sevillano,
su mente aspirando en vano
tal riqueza a comprender:
seguía absorto y hundido
en mágico arrobamiento,
por uno y otro aposento,
los pasos del mercader.
Los más preciosos tapices
doquier vestían los muros,
y los perfumes más puros,
humeaban por doquier.
Gozaba ansiosa la vista
los más brillantes colores,
el aura exhalaba olores
y henchía el alma el placer.
Condujo a don Luis el árabe
a un voluptuoso baño
que de agua llenaba un caño
destilada de azahar,
donde esclavas le sirvieron
refrescos en ricas copas,
y sutilísimas ropas
con que su cuerpo enjugar.
Con suave canto arrulláronle
de su ablución el sosiego,
y acompañáronle luego
a un oloroso jardín;
donde mostrando su huésped
cuánto agradarle desea,
previno, a usanza europea,
un opíparo festín.
Sirvieron profusamente
los más gustosos manjares,
con danzas y con cantares
acrecentando el placer:
y encomiándole lo mucho
que el de don Luis le interesa,
los honores de la mesa
le iba haciendo el mercader.
Mandó don Luis que trajesen
el presente que traía,
con que a devolver venía
al moro su antiguo don:
y éste, de amistad sincera
llenos en llanto los ojos,
fué a recibirle de hinojos
con grave satisfacción.
Con amorosas palabras
elegantes y sentidas,
gracias le dió repetidas,
y su presente encomió.
Y así, encendiendo sus pipas
donde aromas aspiraban,
mientra un punto reposaban,
tal plática se entabló:
DON LUIS: Pues solos, buen moro, estamos,
fuerza es que amigos hablemos.
EL ÁRABE: Sólo serviros debemos;
hablad, pues, que os escuchamos.
Luz ¡oh cristiano! y honor
verterá en mí vuestra boca:
de vos aprender me toca,
y héme ya atento, señor.
DON LUIS: Que me excuséis os suplico
ceremonias orientales:
amigos somos, e iguales.
EL ÁRABE: Si os place así, no replico.
DON LUIS: Ahora bien, por mi presencia
nada ha de ostentarse aquí:
vivamos como sin mí,
suprimid tanta opulencia.
Quiéroos con sinceridad;
si me queréis con nobleza,
pienso que tanta largueza
desfigura la verdad.
Derramar vuestro tesoro
por obsequiarme no es justo:
iréme, y con gran disgusto
si dais en prodigar oro.
Sé que os servisteis mandar
regalar mucho a mi gente,
y el vulgo, asaz maldiciente,
podrá de ello murmurar.
EL ÁRABE: Murmure cuanto quisiere,
mas pláceme antes de todo
(porque amaros de este modo
no en mí extraño os pareciere),
explicaros la razón
de esta amistad que os profeso.
DON LUIS: Ansioso estaba yo de eso.
EL ÁRABE: Pues estad con atención.
Aunque de Siria nacido
bajo el abrasado sol,
mucho ¡ay de mí! de español
con la sangre he recibido.
Mi padre nació en la orilla
del cristalino Genil,
y lidió por Boabdil
con las huestes de Castilla.
Al fin sucumbió con él,
y con su hacienda cargando
pasó al África, llorando
su enemiga suerte cruel.
Mas siempre con ella en guerra,
siempre con él inconstante,
desventurado y errante
anduvo por mar y tierra.
Paró por último aquí,
dióse en el último tercio
de su existencia al comercio,
y en este tiempo nací
Los españoles cantares
con que lloró su fortuna,
me arrullaron en la cuna
al compás de sus pesares.
De Granada y de su historia
las sentidas tradiciones
son las primeras lecciones
y aprendí yo de memoria.
.......
.......[1]
Y así pasaban sus días
en regalos y banquetes,
prolongando sus orgías
hasta el matutino albor.
Mezclando el lujo de Oriente
con la ilustración de Europa,
su vida va viento en popa
por el golfo del amor.
Las esclavas más hermosas
escogidas en Circasia,
con todo el fuego que el asia
enciende en su corazón,
allí a don Luis encadenan
con sus gracias seductoras,
y allí se le van las horas,
y con ellas la razón.
En el deleite adormido
y en la molicie, no piensa
en una riqueza inmensa
que se disipa por él;
y olvídase que su huésped,
por más que sea opulento,
derrama el oro sin cuento
por festejar a un doncel.
Esclavo de su indolencia,
de que resbala se olvida
tan torpemente su vida
de una en otra bacanal:
y que depuesto el decoro
de un caballero cristiano,
vive como un africano,
materialista inmoral.
Y mientra él goza alegre
de su presente ventura,
tal vez su gente murmura
supersticiosa además:
y hasta el capitán Gonzalo,
de su placer compañero,
con su silencio severo
se lo echa en cara quizás.
Don Luis advirtió sin duda
la boca de aquel abismo,
y en cuentas consigo mismo
a solas al cabo entró,
y una mañana, bajando
del árabe al aposento,
con irrevocable acento
su partida le anunció.
—«¿Tan pronto os vais?
—Es preciso.
Rápido el tiempo se me huye
y cada instante me arguye
las pesadumbres que os doy.
Mañana me hago a la vela;
mirad qué habéis de mandarme.
—¿Tan pronto queréis dejarme?
— Resuelto a partir estoy.»
Súplicas, ayes, caricias
y especiosas reflexiones,
fueron vanas tentaciones
para el alma de don Luis.
Y el mercader, comprendiendo
que su afán sería inútil,
díjole al fin desistiendo:
«Sea, pues, como decís.
Mas vano es que de mi casa
salir su merced pretenda
sin llevar alguna prenda
que le recuerde mi amor.
Venid, español, conmigo,
venid a mis almacenes,
y escogeréis de mis bienes
lo que os parezca mejor.»
DON LUIS: Para jamás olvidaros
me bastan vuestros favores,
que son las prendas mejores
de vuestro amor para mí.
EL MERCADER: Esas excusas efímeras
no tienen para mí peso.
DON LUIS: Buen moro, desistid de eso,
que no ha de ser.
EL MERCADER: Será, sí.
Sin una prenda elegida,
yo partir no he de dejaros:
la mano no he de soltaros
primero que la escojáis.
Venid.
DON LUIS: Os sigo a la fuerza
pues que me lleváis asido,
mas a ello estoy decidido
e inútilmente porfiáis.
EL MERCADER: Ya tenéis ante los ojos
cuanta riqueza poseo;
ahora decidle al deseo
que pida, y sin poquedad,
porque sin un don precioso
que no avergüence mi mano,
seguro estad, castellano,
que no os vais de la ciudad.
DON LUIS: Yo en permanecer en ella
por vos forzado consiento,
mas espiaré el momento
de partirme y la ocasión.
Y de vuestro amor entonces
no una amistad cariñosa,
sino gratitud forzosa
guardará mi corazón.
Sí, la amistad verdadera
la voluntad sólo quiere,
y la voluntad prefiere
al más preciado valor.
Vuestros dispendios me enojan,
y si hemos de ser amigos,
los cielos me son testigos
que esa es mi prenda mejor.
Ni un hilo de este tesoro
que aquí me mostráis admito:
lo ya hecho es infinito
y el oro me sobra a mí.
Vuestros pasados regalos
son ya excesivos, y en ellos
he visto dones tan bellos
como los que veo aquí.
Y en fin, de obrar libremente
os dejo absoluto dueño,
mas tan tenaz es mi empeño
que dél no me apartaréis.
EL MERCADER: Está bien, pues tal cuidado
os tomáis por mi tesoro,
cosa os daré que con oro
adquirir nunca podéis.
Y así el mercader diciendo,
con paso acercóse grave
a una puerta cuya llave
volviendo con rapidez,
mostró a la vista asombrada
del generoso cristiano,
un portento soberano
de lujo y esplendidez.
No sus sentidos gozaron
en otra ninguna estancia,
tan deliciosa fragancia,
encanto tan seductor.
La luz del sol entoldaban
pabellones de colores,
y preciosísimas flores
mirábanse en derredor.
Allí, en torno de los muros,
veíanse blandos lechos,
de frescos tejidos hechos
convidando a reposar.
Allí se oía el murmullo
de una fuente azafranada,
que en una taza dorada
se vertía sin cesar.
Allí a su riego crecían,
en ricos jarrones chinos,
los claveles purpurinos
que el Cairo tan sólo da,
y el tulipán soberano
que Estambul adora y cría,
y la flor que a Alejandría
siempre el Asia envidiará.
Aquella rosa esponjada
cuyo exquisito perfume
el aire jamás consume
ni le llega a evaporar,
por lo cual diera una hermosa
de la nublada Inglaterra
cuanto mar cerca su tierra,
cuanto oro coge en su mar;
allí brotaba en cada ángulo
de la magnífica estancia,
llenando con su fragancia
toda el aura en derredor,
y los huertos más mezquinos
porfusamente la abortan,
y las esclavas la cortan
para darla a su señor.
Allí del galán Tenorio
la deslumbrada pupila
desmenuzando vacila
tanta opulencia oriental,
y el agua, la luz, las flores,
los naturales primores
compiten con los mayores
de el oro, el jaspe y coral.
Aquellos lechos de plumas,
aquellos baños de plata,
la tornasolada y grata
claridad que reina allí:
los muebles que allí se ostentan
y de los que ignora el uso,
a don Luis tienen confuso
sin saber lo que es de sí.
¿Qué son estos aposentos
do lujo tal se atesora?
¿Qué santo espíritu mora
en este abreviado edén?
Así don Luis se decía,
contemplándolo prolijo,
cuando el árabe le dijo:
«Esto, don Luis, es mi harén.»
---
Es el harén; allí el árabe
del vulgo envidioso oculta
su más preciado tesoro,
el colmo de su ventura.
Bella mansión de deleites
que sólo el amor ocupa,
es el harén donde se hallan,
santuario de la hermosura.
Santuario donde profanos
penetrar no osaron nunca
los ojos de ningún hombre
con la cabeza segura.
Allí están, no las esclavas
que ante su señor se turban,
sino las reinas que gozan
con voluntad absoluta.
Las mujeres que a los moros
les place tomar por suyas,
cual sus costumbres permiten
y sus leyes no repugnan.
Allí, bajo techos de oro
y pabellones de plumas,
para el placer se conservan
encantadoras y puras.
Baños de esencias suaves
su bello cuerpo perfuman,
preciosas telas se visten
y dulce son las arrulla.
Negras cautivas las sirven
que por doquier las circundan,
para su capricho esclavas,
para su servicio muchas;
jardines tienen abiertos
de frondosidad oscura,
do alegres pájaros trinan,
do frescas fuentes susurran;
do de los árboles altos
la espesa sombra confusa,
el aura abrasada templa,
y el sol entolda y ofusca;
donde en hamacas de seda
muellemente se columpian
del céfiro acariciadas
que en la hojarasca murmura.
Donde en el césped mullido,
al son de animada música,
en danzas voluptuosas
giran, se trenzan y anudan.
Donde en los huecos que ofrecen
mil artificiales grutas,
su bellos cuentos de fadas
a oír y contar se juntan.
Y allí, mientras la tormenta
recia se desgaja en lluvias,
y brilla con el relámpago
y con el trueno retumba,
con lámparas de alabastro
allá en el fondo se alumbran
y con cantares alegres
a la tormenta conjuran.
A una de aquestas mansiones
de artificiosa estructura,
alcázar de la belleza
y red del amor, fué en suma
donde el mercader condujo
con gran silencio y mesura
al rico don Luis Tenorio,
que su intención no barrunta;
y en una de estas mansiones,
la más lejana sin duda,
pero la más ostentosa
que en sus jardines se oculta,
fué donde encontró Tenorio,
tal vez para su fortuna,
cinco doncellas bellísimas
cual él no las viera nunca.
Las veinte y dos primaveras
no cuenta acaso ninguna,
aunque veinte mil hechizos
en cada cual se columbran.
Nación y raza distinta
su forma distinta anuncia,
de su belleza el carácter
y el traje diverso que usan.
Gallarda, la georgiana
ostenta medio desnuda
sus académicas formas,
su tez sonrosada y húmeda.
Más perezosa, la indiana
entre blancas vestiduras,
su piel de azabache muestra
sobre un almohadón de pluma.
Los velos de oro que flotan
hasta tocar su cintura,
su triste mirar, su tez
pálida como la luna,
descubren a una italiana,
que, aunque mucho disimula
por ver las playas de Nápoles
cambiara cuanto disfruta.
Sus rizos espesos de ébano,
negros ojos que circundan
largas pestañas, sus manos
blancas, redondas, menudas,
y su escaso pie que apenas
a sostenerse la ayuda,
descubren a una española,
aunque su origen oculta.
La dulce voz y el altivo
acento con que pronuncia,
y su perfecto contorno,
su frente que el ceño anubla
y el cuchillo que colgado
lleva siempre a la cintura,
por una celosa griega
dan fácilmente a la última.
Ante estas cinco bellezas,
que no conciben confusas
la causa que a un extranjero
hoy traiga a presencia suya,
detúvose el mercader,
y así a don Luis que le escucha,
con voz resuelta le dijo
que trecho no deja a dudas:
«Estas hermosas doncellas,
don Luis, mis esposas son,
no me rehuséis el don
que os quiero hacer de una de ellas.
Yo para mí las guardaba;
si enojarme no queréis,
elegid la que gustéis
para esposa o para esclava.
Y ved que esto al excusar
me vais a hacer una ofensa
tan solemne y tan inmensa,
que jamás podré olvidar.
Elegid, pues.»
DON LUIS: Dios no quiera
que nuestra amistad un día
turbe por desdicha mía
mi resolución postrera.
Una de ellas tomaré,
y si al fin fuere gustosa,
la tomaré por esposa,
convirtiéndose a mi fe.
No sé que pueda apreciar
de mejor modo este don.
EL MERCADER: Ni yo que mi corazón
lo pueda nunca olvidar.
Y aquí, después de un minuto
de meditación profunda,
entre las cinco sultanas
buscó Tenorio la suya.
Tendió su mirada incierta
poco a poco de una en una,
y asió al fin de la española,
la de las manos menudas.
Ni una palabra, ni un gesto,
mostróle señal alguna
que del árabe anunciara
ni el gusto, ni la amargura.
Salió del harén en calma,
y al elevarse la luna
por el azul firmamento
alzando montes de espuma,
salió aquella misma noche
del puerto en que se asegura,
el barco en que van a Europa
don Luis y la gente suya.
Y el mercader desde el muelle,
con desolación profunda,
por el través de dos lágrimas
que sus pupilas le anublan,
quedó mirando las velas
que en precipitada fuga
se llevan cuanto idolatra,
y amor y amistad le hurtan.
Con ellas parte Zulima,
y el árabe en su hermosura
tenía puestos los ojos…
¡Mal haya a Dios su fortuna!
---
Secretos hay que debían
en el corazón quedar,
y en el corazón ahogarse
para no alzarse jamás.
Fiado en la buena causa
de su generosidad,
su secreto puso el árabe
en las manos del azar;
y la suerte, que de todos
se mofa al fin por igual,
atropelló su secreto
de su dicha sin piedad.
Don Luis eligió a Zulima,
la sultana que amó él más,
y con su amigo la bella
los mares cruzando va.
Las amorosas palabras
del sevillano galán
pronto la harán olvidarse
de su cariño quizá.
Pronto al mirarse señora,
pues nunca pensara tal,
un amo en él, no un amigo,
con desdén recordará.
Pronto al ver que mar y tierra
franco camino le dan,
del rico harén el recinto
como cárcel odiará.
Los bulliciosos placeres
de Europa y su sociedad,
pronto el vacío que esconde
su corazón llenarán.
Tal vez a su fe renuncie,
pues gran tentación será
el interés de su dueño
y el ansia de libertad.
En vano tiendes los ojos
por el espumoso mar:
¿cuál esperanza te queda?
Zulima no volverá.
En vano por las estancias
de tu palacio oriental,
la llamas con voz amante:
ya no te puede escuchar.
En vano sus veinte esclavas
velando en su cuarto están,
como si al fin le pudiera
ella otra vez habitar.
En vano en tus tristes sueños
continuo viéndola estás,
que al abrazarla te se huye
su vana sombra fugaz.
En vano ideas contarle
al noble español tu afán,
decirle cuánto la quieres,
pues si él te llega a escuchar,
cual tú de tu hermosa esclava
ya enamorado estará,
y antes perdiera la vida
que volvértela a enviar.
Y aunque, por ser como tú
tan generoso y leal,
devolvértela quisiera,
no lo llegara a lograr.
Ella es ya libre en España,
la ley la protegerá,
y no ha de querer a esclava
desde señora tornar.
Tal vez al impulso fiero
de este recuerdo fatal,
hasta la fe en que naciste
intentas abandonar:
y triste y meditabundo,
sin reposo y sin solaz,
tu tristeza es tu alimento
y tu esperanza la mar.
Mas ¡ay! consúmete aquélla,
y ésta es tan poca y falaz,
que entre una y otra, por último,
te van a despedazar.
---
«Vuelve, ¡ay de mí! purísima gacela:
vuelve, vuelve a tu harén de Alejandría,
a cuyas puertas desolado vela
quien de tus ojos en la luz vivía.
Sin ti, se agostan mis pintadas flores;
sin ti, los ecos lastimeros gimen;
no alegran mi jardín los ruiseñores,
ni brotan mis vistosos surtidores,
que les falta el placer con que se animen.
No están conmigo ya tus compañeras:
¿sin ti qué me valían?
Junto a mí, de fastidio se dormían,
y las di libertad, y se alejaron
como garzas ligeras.
¡No las amé jamás, ni ellas me amaron!
Vuelve, hourí celestial, vuelve conmigo,
y al corazón me volverá la vida:
sin ti, no encuentro caridad ni abrigo,
mi riqueza sin ti yace perdida.
¡Ay! no conocerías si volvieras
lo que fué tu mansión, que en pocos años
se cambian las ciudades más enteras,
y naufragan las naves más veleras
por los mares extraños.
Mísero y triste lloro
y en abandono y soledad me veo,
siempre agitado del fatal deseo
de morir a los pies de quien adoro.
¡Malhadada amistad! ¡Dura venida
de quien mi amor robándome, me olvida!»
Llanto amargo vertiendo, así decía
el mercader, y así se lamentaba
y su fortuna el infeliz veía,
que al crecer su dolor, se disipaba.
Tales son de la suerte los azares:
el que en fiestas y danzas y cantares
pasó un tiempo su plácida existencia,
hoy, presa del afán y los pesares,
la arrastra, ya vecino a la indigencia.
Descuidó su comercio en su amargura,
su crédito menguó de día en día,
y sus naves sorbió la mar bravía:
uno tras otro sus amigos viles
en su infortunio al fin le abandonaron,
y sus mismos esclavos le robaron,
y sus inmensos bienes
a manos de voraces acreedores
salieron de sus ricos almacenes.
La carcoma inmortal de su tristeza
minó su corazón, y la amargura
trastornó su razón en su cabeza,
y el árabe infeliz dió en la locura.
Su palacio y su harén pasó a otras manos,
y el que opulento y poderoso un día
asombró con su lujo a Alejandría,
escarnio fué tal vez de los villanos.
En vano el infeliz días y noches
de su antigua mansión en los umbrales
lamentando pasó como un mendigo
sus duelos y sus males:
no salió de una reja a los cristales
su cuita a consolar un solo amigo.
Y flaco, y vacilante y macilento,
estaba el mercader como una sombra
al pie de la pared del aposento
donde otro tiempo holló morisca alfombra,
y do imperando resonó su acento.
Y así un día pasó tras otro día,
y año pasó tras año,
y probó cada día un desengaño,
hasta que el pobre, de vergüenza huraño,
huyó de Alejandría.
En una noche oscura, aunque serena,
sólo y a lento paso
se hundió en el mar de requemada arena
del árido desierto de la Libia,
donde sólo el zarzal vegeta escaso.
Y en su lejana soledad ardiente
perdiéndose su sombra poco a poco,
su memoria olvidó la ingrata gente
y a hablar no se volvió del pobre loco.
---
Cinco años pasado habían:
don Luis, en fortuna próspera,
de su extendido comercio
los frutos en calma goza.
Vive en Sevilla y en ella
en rico palacio mora,
do la más alta nobleza
con sus visitas le honra:
vive en Sevilla, y con él
aquella Zulima hermosa
que a nuestra fe convertida
con él se casó y le adora.
Dejó el turbante de esclava
por una nupcial corona,
el harén por el palacio,
por Jesucristo a Mahoma.
Cambió el nombre de Zulima
por el nombre de Eliodora,
y quien en Asia fué esclava
vino a mandar en Europa.
---
Es una noche sombría
y una callejuela corva,
que acaba de San Francisco
en la plaza y desemboca;
y aunque no está aquella noche
avanzada en altas horas,
las calles tiene desiertas
el recio viento que sopla.
Las rejas están cerradas
en torno la plaza toda,
de modo que ni una luz
rasga la neblina lóbrega.
Sólo en los anchos balcones
de una casa grande y sola,
los cristales iluminan
mil clarísimas antorchas.
Óyese música dentro,
y al compás de bulliciosa
danza, retiemblan los vidrios
a pesar de las alfombras.
A través de ellos, de lejos
se alcanzan tumultuosas
las sombras de los que danzan
ir pasando unas tras otras,
una ilusión produciendo
tan fantástica y diabólica,
que desvanece los ojos
y el corazón acongoja.
En esta casa y al son
de esta música sonora,
que en quien la habita supone
placer, opulencia y gloria,
a lentos pasos un hombre
que las desdichas agobian,
en el portal penetrando
a la cancela se asoma.
Fatigado y macilento,
envuelve mal su persona
en harapos que rechazan
hasta el título de ropa.
Su frente, erguida otro tiempo,
hoy hacia la tierra encorva,
y bien se ve que a la tierra
la humillación se la dobla.
Y sus tostadas mejillas,
su mirada melancólica,
la voz que del pecho arranca
ronquecida y fatigosa,
bien a las claras demuestran
el dolor que le destroza
el corazón, donde hierven
sus penas harto recónditas.
Llamó a la puerta en voz baja:
y en voz amenazadora,
«¿quién va?», respondió un portero
que los dados abandona.
«¿Vive esta casa, y perdone,
don Luis Tenorio?
—Aquí mora.
¿Qué quiere?
—Hablarle un momento.
—¿Vos?
—Sí.
—¿Vos, lo que no logran
los nobles al mediodía,
queréis lograr a estas horas?
¡Bah! ¡Y ahora que está cenando!
¡Pues no faltaba otra cosa!
—Hacedlo, por Dios, amigo,
que no ha de pesaros.
—¡Oiga!
¡Traerá visita del rey
el pordiosero!… malhora
para vos; idos, buen hombre,
que el tiempo no está de sobra.
—Por cuanto amáis en la tierra
y por más que os sea incómoda
mi exigencia, id a vuestro amo
a decir que una persona
que ha atravesado buscándole
las montañas y las olas,
quiere tan sólo traerle
un amigo a la memoria.
—¡Es también amigo suyo!
¡Voto a San Gil, que me enoja
tanta insolencia! ¡Ea!, tome,
y agradezca la limosna.»
Y así diciendo, el portero
una moneda le arroja,
y las espaldas le vuelve
dando un portazo de cólera.
Quedó el miserable solo
con el carmín de la honra
sobre la faz, y en los párpados,
de llanto amargo, dos gotas.
---
Despechado e indeciso,
un momento devorólas
como pudo, y de ira trémulo
la faz, y la vista torva,
dejó la casa diciendo:
«¡Maldita sea la hora
en que conocí tu nombre,
y oí la voz de tu boca!»
Y en el atrio de una iglesia
que halló a aquella casa próxima,
tendióse desesperado
hasta la vecina aurora.
Llorando pasó harto tiempo
males y desdichas propias,
mas el cansancio rindióle:
y poco a poco en las losas
dejó tomar a sus miembros
posición menos incómoda,
hasta que en brazos del sueño
perdió sentido y memoria.
---
En esto, al atrio subiendo
dos personas embozadas,
tiraron de las espadas,
furiosa lid emprendiendo.
Duró la riña un instante,
cayó sin un ¡ay! el uno,
y en un callejón moruno
entróse el otro adelante.
Y ni despertó el mendigo
ni se aproximó un curioso,
ni duelo tan misterioso
tuvo padrino o testigo.
Allí uno de ellos quedó,
y aunque en las sombras incierto,
que de un golpe quedó muerto
bien el alba lo mostró.
---
Ésta asomó entre arreboles
de púrpura como siempre,
para el dichoso y el triste
brillando indistintamente.
Lo hacía apenas el sol,
cuando a la voz de ¡Cogerle!
¡Matarle!¡Villano!¡Infame!,
los ojos abrió el inerme
mendigo, que vió al abrirlos
confuso tropel de gente
que en su redor se apiñaba,
aunque la razón no entiende.
Cruzaron al fin la turba
de la justicia lebreles
con su varas en la mano,
y el tribunal en los dientes;
amenazando prisiones
y olfateando a los pobretes,
por si faltan los culpados
que no falten penitentes.
Y asiendo del miserable,
a quien dicen: «¡Ese! ¡ese!»,
con ira le demandaron,
mas sin que él los comprendiese:
«¿Quién mató a ese hombre?»
—Y de un mureto
pusiéronle frente a frente.
«No le conozco, repuso
el hombre, con calma viéndole.
—¿Pues, cómo estabais con él?
—Si dádole hubiera muerte,
no me quedara a su lado.»
Y aquí irritada la plebe,
«niega, gritó; ¡que le maten!
todos lo han visto. ¡Prendedle!»
En vano tendió los brazos,
que le escuchasen pidiéndoles.
En vano a la resistencia
quiso apelar muchas veces;
teníanle bien asido
de los brazos los corchetes:
y habían ido llegando
del difunto los parientes
por él pidiendo justicia,
iracundos como sierpes.
Apenas muchos soldados
bastaron a contenerles,
y algunas manos lograron
llegar hasta el delincuente.
Mas aunque bien su persona
de la multitud defienden,
asióle uno de la capa
andrajosa en que se envuelve,
y con ímpetu tirando
rasgósela de tal suerte,
que vieron todos los ojos
que bajo de ella mantiene
revuelto calzón morisco,
y jubón con puntas verdes.
«¡Moro!», exclamaron al punto,
y acreciendo doblemente
se hizo el tumulto más fiero
por moro al reconocerle.
Abriéronse las ventanas,
las puertas y los canceles,
toda Sevilla por ellos
asomándose por verle,
para gritar los muchachos
a los pilares subiéndose,
y en los puestos y casetas
empinándose la gente.
Hubo sartas de insolencias,
y diluvios de moquetes,
codazos y pisotones
y sangrías de alfileres,
hasta que al fin por la plaza,
con lanzones y broqueles,
entraron por varias calles,
a son de clarín, jinetes.
Y despejando la chusma,
lograron a solas verse
con el difunto sus deudos
y el reo con los corchetes.
En esto don Luis Tenorio,
que a su balcón salió a verles,
bajo él al pasar el preso,
gritó a la justicia: «¡Téngase!
—¿Qué quiere el señor Tenorio?
preguntó un juez descubriéndose.
—¡Justicia!
—¿Y en qué servirle
aquí la justicia puede?
—En dar libertad a ese hombre,
que por Dios que está inocente.
—Ved lo que habláis.
—Está dicho,
el asesino no es ese.
—¿Pues, quién es?
—Yo, y me delato;
que suban pues a prenderme:
yo maté anoche a ese hombre
por ocultos intereses.»
Enmudecieron de asombro
los que se hallaban presentes,
unos a otros mirándose
sin decidirse a creerle.
Los parientes del difunto
por poderoso temiéndole,
y admirándole en silencio
por generoso los jueces.
En esto bajó a la calle
don Luis, y camino abriéndose
hasta el reo, desatóle
con un abrazo, diciéndole:
«Subid, buen moro, a mi casa
y dejad que a mí me lleven
en vuestro lugar ahora,
que yo sabré defenderme.»
Tendióle el moro los brazos
sin saber qué responderle,
llamándole amigo suyo,
y estrechándole cien veces.
Lloraba al ver tal escena
enternecida la gente,
y por la plaza reinaba
triste silencio solemne,
cuando a interrumpirle vino
otro impensado accidente.
Un caballero embozado
que estuvo de cerca oyéndoles,
sobre el semblante el sombrero
y el embozo hasta las sienes,
en medio de la justicia
presentóse de repente.
Desembozóse con brío,
y con voz serena y fuerte
dijo: «Yo soy el que buscan,
los demás son inocentes».
Yo maté anoche a don Tello;
testigos hay, que si quieren,
dirán que salir nos vieron
para reñir juntamente.
Nadie dará de esos dos
con la ocasión de su muerte,
y yo daré tales señas
que duda en ella no deje.
Señores, idos con Dios,
que si obrasteis noblemente,
no es justo que a pagar vayáis
lo que a mí me pertenece.»
Y así diciendo y la espada
de su cinto desciñéndose,
a manos de la justicia
se dió como delincuente.
Quedaron todos atónitos,
y la justicia y la plebe
sin concebirlo, admiraban
en silencio y juntamente
en don Luis lo generoso,
y en el otro lo valiente.
Y viendo tal hidalguía
en ambos a dos los jueces,
teniendo en don Luis el crimen
por falsedad evidente,
dieron su casa por cárcel
y con su palabra fuéronse.
Subieron los tres a ella,
y los soldados volviéndose,
volvió a llenarse la plaza
con los ociosos de siempre.
¿Qué más te importa saber
de este cuento? ¡oh buen lector!
Los abrazos que Tenorio
al de Alejandría dió,
del comerciante de Oriente
la magnífica oración,
el asombro del incógnito
que a don Tello Arias mató,
de Zulima, hoy Eliodora,
el consiguiente rubor
al encontrar otra vez
al dueño que abandonó,
y las dos mil zarandajas
con que imberbe historiador
emborronara papel
y cansara tu atención,
no son medios que acomodan
a mi actual pésimo humor,
para dar a mi leyenda
competente conclusión.
Basta que sepas que a ruegos
de Tenorio, se indultó
del difunto Tello Arias
al bizarro matador:
el cual a don Luis Tenorio
con fina amistad pagó
la vida que le debía,
rendido a tan gran favor.
Que el árabe convencido
de que la fe en que vivió,
la borrasca no calmaba
de su triste corazón,
a las aguas del bautismo
su calva frente dobló,
al sacro puerto acogiéndose
de la santa religión.
Confesó que era Mahoma
un impúdico impostor
y en lugar de las houríes
los ángeles adoró.
Don Luis le dió por esposa
a su hermana doña Sol,
con la mitad de su hacienda
y el tesoro de su honor.
Vivió feliz cuantos años
la existencia le duró,
y aquí concluye mi historia,
¡oh carísimo lector!
Sólo me resta decirte
que presto se acomodó
a las costumbres de Europa,
y convino en que es mejor
que tener cincuenta esclavas
que maldicen su opresión,
tener una mujer sola
con cariño y con honor.
Y es más cómoda una cama
que el más mullido almohadón,
donde se quedan las piernas
en el suelo y sin calor.
Y es mejor dormir en ella
del vino la exaltación,
en deliciosos ensueños
de pasajero vapor,
que comer maíz en tortas
y el alcuzcuz y el arroz,
y emborracharse con opio,
trepando luego a un balcón,
para excitar en la mente
delirio fascinador,
que al cabo ataca los nervios
y oscurece la razón,
y torna a los hombres locos
o necios, que es lo peor.
Con eso, lector, si hasta ahora
gratos mis cuentos te son,
Dios me lo premie en el cielo,
demándemelo si no.
Conque si te placen, cómpralos,
y con la ayuda de Dios,
haremos cuantos pudiéremos
entre el editor y yo.
FIN
- ↑ Nota del autor. La historia del mercader de Alejandría compone otra leyenda oriental, que por sus dimensiones ha sido forzoso suprimir aquí